Las Torres de Lucca. International Journal of Political Philosophy, Vol 6, No 10 (2017)

El discurso de los movimientos sociales como lugar para pensar el conflicto político

The discourse of social movements as a place for thinking political conflict

Carlos A. Manrique

Universidad de los Andes, Colombia

RESUMEN Este texto elabora un análisis metodológico y político de lo que implica pensar el discurso de los movimientos sociales en Colombia como lugar para comprender el conflicto político (en su pluralidad y heterogeneidad). Ello implica comenzar por una reflexión sobre lo que está juego en la política del lenguaje en la coyuntura histórica de lo que se ha dado en llamar la posverdad. Ante el reto de esta coyuntura, se propone la perspectiva de una ontología de lo político de corte posestructuralista como vía para articular otros modos de comprender y ejercitar la veracidad y la responsabilidad en las prácticas del lenguaje. Siguiendo una relectura de la polémica dirigida por Habermas en contra de Foucault, y luego una interpretación de la lectura de Marx elaborada por Derrida, se propone una figura de la promesa, inseparable de la historicidad del lenguaje, como clave para pensar otros modos de la veracidad y la responsabilidad ético-política (más allá de las figuras metafísicas de la verdad como adecuación entre lenguaje y realidad, y de la ética como soberanía de un sujeto transparente ante sí sobre los efectos de sus palabras y acciones). Es desde esta otra figura de la promesa como configuradora de lo político, que se define la necesidad de una práctica teórico-filosófica del pensar-con las formas de enunciación (y de agencia) de los movimientos y colectivos populares.

PALABRAS CLAVE Foucault; Derrida; Marx; Movimientos sociales; Posestructuralismo; Ontología política; Marxismos latinoamericanos; Posverdad.

ABSTRACT This article develops a methodological and philosophical analysis regarding some implications of approaching the discursive production of social movements in Colombia as a distinctive place for thinking political conflict (in its plurality and heterogeneity). This requires an initial reflection on what is at stake in relation to the politics of language in the historical juncture of what has been called the post-truth era. Facing the challenges of this juncture, the article proposes the perspective of a political ontology derived from post-structuralism as a way for conceiving of and practicing other forms of truthfulness and responsibility in our practices of language. Revisiting the polemics addressed by Habermas against Foucault, and following some threads of Derrida’s reading of Marx’s thought, the article proposes another ethical and political figure of the promise, inseparable from the historicity of language, as a key to start thinking other modalities of truthfulness and of ethico-political responsibility (beyond the metaphysical figures of truth as correspondence between language and reality, and of ethics as the sovereignty over its words and deeds of a self-transparent subject). It is from this other figure of the promise as constitutive of the space and the time of the political, that the field for a theoretical and philosophical practice delineates itself: that of a distinctive thinking-with the forms of political enunciation and agency performed by social movements and popular collectives.

KEYWORDS Foucault; Derrida; Marx; Social Movements; Post-Estructuralism; Political Ontology; Latin American Marxism; Post-Truth.

Recibido received 16-02-2017

Aprobado approved 27-06-2017

Publicado published 30-06-2017


¿Qué es lo que hay de peligroso en el hecho de que la gente hable y que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿Dónde está el peligro? (Foucault, 1971/2004, p. 10)

¿Cómo encuentra la filosofía un lugar para pensar el conflicto político? La pregunta que nos ocupa, así formulada, presupone de algún modo la identidad consigo de la disciplina sobre cuyo proceder o agencia se interroga: la filosofía política. Por otro lado, enfatiza que el pensar siempre está arrojado en una contingencia específica, en un espacio social más o menos acotado, y la cuestión sería entonces la de advertir que ese espacio social está constituido por una diversidad de escenarios, y de reflexionar, en consecuencia, por qué ha de pensarse el conflicto social o político atendiendo a uno u a otro de ellos: el Estado, la calle, o los pasajes entre uno y otra; el campo o la ciudad y sus fronteras más o menos inestables; el partido político o la movilización social extra-partidista, y sus encuentros o desencuentros. La pregunta diría algo así como: ¿Con cuál de estos escenarios poner en diálogo, o en actitud de interpelación, al pensamiento filosófico para analizar el conflicto político, en este caso, el conflicto político en Colombia? Formulada de esta manera, retadora y sugestiva, la pregunta no obstante presupone ya una relación más o menos estable entre el modo como acaece el lenguaje y el lugar de lo político: la configuración del mundo tenido en común y las fuerzas que lo modulan y lo atraviesan. Las nociones de diálogo y de interpelación, y el carácter discursivo del pensar filosófico sólo son pensables en el lenguaje, o en virtud del lenguaje. Pareciera asumirse lo político como asociado a una configuración de lo social ya dada ahí, en su realidad, su dinamismo, con sus antagonismos y sus escenarios, para luego preguntarse cómo es que una práctica del lenguaje (en este caso, la de la reflexión filosófica) aterrizaría allí en ese campo conflictivo ya dado y constituido, para analizarlo, describirlo, o intervenir en él. Pero, ¿y si la realidad misma de ese campo de lo político y sus conflictos, estuviese ella misma constituida en buena parte por esa fuerza performativa que tiene el lenguaje en la configuración de los marcos de sentido que le dan una cierta forma a nuestra experiencia de lo social, del ser unos con otros?

En ese caso, la tarea de pensar en ese campo no puede ser simplemente la de encontrar un lugar en un espacio ya dado, ni la de aterrizar aquí o allá unas teorías de lo político, sino más bien la de atender a cómo opera esa práctica pensante del lenguaje en la estabilización o desestabilización, en la consolidación o en la torsión, del campo mismo. Ello implica, por supuesto, atender a su relación con otras prácticas discursivas que acaecen allí, una relación que implica necesariamente una cierta pérdida de la identidad consigo de un discurso (el de la filosofía política, por ejemplo), en tanto que es del entramado de relaciones en el que se despliega, y no tanto de su intencionalidad o conciencia de sí, de lo que depende su modo de operar, de actuar en el campo de unas contingencias históricas precisas.

Quisiera entonces desplazar estos dos supuestos que encuentro implicados, de la manera antes expuesta, en la pregunta que nos convoca a esta conversación. El supuesto de la identidad de la filosofía política como disciplina académica o incluso, como modo específico de problematización y análisis de unas contingencias históricas determinadas; y el supuesto del carácter secundario, o posterior, del lenguaje en relación con el campo social en el actúa e interviene: como si este campo estuviese ya configurado de antemano y las prácticas del lenguaje se ejercitasen en situación de posterioridad o de secundariedad —no necesariamente cronológicas sino más bien ontológicas— con respecto a esta configuración, y se diesen entonces a la tarea de preguntarse con cuál de los escenarios en los que este espacio social se subdivide habría que entrar en relación, a cual de estos escenarios habría que interrogar sobre el conflicto político. Precisamente porque el lenguaje no debe pensarse como algo que acontece en un espacio social ya dado, sino como un juego de fuerzas que lo constituye y lo configura de cierto modo, la identidad consigo de una práctica discursiva, como la que podríamos en principio llamar la filosofía política, debe ser radicalmente puesta en duda. Esa es una de las consecuencias de que un quehacer filosófico concernido por lo político se confronte con textos como estos:

Pronunciamiento de la Cumbre Agraria fechado el 9 de Diciembre de 2016:

Informe de Derechos Humanos y Vulneración al Derecho Internacional Humanitario en Colombia dirigido al Presidente de Colombia el Señor Juan Manuel Santos, al Señor Ministro del Interior Juan Fernando Cristo, al señor Todd Howland Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU Derechos Humanos), al señor Carlos Alfonso Negret Mosquera Defensor del Pueblo, a los organizaciones defensoras de derechos humanos a todos los medios de comunicación y opinión pública local, nacional e internacional.

Desde la Sub Comisión de Garantías y Derechos Humanos de la Cumbre Agraria Campesina, Étnica y Popular hemos evidenciado que como producto de los procesos de Paz entre el gobierno nacional y las insurgencias armadas del ELN y las FARC-EP se ha presentado en nuestro país un descenso de las afectaciones a civiles, combatientes y bienes derivadas del conflicto armado interno. Sin embargo, ha ido en incremento los índices de violencia sociopolítica en contra de defensores de Derechos Humanos, líderes y dirigentes sociales y populares.

Lo anterior se ve agravado ante la confluencia de factores como: a. La presencia y reconfiguración del fenómeno paramilitar en los territorios; b. El regreso a las regiones de quienes en el pasado integraron las Autodefensas Unidas de Colombia [AUC] dada su puesta en libertad por pena cumplida en el marco de la aplicación de la denominada ley de justicia y paz; c. los conflictos territoriales por la existencia de megaproyectos e intereses económicos; y d. La ola de violencia política desatada contra quienes defendemos la solución política del conflicto armado colombiano. (Cumbre agraria, 2016a).

Pronunciamiento de la Cumbre Agraria fechado el 8 de Diciembre de 2016:

En profundo sentir de unidad y esperanza en el porvenir, inició el día de ayer en la ciudad de Bogotá territorio ancestral Muisca, en cabeza de los sabedores tradicionales indígenas, afrodescendientes y campesinos la Cumbre Nacional de Paz “Sembrando Esperanza, Cosechando País”.

Con la participación aproximada de 500 delegados y delegadas oficiales de todo el territorio nacional la Cumbre Nacional de Paz tiene como principal objetivo en estos 4 días fortalecer la unidad y la proyección de la acción política de la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular mediante un balance de resultados, necesidades y aprendizajes de su actuar como sujeto social y político; así como evaluar y definir estrategias de negociación con el Gobierno Nacional y la actuación de la Cumbre Agraria en los escenarios de implementación y participación de las negociaciones y acuerdos de Paz con las insurgencias de las FARC-EP y ELN.

Dentro de los temas tratados tuvo lugar el Panel Central “Paz, Tierra y Territorio en el Actual Momento Político del País” escenario donde tejimos la palabra con delegados integrantes del m ecanismo de monitoreo a cese al fuego de las FARC —EP, escuchamos un saludo— ponencia de Pablo Beltrán vocero de los diálogos con el ELN, así como las miradas y enfoques de paz de cada uno de los procesos de la Cumbre Agraria en voz de Aida Quilcue Consejera de Derechos Humanos de la ONIC, José Santos Caicedo Cabezas de PCN-ANAFRO, Lorena Bravo de Fensuagro […] Eduardo León del Congreso de los Pueblos y Olga Quintero del Movimiento Marcha Patriótica. (Cumbre agraria, 2016b).

Es indudable que estos pronunciamientos nos hablan de diversos escenarios y dinámicas que configuran los contornos de conflictos políticos actuales en Colombia: nos hablan del conflicto por el gobierno autónomo de los territorios rurales entre las comunidades que los habitan (afros, indígenas y campesinas) y grupos armados ilegales que hacen presencia en ellos, conflicto intensificado una vez que muchos de estos territorios han sido desocupados por las FARC-EP en su proceso de repliegue hacia las zonas veredales en donde se llevan a cabo los procesos de desarme, desmovilización, y los primeros pasos en la reintegración a la vida civil de sus excombatientes. Nos hablan de una característica especialmente dolorosa de la historia del conflicto armado en nuestro país, que es la connivencia con la que el Estado ha sido aliado por acción o por omisión de grupos paramilitares. Nos hablan de cómo esta alianza tiene que ver con la imposición a nivel gubernamental de un modelo de desarrollo económico extractivista frente al cual las comunidades étnicas y campesinas buscan también defender sus territorios frente a políticas públicas que son incompatibles con sus formas de organización económica, política, social, y sus planes de vida. Nos hablan, también, de escenarios de convergencia donde distintos movimientos populares en Colombia han hecho esfuerzos por articular sus trayectorias, sus luchas, y sus programas políticos, y cómo estos escenarios mantienen una relación tensa de independencia pero a la vez de intercambio con, por un lado, las insurgencias, y por otro lado, los escenarios estatales de la política electoral representativa. Nos hablan también de una cierta afectividad que parece modular la experiencia de los movimientos sociales en las contingencias de nuestro presente histórico en Colombia, y en la incertidumbre que se abre frente al rumbo de la implementación de los acuerdos de paz: una afectividad que lleva trazos de rabia por la violencia homicida que continúa descargándose sobre los movimientos populares y sus líderes y líderesas, de desconfianza hacia el gobierno, pero también de alegre afirmación de un porvenir otro que traiga consigo algunas de las transformaciones sociales, económicas y políticas que, a juicio de estos colectivos populares, requiere la construcción de una sociedad más plural, equitativa y justa.

Es indudable, también, que estos pronunciamientos que nos dicen tantas cosas sobre algunos de los lugares, los agentes, y los modos del conflicto político en Colombia hoy, se articulan en unas estrategias de los movimientos sociales por maximizar sus fuerzas, y por consolidar y visibilizar sus agendas en escenarios de enorme complejidad (en los cuales, por ejemplo, además de los conflictos ya delineados se dan también conflictos al interior de estas plataformas de convergencia en torno a temas como la relación con las insurgencias, o la participación en las instancias estatales ya institucionalizadas de representación política). En suma, es indudable que estos documentos nos informan acerca de la realidad política de nuestro país, y que responden a una intencionalidad estratégica sopesada y calculada por parte de quienes los enuncian y los firman.

Aun así, la pregunta que queda abierta y que quisiera explorar en lo que sigue, es si, además de estas funciones informativa y estratégico-intencional, estos fragmentos del archivo de la producción discursiva de los movimientos populares en Colombia (crecientemente diversificada, profusa, y compleja) pueden ser pensados como un lugar del conflicto político en nuestro país, un lugar en cierto modo irreductible a estas funciones. ¿Hay algo en la fuerza de enunciación de estos pronunciamientos, irreductible a su papel descriptivo con respecto a una situación dada, irreductible también con respecto a su papel expresivo en relación con las intenciones de los sujetos que los enuncian, que sea además relevante a la hora de pensar estos actos de habla como un lugar del conflicto político en Colombia hoy? ¿Cómo pensar este algo, y que utilidad metodológica, epistemológica o política puede tener este procedimiento propuesto acá para acotarlo y aislarlo, como un objeto de estudio y análisis específico? ¿Y ese algo, qué es? ¿Una cierta fuerza, una afectividad, un ritmo, un tono, una red de relaciones, un cierto tipo de veracidad, una promesa, un modo de interpelación?

En la era de la llamada posverdad, hemos sido testigos de una de las versiones posibles de ese carácter peligroso del discurso al que alude Foucault (1971/2004) en el epígrafe de este artículo: “¿Qué es lo que hay de peligroso en que la gente hable y que sus discursos proliferen indefinidamente?” (p. 10). Estilos de enunciación poco sofisticados, repetitivos, con la simpleza agobiante del slogan, amplificados por la fuerza de iteración de los medios masivos de comunicación, fuerza de iteración a su vez exacerbada por las redes sociales y la velocidad vertiginosa de sus retwitts y likes, han llevado a un nuevo populismo de derecha, violento y abiertamente discriminador, a ganar elecciones y posicionarse en los lugares estatales de poder político en escenarios desperdigados a lo largo y ancho del globo: el Brexit en Inglaterra, el triunfo del NO en el plebiscito para refrendar los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las FARC-EP, el más reciente triunfo de Trump en las elecciones presidenciales de EE.UU. En todos estos casos, esa fuerza performativa de unos discursos (a veces verbal, a veces visual o gestual) abiertamente insinceros y mentirosos, despreocupados del vínculo entre las intenciones de los hablantes y sus pronunciamientos, despreocupados del vínculo referencial entre lo que se dice y aquello de lo que se habla, y exclusivamente orientados por la voluntad estratégica de activar afectos en su audiencia, a través del impacto calculado de ciertas consignas e imágenes, ha tenido un impacto político visible, estremecedor, y quizás en muchos sentidos sorpresivo e inesperado.

Frente a ello, no han faltado los pronunciamientos de intelectuales públicos reconocidos que han culpado de estas debacles históricas a esas peligrosas y dañinas escuelas de las ciencias sociales de herencia estructuralista y posestructuralista que habrían contribuido a producir este malestar de la cultura en donde habrían acabado por triunfar de una manera un tanto ramplona el relativismo y el nihilismo que ellas promoviesen con encumbrada sofisticación intelectual desde los estrados de la academia. Ese relativismo y nihilismo (así continúa este tipo de sentencia de más de un juez de los saberes), en virtud del cual no importa la veracidad de un discurso sino sólo sus efectos en la conquista descarnada de las instancias de ejercicio del poder político; y no importa la sinceridad con la que nos hablamos unos a otros sino la manipulación de los deseos y las conciencias para hacer efectiva esa conquista a través de las contiendas electorales cada vez más mediáticamente espectacularizadas. Después de escuchar la sentencia de estos policías de las ciencias sociales que claman con una nostalgia moralista por el retorno a esas figuras perdidas de la Verdad y de la Sinceridad, con mayúsculas, debemos dirigirles una cauta vigilancia crítica: ¿cuántas violencias epistémicas y materiales no ha conocido la historia durante el despliegue y predominio de esa Verdad, cuántas formas de exclusión y marginalización no se han configurado históricamente, en tantos escenarios diversos, por la autoridad normativa conferida a esa forma privilegiada de ser un sujeto implicada en esa Sinceridad, un sujeto presuntamente transparente ante sí mismo en la conciencia, y plenamente soberano de sus deseos, acciones y palabras? El camino a seguir en esta incierta contingencia histórica de la posverdad no ha de llevarnos al retorno moralista, acrítico y nostálgico a ciertas figuras históricas de la Verdad y de la Sinceridad que, desde Nietzsche y Marx, han sido problematizadas por sus desatendidos efectos histórico-políticos. Más bien, la tarea debe ser la de precisar nuestra comprensión de otras formas posibles de veracidad y de responsabilidad ético-política, en el ejercicio y la práctica del discurso; y el de intensificar y potenciar su práctica.

Es ese el alcance teórico que, en una perspectiva global, tiene para mí el reto de pensar el discurso de los movimientos sociales en Colombia, como lugar del conflicto político, realizando ese procedimiento de re-enfoque que busca atender a algo en su fuerza enunciativa, que es política y éticamente relevante, y que termina siendo no obstante irreductible a la función denotativa, o a la función estratégico-expresiva de estos discursos; a su función de decirnos algo acerca de una realidad ya dada ahí, o a su función de darnos acceso a las intenciones estratégicas de un sujeto individual o colectivo (aún si este se piensa como heterogéneo, colectivo y dinámico). Creo que operado este procedimiento de re-enfoque en nuestra apreciación de la producción discursiva de los movimientos sociales, se abre un horizonte fecundo para pensar otras formas de veracidad y de responsabilidad ético-política que no implican un retorno a figuras clásicas y metafísicas de la Verdad como correspondencia o adecuación entre el lenguaje y la realidad, o de la Sinceridad, como vínculo en virtud del cual una intencionalidad habría de gobernar de manera soberana e inequívoca sus enunciados y lo que éstos hacen en el mundo.

Habría que retornar entonces desde otro ángulo a esa pregunta planteada por Foucault (1971/2004) hace ya algunas décadas: “¿qué es lo que hay de peligroso en el hecho de que la gente hable y que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿Dónde está el peligro?” ( p. 10). Hay algo paradójico en el hecho de que esta peligrosidad del discurso evidenciada en los alcances del slogan trivial y vacuo que es reiterado de manera agresiva, mediática, y maquinal para exacerbar los más mezquinos e inmunitarios afectos, esta peligrosidad del discurso que ha puesto en jaque los valores normativos de la democracia liberal a la vez que ha usado con sorpresiva eficiencia sus formas jurídicas e institucionales para conquistar el poder político estatal en las contiendas electorales y las instancias de representación gubernamental y parlamentaria, es paradójico que este discurso peligroso haya terminado siendo en esta deriva el canal de una soberanía desatada. El canal de la aplicación arbitraria de la ley como escudo de protección inmunitaria frente a los otros; de la nación como cuerpo homogéneo de creencias, valores y sentimientos; de la justicia en el cumplimiento de la ley como canal del odio y la venganza. Esta peligrosidad del discurso se ha revelado entonces como una intensificación descarnada de la pulsión conservadora del orden, de la alergia a la diferencia, del pavor a la pluralidad y a la alteración de una comprensión dominante de la realidad. Es decir, una intensificación de todo aquello en contra de lo cual un pensador como Foucault vio que se podía potenciar una práctica política que atendiese a la materialidad del discurso en su dispersión histórica: contra la fijeza de una identidad inmune al juego de la diferencia, contra la presunta autoevidencia de una totalidad cerrada sobre sí misma alérgica a la alteridad, contra la despolitización a la que puede conducir el paralizante consenso del bienestar, el desarrollo y el progreso. Sólo que un pensador como Foucault detectó esos adversarios políticos en la sensibilidad cándida y moralista asociada al ideal normativo del liberalismo político, generador de buenas conciencias mientras el capitalismo desplegaba la violencia de su homogenización y normalización (multicultural), de su despojo colonial (humanitario y en defensa de la libertad), de su exacerbación de la inequidad socio-económica (en el nombre del crecimiento y el bienestar que gotea de arriba abajo y nos termina por mojar a todos).

La peligrosa materialidad del discurso se evidencia hoy, aquí y allá, en un capitalismo neoliberal populista despojado de esa cándida faz normativa, desvergonzado a la hora de mostrar sus dientes de bestia cuasi monstruosa. Es hora de que pensemos cómo y en dónde se pueden estar reorientando las fuerzas de la peligrosidad del discurso, movilizando otros afectos, y produciendo otro tipo de efectos en la configuración de lo social. Es allí donde el discurso hoy se abre como escenario del conflicto político. Es en esta perspectiva, entonces, que hay que re-enfocar la atención a la producción discursiva, intensa, continua, profusa, de los movimientos sociales en un escenario coyuntural como el de la construcción de paz en Colombia hoy. Para ello, en este artículo procederé en tres pasos: en primer lugar, es preciso primero perfilar una perspectiva teórica que nos ayude a comprender mejor la relación entre el lenguaje y la configuración de lo social (de tal modo que ya no podremos pensar a lo social simplemente como un espacio puesto ahí y compartimentalizado , donde el primero ha de buscar el lugar y el modo más adecuado para pensar el conflicto político allí desplegado). En segundo lugar, es preciso mostrar cómo esta perspectiva, llamémosla así, posestructuralista, pone en jaque, ciertamente, unas figuras históricamente dominantes de la Verdad y de la Sinceridad, pero lo hace no en la dirección del relativismo epistemológico y el nihilismo ético-político, sino todo lo contrario, lo hace en el impulso de la necesidad histórica de repensar de otro modo las experiencias de la veracidad, y de la responsabilidad. Finalmente, haremos una breve reflexión sobre lo que eso implica a la hora de pensar el modo de interpelación en el cual un discurso filosófico puede entrar en relación con el discurso de militancia política de los colectivos populares, y cómo es preciso allí que se de una cierta expropiación, una cierta pérdida de sí, del primero.

Ontologías de lo político en disputa: una vuelta a la crítica de Habermas a Foucault

Es diciente que las sospechas dirigidas por los policías del saber contemporáneos, erguidos y en posición de alerta, bolillo en mano, ante la alarma de la así llamada era de la posverdad, relanzan en contra de las propuestas teóricas de corte posestructuralista más o menos las mismas objeciones que en su momento, hacia comienzos de los años ochenta, articulara Habermas en su discusión con pensadores como Derrida y Foucault. Recordemos que en su ya célebre discusión con el trabajo de Michel Foucault, Habermas (2008) le reprocha al proyecto filosófico del francés el ser, palabras más, palabras menos, relativista y nihilista . Relativista porque, según Habermas, Foucault abandonaría del todo la pregunta por las condiciones de validez epistemológica que nos permiten evaluar a ciertos discursos como más o menos veraces que otros, reduciendo el análisis de los discursos, y entre estos de manera privilegiada, de los discursos de las ciencias, a sus efectos de poder. Nihilista, porque abandonaría la pregunta por la legitimidad de las nociones normativas que habrían de orientar nuestras decisiones éticas y políticas, reduciendo lo ético-político a un campo estratégico de luchas y antagonismos incesantes, campo móvil y contingente donde las acciones de los adversarios sólo podrían evaluarse, ya no con base en un horizonte normativo tenido en común para medir lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, sino a partir de sus condiciones de posibilidad y sus efectos en un campo de relaciones de fuerza (condiciones y efectos cuya evaluación es inseparable de la singularidad de la perspectiva de quienes actúan en ese campo conflictivo). Así, argumenta Habermas (2008), la apuesta filosófica de Foucault parecería quedar paralizada en una suerte de contradicción performativa: una ciencia social que nos ofrece una interpretación de ciertos aspectos de nuestra historia y de nuestro presente, pero que renuncia a cualquier criterio de validez epistemológica en virtud del cual esta interpretación podría defenderse como más veraz o adecuada en relación con aquello que describe, que otras; una exigencia ético-política, la de confrontar aquellos dispositivos de poder-saber que nos sujetan, que no obstante resulta incapaz de defender como mejor o más justo que cualquier otro el curso de acción al que pareciera convocarnos. ¿Para qué entonces teorizar, para qué entonces actuar, una vez abdicadas de este modo la verdad y la justicia? ¿Más aún, no está ya condenada de entrada una perspectiva filosófica así a la parálisis y el indiferentismo?

Sería interesante preguntarse cómo esta lectura crítica que hace Habermas (2008) de Foucault ha resultado por tener una influencia muy incisiva en nuestro medio (la filosofía en Colombia), con el efecto de neutralizar los retos que el trabajo de filósofos como Foucault, Derrida o Deleuze, le plantean a un cierto sentido común que, de herencia contractualista, tiende aún a dominar nuestro horizonte de reflexión y comprensión de lo ético y lo político; neutralización que se ha valido de manera muy desafortunada de un uso proliferante y vociferante, y a la vez extremadamente laxo y poco riguroso, del casi siempre peyorativo adjetivo de posmoderno. Esta influencia se ha hecho sentir mucho antes de que a nivel global y local los intelectuales que se abrogan la defensa de los valores de la democracia liberal, hayan resurgido ante la euforia algo trágica suscitada por el escándalo de la posverdad, y los triunfos y derrotas en la política electoral que resuenan en éste. No es este el lugar para emprender este análisis en lo que sería un interesante capítulo en la historia reciente de nuestra atmósfera intelectual, y de las prácticas discursivas en esa institución a la que podríamos referirnos como la filosofía académica en Colombia. Tampoco me interesa entrar en una argumentación exhaustiva y detallada con el texto de Habermas (2008), desarrollando in extenso los argumentos a partir de los cuales se podrían considerar como desatinadas sus críticas: por un lado, que la afirmación de una historicidad radical del discurso no implica el indiferentismo relativista del “todos los discursos dan lo mismo” en tanto que despliegan relaciones de poder, pues los efectos de los discursos en un campo histórico son diferenciables y diferenciados precisamente desde el punto de vista de lo que hacen, de su fuerza performativa, de su funcionamiento en una situación histórica específica, de sus efectos; por otro lado, que la crítica a una concepción normativa de la relación entre la filosofía y la praxis ético-política, lejos de abocarnos a un “todo vale” nos pone frente a una exigencia para con nuestra situación histórica redoblada, en tanto nos llama a una actitud de permanente vigilancia ante las violencias epistémicas y lingüísticas implicadas en el horizonte de sentido que habitamos; por lo cual nuestro deber hacia nosotros mismos, hacia los otros, o hacia nuestro presente histórico, pierde el asidero de los valores preponderantemente legitimados en ese horizonte de sentido, pero no su urgencia.

Sin querer profundizar en esta línea de contra argumentación, me interesaría más bien explorar acá dos hipótesis: la primera es que sería necesario volver sobre esta crítica de Habermas a Foucault desde la pregunta por cuál es la ontología de lo político que pone en juego, y la subsecuente pregunta acerca de si el trabajo filosófico de Foucault no se esfuerza por movilizar, justamente, una ontología de lo político tan radicalmente otra que la discusión acá planteada habría de apreciarse mejor en este registro. Por ontología de lo político entiendo lo siguiente: al menos desde Aristóteles es un lugar común del pensamiento político en Occidente que el lenguaje es una condición decisiva del ser unos con otros en un ser-con cuyo destino nos concierne; es en este sentido una condición de lo político si por esto entendemos el problema de la conformación de un mundo en común con otros. Pero en este lugar común se anida una pregunta inquietante: ¿Cómo hemos de entender, de manera precisa, el modo como el lenguaje hace posible y condiciona este ser unos con otros? Más aún, ¿Cómo hemos de entender el modo como el lenguaje hace posible y condiciona que en ese ser con otros, nos constituyamos cada quien como un sí mismo, como un sujeto? Una ontología de lo político es, pues, una comprensión de la relación entre el lenguaje, el sujeto y el mundo en común. Quisiera que esta alusión a la crítica de Habermas a Foucault nos lleve a pensar, entonces, sobre la diferencia decisiva entre las ontologías de lo político en las que se despliega cada una de sus perspectivas filosóficas.

La segunda hipótesis que quisiera sugerir, es que esta otra ontología de lo político de perfil, llamémoslo así, posestructuralista, no abandona, de ninguna manera, la exigencia de la verdad o de la justicia, sino que desplaza dicha exigencia de manera drástica. Para comprender este desplazamiento sugiero volver sobre los retos epistemológicos que el pensamiento de Marx le planteó a la comprensión de lo político; y sobre algunas ambivalencias en las que este pensamiento se ve arrojado al confrontar dichos retos. Así, para explorar esta segunda hipótesis me propongo volver sobre algunas líneas de reflexión abiertas por la lectura de Marx que Derrida aventura en Espectros de Marx.

Trazarse esta ruta implica enfatizar algunas convergencias de orientación entre el trabajo de Foucault y el trabajo de Derrida, que nos permitan situarlos en una ontología de lo político que planteamos como alternativa a aquella desde la cual habla un discurso como el de Habermas. Y en segundo lugar, esta ruta implica enfatizar una influencia decisiva del pensamiento de Marx en estos dos pensadores posestructuralistas franceses. Para acentuar esta convergencia me atrevería a decir que, en la estela de Marx (y por supuesto también de Nietzsche, pero eso es otro tema que excede los alcances de este artículo) el aporte del pensamiento político posestructuralista consiste en pensar de otro modo la relación entre el lenguaje, la constitución del sujeto, y la configuración del ser-en-común; de otro modo a como ésta relación se ha pensado en otras dos tradiciones que atraviesan y modulan la comprensión de lo político en la historia de la filosofía occidental. La primera de estas tradiciones es de procedencia Aristotélica, y podríamos llamarla la concepción deliberativa: ¿Qué ontología de lo político está implicada acá? Lo primero es que el lenguaje es concebido acá como el privilegio del sujeto capaz para la política, es decir, el lenguaje es aquello que le confiere al sujeto político su identidad como tal (en exclusión de otros muchos). Hay unos sujetos que tienen el privilegio del habla (logos) en virtud del cual pueden alcanzar conjuntamente un horizonte de sentido compartido que será el fundamento de las normas comunes. Lo segundo es que lo político se concibe como el espacio de relaciones entre esos sujetos, un espacio propiciado por esas normas comunes deliberativamente consensuadas que su capacidad como animales parlantes les permite establecer de manera consensuada. Estos dos rasgos están ya implícitos en la definición Aristotélica del ser humano como zoon politikon.

La segunda ontología de lo político sumamente influyente en la historia de la filosofía occidental es la que podríamos llamar epistocrática: el principal contraste con la anterior tradición, es que el lenguaje acá no es el espacio de construcción conjunta del sentido, de lo que se acepta como válido y razonable entre quienes hablan; el lenguaje, más bien, es lo que permite fijar de tal manera el sentido de ciertas palabras, y validar a través de ciertos criterios de racionalidad o de cientificidad axiomáticos ese sentido sobre otros posibles, que estas palabras se vuelven así el fundamento normativo de la soberanía, esto es, del poder de quien hace las leyes y emplea de modo legítimo la fuerza, si es necesario, para hacerlas cumplir. Es el modelo del rey-filósofo platónico, que en virtud de su comprensión excepcional, científica, del bien tiene la potestad para gobernar; es también, desde cierta lectura, el modelo de la ciencia política hobbesiana, como detallaré a continuación:1 para que haya ley, es decir, un poder común capaz de hacer leyes y de hacerlas cumplir en el ejercicio de una fuerza considerada como legítima, es necesario primero superar la guerra semántica, la perniciosa proliferación del sentido que acecha a nociones como las de ley, justicia, deber; es necesario una ciencia que fije el sentido de esos términos con rigurosidad inobjetable y sólo sobre la base de ese fundamento de verdad podrá erigirse el poder soberano del Leviatán. A pesar de este contraste, entre la concepción deliberativa y la concepción epistocrática de la relación entre el lenguaje, el sujeto y el ser en común, ha habido siempre complejas intersecciones; intersecciones que pueden tener que ver con los supuestos que en el fondo comparten:

i) el ser en común con otros como relación política es posible en tanto que haya un horizonte de sentido estable, un contexto común de criterios lingüísticos y epistémicos cuya validez general es, o ha de ser, acatada por todos los sujetos;

ii) las leyes comunes inscritas en instituciones destinadas a hacerlas cumplir reciben su legitimidad de este régimen de sentido imperante que regula las relaciones sociales;

iii) el sujeto adquiere su identidad como sujeto político, como ciudadano, por ejemplo, en la medida en que el lenguaje que habla sea inteligible y razonable en ese régimen de sentido.

Que Hobbes sea el primer pensador político moderno del contrato, y el primer pensador político moderno de una ciencia de la política erguida bajo el modelo de cientificidad de las matemáticas y la física, es una señal de un estrecho encabalgamiento que en la historia de las sociedades occidentales modernas se ha dado entre estas dos ontologías de lo político: la de la concepción deliberativa, y la de la concepción epistocrática del papel que juega el lenguaje en la configuración de lo social.

Ahora bien, Foucault y Derrida comparten una ontología de lo político que se figura de un tercer modo, significativamente distinto a los dos anteriores, la relación entre el lenguaje, el sujeto (quiénes somos), y el ser en común (cómo se articulan y modulan las relaciones entre unos y otros); a este tercer modo podríamos llamarlo histórico-crítico. En esta ontología de lo político el ser con otros se concibe como configurado en un juego de fuerzas que se estabiliza en un régimen de sentido históricamente dominante, régimen de sentido que es impersonal y que excede la voluntad de los individuos que se encuentran arrojados en éste. Esta historicidad impersonal del régimen de sentido que delimita en una situación histórica unas coordenadas de lo razonable y lo comprensible, implica que ese horizonte de sentido tenido en común como condición del ser en común, no se instaura a partir del acto colectivo y recíproco del contrato, ni del consenso propiciado por una voluntad colectiva instaurada en la deliberación de unos con otros (como sostiene la concepción deliberativa); ese régimen de sentido recibe su fuerza del devenir histórico, del acaecer del tiempo histórico, y de las relaciones de poder allí sedimentadas. Es, por lo tanto, históricamente contingente, inestable y transformable, y no (como lo sostiene la concepción epistocrática y su correlativa ontología de lo político) necesario en virtud de unos criterios epistemológicos de validez presuntamente autónomos, esto es, presuntamente independientes de la historicidad y la temporalidad que modulan la experiencia social. Finalmente, esta concepción histórico-crítica de la relación entre el lenguaje, el sujeto y el ser-en-común, a diferencia de las dos concepciones anteriores, concibe al lenguaje en su historicidad no tanto como aquello que posibilita la identidad y la mismidad consigo del sujeto político (el ciudadano) o de la comunidad política (el Estado-nación o el conjunto de naciones que se acogen al derecho internacional); el lenguaje en su historicidad nos expone a un juego de fuerzas que socavan y desestabilizan, de manera ineludible, esta identidad del sujeto político y de la comunidad política. La guerra semántica a la que Hobbes se propone poner fin con su nueva ciencia política, la fatal inestabilidad y diseminación del sentido, es la historia; y de esta inmanencia del acontecer del tiempo histórico, no hay salida. Cada una de estas ontologías de lo político, la deliberativa y la epistocrática en un costado, y la histórico-crítica en el otro, marcan así una diferencia entre el Estado, en el primer caso, y la historicidad de lo social, en el segundo, como claves prioritarias de comprensión de lo político.

La ciencia del estado vs. la ciencia de la historia: dos modos de la promesa en la configuración de lo político

Pero la afirmación de esta sin salida, no implica de ninguna manera un nihilismo. Ni tampoco, como Habermas (2008) lo sostiene en relación con Foucault, un “cripto-normativismo”, es decir, una dependencia de ciertas nociones normativas (de justicia, de igualdad, de libertad) que seguirían siendo operativas en el pensamiento de Foucault, sugiere Habermas, aun cuando éste se rehúse de manera reprochable a reconocerlas, a examinarlas, a precisarlas (p. 309). De hecho, así es como Habermas se aventura a trazar una presunta diferencia entre las teorizaciones críticas de la sociedad en Marx y en Foucault. Mientras la teoría crítica de Marx, sostiene Habermas, afirmaría la necesidad de una lucha política transformadora del orden social, y lo haría sobre la base de los principios normativos de la cultura política de la Ilustración, Foucault pareciera querer renunciar a esas nociones normativas de las cuales, sin embargo, no podría en últimas escapar si aún quiere afirmar, como lo hace, que “hay que luchar contra ciertas formas de ejercicio del poder” (p. 310). La implicación es que no puede haber una exigencia ético-política, una experiencia del hay que hacer tal o cual cosa, un deber que nos solicita, que no dependa de unas nociones normativas semánticamente estabilizadas (de justicia, igualdad o libertad). Pero en esa ontología de lo político que caracterizamos como histórico-crítica (en contraste con la deliberativa o la epistocrática), cualquier noción normativa adquiere su significado su fuerza performativa para hacer cosas en el mundo, en la historicidad de un régimen de sentido dominante; cualquier posibilidad de transformación social implica, por ello, esa apertura del devenir histórico en virtud de la cual el régimen de sentido que habitamos es contingente, contestable, transformable, y por lo tanto, dicha posibilidad de transformación no puede depender de la estabilidad (no importa cuán relativa, cuan provisional, cuan abierta a una infinita perfectibilidad) del significado de unos valores o nociones normativas asentadas en un horizonte de sentido tenido en común.

La exigencia ético-política para con nuestra situación histórica exige más bien la puesta en cuestión del significado históricamente sedimentado, de cualquier principio normativo. En este sentido, la concepción histórico-crítica de la relación entre el lenguaje, el sujeto y el ser en común y la ontología de lo político implicada en ella, nos confronta con el reto de pensar una experiencia no normativa de la responsabilidad ética y política, y de pensar cuál es entonces el tipo de exigencia en la que esta responsabilidad se configura, una que ya no tiene que ver con la estabilidad (no importa cuán cualificada y matizada) de unas nociones normativas, sino con una cierta relación con el devenir histórico, con el acaecer del tiempo histórico. Marx es sin duda uno de los predecesores más importantes de esta concepción histórico-crítica de la relación entre el lenguaje y el ser en común, y de la ontología política alternativa que le es correlativa: cualquier noción normativa imperante en un contexto histórico (no importa cuán sagrada se la considere), ha de verse expuesta a una interminable labor crítica que socave y fracture su sentido: es la labor crítica a la que Marx y Engels (1848/2012) apuntan, a su manera, cuando sentencia que “las ideas dominantes de una época nunca han sido otra cosa que las de la clase dominante […]” (p. 76). Pero esto implica también, entre otras cosas, que la lectura que Habermas sugiere de Marx es desatinada, al hacerlo pasar (en contraste con Foucault) como un pensador normativo de lo político.

¿Cómo pensar esta exigencia ético-política para con nuestra situación histórica, si ésta ya no puede sustentarse en el significado más o menos estable (si bien perfectible) de unas nociones normativas, comúnmente acogidas? Un posible camino para intentar trasegar esta pregunta, nos lo abre la exploración del contraste entre las ontologías de lo político que están en juego en la concepción epistocrática, la deliberativa y la histórico crítica de la relación entre el lenguaje, el sujeto y el ser en común. Pero esta vez prestando especial atención a cómo se modula en cada una de ellas la relación entre el lenguaje, la historia y la promesa. Una primera aproximación a la lectura que Derrida aventura del pensamiento de Marx en Espectros de Marx, puede ayudarnos a trazar esta diferencia, remarcando el contraste entre la figura de la promesa asociada al lenguaje y al movimiento histórico, que emerge allí, y otra figura de la promesa, inaugurada con una notable nitidez por el pensamiento de Hobbes. Hobbes expresa de manera poderosa en tres llamativos pasajes de su obra una comprensión del vínculo entre el lenguaje, la historia y la promesa como categoría ético-política. Primero, cuando afirma en la “Dedicatoria” a El ciudadano (1642/2005) que la causa de la guerra civil que desangra su patria es el hecho de que todavía no se haya construido una ciencia política capaz de producir un conocimiento certero y preciso sobre la ley, la justicia, el deber, y de la consecuente inestabilidad y ambigüedad semántica que conduce a una peligrosa diseminación del sentido en perspectivas y opiniones dispares, contradictorias entre sí. Nos estamos matando unos a otros, sostiene Hobbes, porque no hemos aún producido el conocimiento científico certero que aclare y fije de una vez por todas el significado de estas palabras: ley, justicia, deber. Y esa es la tarea de la nueva ciencia política que se propone construir. El lenguaje, pues, como un conjunto de palabras cuyo significado preciso y exento de equívocos hay que determinar y fijar para producir un conocimiento científico de las acciones e instituciones humanas que garantice la contención de esa diseminación semántica que produce guerra (Hobbes 1651/1983, p. 3).2

Segundo, cuando conceptualizando lo que implica el viraje de la guerra de todos contra todos en el estado de naturaleza, al establecimiento del Leviatán y de un poder común (soberano) con fuerza de hacer ley y hacerla cumplir, Hobbes (1651/1983) le da una centralidad decisiva a la promesa, como aquel acto en virtud del cual el ser humano puede permanecer idéntico a sí mismo, sin entrar en contradicción consigo mismo; así, con la promesa aparece la obligación: las palabras con las que se expresa la promesa en el pacto son lazos que obligan (p. 108), pero como son lazos débiles, exigen del poder intimidante de la espada del soberano que garantice su cumplimiento.3 Y son lazos de obligación que dependen en últimas del principio lógico de la no contradicción: una promesa incumplida es el equivalente, dice Hobbes, de lo que los lógicos llaman absurdo.4 La promesa, pues, como la identidad y mismidad del sujeto consigo mismo en la que se funda, como condición y como efecto, el poder soberano de hacer ley y hacerla cumplir. Y tercero, la historia como un movimiento que hay que encauzar y direccionar con la fuerza normativa de un deber ser, en este caso, un deber ser científicamente cimentado con esta filosofía moral finalmente enderezada por el camino exitoso de las otras ciencias (la geometría y la física). La historia como un movimiento azaroso y anárquico que hay que intervenir, direccionar y conducir a partir de los principios racionales y certeros de la nueva ciencia de lo político. Esta comprensión de la relación entre lenguaje, historia y promesa que Hobbes introduce con una impresionante nitidez sigue siendo de varias maneras dominante en nuestra comprensión de la esfera de lo político y del sujeto ético que la ha de habitar. De esa nueva ciencia política que Hobbes se propone inaugurar para fundar y defender la soberanía estatal, a la ciencia económica altamente matematizada y formalizada que sirve hoy de criterio de verdad en las prácticas gubernamentales y el diseño de políticas públicas, se mantiene la modulación de un uso del lenguaje que busca fijar unívocamente el significado de las palabras en el conocimiento verdadero de lo que es (¿qué es la ley, la justicia, el deber?, eran las preguntas de Hobbes; ¿qué es el desarrollo?, ¿qué es el bienestar de la población?, ¿Qué es un sujeto productivo?, ¿Qué es la paz? son las preguntas de hoy); y se mantiene también la figura de un sujeto idéntico a sí mismo y predecible en su conducta en virtud de esta mismidad consigo como la condición y efecto de la producción contractual de un orden social.

Ahora bien, la lectura que hace Derrida (1998) de Marx se orienta por el impulso de trazar una diferencia entre ésta, y otra posible comprensión y práctica del vínculo entre lenguaje, la historia y la promesa. Una en la que la fuerza transformadora del lenguaje que puede orientarnos en la inquietud ético-política, es la fuerza de la alteración en la repetición, y no de la fijación definitiva del sentido; una en la que la promesa no es condición y efecto de la mismidad e identidad del sujeto consigo mismo, sino la potencia de transformación del sí mismo y de su mundo en la exposición de un sujeto individual o colectivo a la alteridad del lenguaje, de la historia, del ser con otros (siempre hay un grado de involuntariedad, de exceso con respecto a la voluntad individual y su libero arbitrio, en el arrojamiento en el que el lenguaje y la historia nos condicionan). En fin, una modulación distinta de este vínculo entre lenguaje, historia y promesa, donde el azar de la historia no sea aquello que hay que intencionalmente encauzar y enderezar con miras a la teleología de un proyecto racional, sino un don que la historicidad misma de nuestra experiencia arrastra consigo y pone indefinidamente en movimiento, y que no depende enteramente de la intencionalidad subjetiva de un individuo o de un grupo; pero que mantiene siempre abierta, e insistente, la posibilidad de otro por venir. Y al trazar esta diferencia entre una modulación y otra del vínculo entre lenguaje, historia y promesa, Derrida se enfrenta con una herencia de Marx que pareciera desplegarse a veces en una, a veces en otra, de estas dispares ontologías de lo político cuya tipología hemos esbozado.

Sin duda, el pensamiento de Marx es subsidiario de una ontología de lo político asociada a una comprensión cientificista de la relación entre el lenguaje y ser en común. Por otro lado, en el pensamiento de Marx emerge otra figura de la promesa, en donde la responsabilidad para con nuestro presente se configura en una cierta relación con el acontecer del tiempo histórico, y con la historicidad irreductible de cualquier horizonte normativo; historicidad en virtud de la cual las nociones que configuran ese horizonte han de verse expuestas a una crítica interminable. Vemos esta oscilación entre lo que podríamos llamar el gesto científico y el gesto crítico en el pensamiento de Marx, de manera condensada, en la doble estrategia argumentativa expuesta en el Manifiesto (1848/2012). Una estrategia que se esfuerza, por un lado, en distinguir entre el fantasma del comunismo, esto es, las concepciones vagas, ilusorias, difusas que de éste tienen y promulgan sus adversarios que le temen y organizan en su contra una “santa alianza”, y, por el otro lado, el verdadero sentido del Comunismo que el Manifiesto busca esclarecer y precisar, mostrando cómo éste está asociado a una realidad histórica efectiva que se anuncia según la lógica de un proceso que una adecuada comprensión de la historia pone en evidencia. Se trata entonces para Marx, en este momento, de precisar y definir de manera certera qué es el comunismo, de estabilizar el sentido de este término apelando al valor de la verdad, y más aún, a una verdad que responde a una figura ontológica específica que es la de la esencia; no en ninguna acepción esotérica u oscurantista de ese término, sino en la acepción precisa que los griegos y Platón más que ninguno de ellos le da a la ousía, a la esencia: la ousía de algo, de x, es lo que responde a la pregunta ¿qué es x? Este valor de verdad al que apela Marx, presupone la oposición ontológica entre lo que es y lo que no es, y sostiene que la verdad sólo se dice de lo que es, del ser como presencia; lo que lleva a Derrida (1998) a insinuar una cierta afinidad entre el pensamiento de Marx y la ontología Platónica: “Marx paradójico heredero de Platón” (p. 143).

Pero, por otro lado, aparte de esta voluntad de verdad y de fijación del sentido se trata también en el Marx del Manifiesto de otro gesto, el gesto histórico-crítico. Es decir, el trabajo crítico de un pensamiento que desestabiliza el significado presuntamente evidente de los valores que se esgrimen como últimos y definitivos a la hora de diagnosticar la amenaza del comunismo, develando una historicidad que tiende a desconocerse en los discursos que los esgrimen: la libertad, la individualidad, la propiedad y, sobre todo, el legado de una cultura. En este gesto ya no se trata de oponer la verdad del comunismo a su imagen ficticia, ilusoria. Ya no se trata tanto de distinguir bien y de manera inequívoca entre la verdad y la mentira, entre la realidad y la ilusión. Se trata, más bien, del despliegue de un pensamiento crítico de su presente histórico que se la juega por la transformación social, y lanazado a ese juego se da a la tarea de desestabilizar un régimen de sentido dominante mostrando la historicidad y la politicidad que lo hace posible, pero que éste régimen desconoce, con el fin de mantener abierto el por venir. Este régimen de sentido dominante en su conjunto es lo que, nos dice Marx, se entiende en un presente histórico dado por la cultura. El por venir requiere, sostiene esta veta del discurso de Marx, que haya que romper entonces de manera radical con esta tradición cultural, con sus valores, con lo que las palabras que mientan estos valores han significado hasta ahora (individualidad, libertad, propiedad, familia). Esta ruptura con el pasado de la cultura, que ha de ser, piensa este Marx, irreversible.5

Necesidad histórica teleológica, o necesidad histórica ético-política: ¿otra figura del deber y de la verdad?

En su lectura de Marx Derrida, resistiendo ese impulso escatológico que llama a un corte irreversible con el pasado de la cultura que habitamos, insiste en que para reactivar el potencial ético y político del pensamiento de Marx en un momento histórico en el que ciertos discursos hegemónicos proclaman a los cuatro vientos su muerte como realidad efectiva de la historia (la beligerante tesis de Fukuyama del fin de la historia tras la caída de la Unión Soviética, del muro de Berlín y el final de la guerra fría), para ello es necesario reflexionar sobre cómo nos relacionamos con este pensamiento en el momento en el que se lo asume como parte de la herencia de una cultura, de una cultura que tendríamos que reclamar como nuestra, de una manera o de otra. Esto implica, a contrapelo de esa escatología que en el pensamiento de Marx, por momentos, aboga por un nuevo comienzo absoluto, por un corte irreversible entre el pasado y el por venir, reconocer que estar arrojados en el lenguaje y en su historicidad, es siempre estar situados en una herencia. El trabajo con el lenguaje, en el lenguaje, es siempre un trabajo con la herencia de una cultura.

Como heredero, Derrida insiste en que hay que problematizar en un distanciamiento crítico del pensamiento de Marx, no solamente esta escatología de un nuevo comienzo absoluto, sino también dos oposiciones correlativas que este pensamiento se esforzó en defender: la oposición ontológica entre lo que es y lo que no es, que en el caso del pensamiento de Marx adquiere la forma de una diferencia entre la realidad efectiva de las condiciones materiales y económicas que determinan el devenir histórico, y, por otro lado, la idealidad del lenguaje y de aquellos actos del lenguaje que circulan en la historia configurando una cultura, es decir, las palabras de los muertos. Y, por otro lado, la oposición epistemológica entre el verdadero sentido de una palabra o de una acción (la palabra comunismo, o la revolución como acción política transformadora de la historia), y su simulacro, su copia pervertida y deformada. En otras palabras, Derrida enfatiza la siguiente paradoja: para reactivar la potencia ética y política del pensamiento de Marx con el fin de que se pueda, a partir de este pensamiento, pensar en una apertura de la historia en un momento en que los discursos hegemónicos y dominantes que se consolidan en la alianza entre el liberalismo económico y el liberalismo político, entre el Estado como instancia de reproducción y concentración del capital y una concepción restringida de la democracia soldada al régimen de la democracia representativa del Estado liberal, para que el pensamiento de Marx nos ayude a resistir esta hegemonía y la clausura de la historia que ésta proclama triunfante, hay que voltear a este pensamiento en contra de sí mismo, hay que leerlo en contravía de al menos dos de sus postulados ontológicos y epistemológicos más preciados: la oposición entre lo que es y lo que no es; y la oposición entre verdad y simulacro, entre ciencia y ficción. Esto quiere decir también, que sólo podemos reactivar la potencia ético-política del pensamiento de Marx, si disociamos a este pensamiento y al nombre propio que lo firma, de su identidad y mismidad consigo mismo, si nos dejamos interpelar por más de un Marx.

A Derrida le obsesiona esta fuerza de interpelación del pensamiento de Marx, la manera como aún nos puede inquietar, confrontar, impulsar. Su pregunta es cómo pensar las repercusiones éticas y políticas de esta fuerza de interpelación, y lo que aún nos puede enseñar con respecto a las preguntas que nos hacemos, acerca de cómo vivir, de cómo luchar con otros por otra forma de organización social. Esta fuerza de interpelación tiene que ver, no en términos de su contenido temático, sino en términos de su intensidad de enunciación, con el valor de verdad al que apela el pensamiento de Marx en su registro cientificista. Por lo tanto, la atenuaríamos si simplemente dijéramos que hay que leer selectivamente los textos de Marx de tal manera que nos quedamos con el gesto crítico de su pensamiento, pero no con el gesto más cientificista. La atenuaríamos también si dijéramos que nos quedamos con el mero gesto transformador que sus textos movilizan, pero vaciándolos del contenido de la ciencia de la historia que se esforzó por construir para afirmar la necesidad de otro nuevo comienzo de la historia, la necesidad de otra sociedad con otro tipo de relaciones entre unos y otros. La atenuaríamos diciendo que cualquier uso o lectura creativos de Marx, cualquier interpretación creativa hecha posible por la iterabilidad de la escritura y su manera de repetirse y alterarse en la historia, son igualmente bienvenidos siempre y cuando no inciten a la violencia. La lectura de Derrida llama nuestra atención ante el peligro de hacer de los textos de Marx una pieza de museo, un objeto de escrúpulo académico, que se desprende de la celebración relativista de una feliz y creativa polisemia interpretativa de los textos de Marx una vez que la ideología imperante en el capitalismo tardío le ha sentenciado la muerte al Marxismo como un pensamiento productor y transformador de la historia. Sería demasiado trivial, y hasta indecente en un contexto como el nuestro, en Colombia, donde el discurso de Marx sigue de maneras tan diversas, aunque siempre indirectas y oblicuas, alimentando la acción política de muchas luchas populares. Y además de trivial e indecente, sería domesticarlo tanto como se lo ha domesticado al volver a ese pensamiento el dogma de una ciencia de la historia con su credo inamovible y sus fieles militantes.

¿La pregunta es entonces: cómo se ha de desplazar nuestra atención hacia ese impulso de verdad desplegado en ese que hemos llamado el gesto científico del pensamiento de Marx, de tal manera que podamos distanciarnos críticamente de algunas de las asunciones ontológicas y epistemológicas que lo encuadran, pero sin atenuar cierta fuerza de interpelación que parece estar anudada a éste? Volvamos a los dos gestos del pensamiento crítico de Marx en su relación con el lenguaje y con la historia que discerníamos al comienzo. Por un lado, el impulso cientificista por fijar el sentido de las palabras apelando a un valor de verdad anclado en la oposición ontológica entre lo que es y lo que no es, entre la verdad de lo que es y su mera apariencia, espectro o simulacro; un impulso anudado a una orientación teleológica en la comprensión de la historia que tiende a afirmar como inevitable el desenlace de una sola historia, cuya lógica ya es aquí inteligible y transparente; y por el otro lado, el impulso histórico-crítico por desestabilizar y problematizar un régimen de sentido dado y sus ideas o valores intocables con miras a abrir una historia, de otro modo clausurada, a otros devenires posibles. Volviendo a éstos dos gestos, vemos que no se trata de discriminarlos analíticamente para reactivar uno (el más deconstructivo, el de la vigilancia crítica en torno a los nexos entre los discursos de verdad y los ejercicios de poder), y repudiar el otro (el del imperativo de la verdad científica de la historia y de la ejecución de un proyecto político que concibe la teleología del progreso histórico como estando de su lado), de repudiar este otro gesto, por ejemplo, como cómplice de la violencia de la metafísica.

Se trata más bien, por un lado, de preguntarse por los pasajes y la inestabilidad entre al menos dos nociones distintas en las que Marx puede afirmar que la revolución, pensada como transformación estructural del orden social, es un porvenir necesario. Hay que reflexionar sobre la contaminación entre una noción objetivista y cientificista de necesidad; y otra noción ético-política de necesidad que anuncia o reclama una configuración no metafísica, pero tampoco humanista, de la experiencia ético-política. Habría entonces que ver en la fuerza de ese gesto de fijación del sentido apelando al valor de verdad, una fuerza que no necesariamente se reduce a, ni tiene que quedar neutralizada o descalificada por, los esquemas conceptuales y valorativos de corte metafísico en los que se despliega (la oposición tajante entre el ser y el no ser, la atribución de la verdad de un discurso a su correspondencia con el ser objetivado de lo que es en su presencia). Se trata de ver allí un impulso epistemológico-metafísico que es inseparable de una urgencia ético-política que no se puede explicar a partir de un individualismo voluntarista, o de la concepción de un sujeto soberano, dueño de sí y de sus actos y transparente ante sí; una urgencia ético-política que recibe su impulso de la historia, de la exposición a la alteridad de un cierto pasado y de un cierto porvenir, que es constitutiva de nuestra condición de herederos, esto es, de la estructura temporal de nuestra experiencia histórica. De nuestro estar siempre ya arrojados en una historicidad y un lenguaje que exceden nuestra voluntad y a donde llegamos ya siempre tarde. En la lectura que hace Derrida de Marx el valor de verdad al que este discurso apela no es simplemente algo de lo que hayamos de desembarazarnos, sino que es una fuerza que habría que reconducir, una fuerza asociada a este segundo modo como se puede interpretar la tesis de Marx con respecto al carácter necesario de la revolución venidera: la necesidad entendida acá en su acepción de una urgencia ético-política inseparable de la historicidad y temporalidad de nuestro arrojamiento en un lenguaje y en el espacio/tiempo del mundo; del carácter inescapable de nuestro estar expuestos a un pasado, a un porvenir, que se anudan inextricablemente el uno con el otro, en tanto que una cierta relación con el pasado es la condición de que se mantenga siempre abierto el por venir a otros posibles devenires (el impulso de la promesa, o para tomar prestada una expresión de Laclau (2007) en su lectura de Espectros de Marx, la promesa como “estructura de la experiencia” [p. 75]). Un pasado y un porvenir que son también hasta cierto punto inseparables de la singularidad idiomática del lenguaje que habitamos (aunque cierta vocación universalista en clave humanista del pensamiento de Marx ya no estaría dispuesta a aceptar este carácter idiomático del porvenir, que Derrida en cambio busca insistentemente, a su manera, enfatizar). Ahora bien, la pregunta que queda abierta entonces es: ¿En qué tipo de exposición a la historia, a qué pasado, a qué porvenir, se modula esta exigencia ético-política desplegada en una relación con el acontecer del tiempo histórico, y desligada así de la estabilidad de un horizonte normativo?

Como práctica específica del lenguaje, la filosofía política al confrontarse con esta pregunta, debe reconocer la pérdida de identidad consigo como discurso o como disciplina. Esta pérdida de la identidad consigo, implica que esta exposición al acontecer histórico, es una exposición a otros discursos que tienen lugar en la contingencia histórica, política y social que habita, y en la que opera. Es en esta suerte de inevitabilidad de la exigencia de una expropiación de sí que implica que su trabajo es siempre colectivo (en tanto se da en un entramado de relaciones inescapables), en lo que redunda esa voluntad de verdad que atraviesa el pensamiento de Marx, una vez es deslindada del esquema metafísico, o incluso cientificista en el que se formula. Hemos insistido en que no se trata simplemente de repudiar el cientificismo o el objetivismo de un cierto Marx que apela al valor de verdad en su figura más metafísica, e incluso, como Derrida insiste, más Platónica, sino que el gesto debe ser acá un poco más sutil y más complejo; así tampoco se trata, por otro lado, de celebrar el gesto crítico de Marx de desestabilización de un régimen de sentido históricamente dominante, en la celebración ingenua de una nueva polisemia de interpretaciones creativas de sus textos por parte de una emergente vanguardia académica. Se trata más bien de ver cómo en ese otro gesto crítico de desestabilización de las palabras más preciadas en un régimen de sentido históricamente imperante, y las formas de valoración mentadas y producidas por éstas, puede configurarse también una cierta disciplina de trabajo y de acción colectiva (y no solamente el trabajo juicioso de uno o varios filósofos quisquillosos con su análisis conceptual). La necesidad (ontológica, histórica, y ético-política) que reclama este carácter colectivo de una práctica del lenguaje cualquiera (la de la filosofía política, por ejemplo), abre otra perspectiva para relanzar la veracidad y la responsabilidad. Una forma de trabajo y de acción colectiva que transgreda las fronteras entre la academia y el movimiento social, entre la alta cultura y la cultura popular, entre la historia de la literatura y la historia de las luchas políticas, y que vaya tejiendo así los entramados de otras configuraciones culturales, semánticas y afectivas que nunca serán del todo estables, que nunca podrán responder a la identidad fácilmente identificable de un discurso, de una doctrina, de una teoría, y que por lo tanto serán elaboraciones de entramados culturales, semánticos y afectivos que en virtud de su constante devenir, no pierdan nunca su potencia autocrítica. El pensamiento de Marx sugiere e invita a pensar este pasaje, esta otra contaminación, entre el ejercicio crítico de un pensamiento que busca socavar y desestabilizar los regímenes de sentido consensuados y estabilizados por una cierta economía de las relaciones de fuerza y de poder en el tejido social, y la configuración de una forma de acción política colectiva en la que los cuerpos se junten para manifestarse de cierta manera con el fin de interrumpir el accionar de un orden de relaciones sociales.

Digo los cuerpos. Un tal cruce entre un trabajo teórico y un trabajo político, no se distribuye de manera tan clara entre el lugar de la academia y el lugar de la movilización social, sino que desestabiliza la topografía de esa división del trabajo en tanto que atiende a la potencia de creatividad teórica desplegada del lado de la praxis política de los movimientos sociales (en sus prácticas discursivas y no discursivas, en sus formas inventivas de experimentación política); y, también, en tanto que atiende a cómo el trabajo teórico académico es siempre ya en su forma de hacerse, de circular, y de tener efectos circunscritos a un encuadre institucional y las relaciones con su afuera, político. Pero, justamente, la ontología de lo político histórico-crítica que se despliega en una comprensión posestructuralista de cómo el lenguaje configura lo social, implica comprender de otro modo la relación entre la materialidad de los cuerpos de los sujetos que actúan inmersos en el sensorium del mundo, y la materialidad del lenguaje que actúa en, desde, y a través de estos cuerpos. ¿Cómo inciden estas materialidades, una en la otra? ¿A través de qué pasajes y procedimientos se afectan mutuamente? ¿Cómo dar cuenta de la gramaticalidad de los cuerpos de los sujetos humanos, y no humanos, que despliegan su agenciamiento político en una coyuntura histórica específica, y la corporalidad o materialidad de las palabras que entre estos cuerpos circulan? Estas preguntas se han explorado de manera más detallada en otros textos (Manrique 2016a y 2016b). Abren un horizonte de reflexión inescapable a un renovado materialismo histórico que se proponga relanzar la potencia de ciertos gestos del pensamiento de Marx, en el deslinde o la toma de distancia crítica de las líneas más metafísicas, o incluso más Platónicas, de su pensamiento: la oposición tajante entre lo que es y lo que no es, y el privilegio del ser como presencia objetiva; la oposición tajante entre la ciencia como conocimiento de lo que es, y la ficción como mero reflejo, sombra, ilusión. Oposición esta última que arrastra consigo un materialismo sustancialista que desatiende a la fuerza performativa del lenguaje en la configuración de la dimensión sensible, sensorial, corporal, de la experiencia social; fuerza performativa, por otra parte, a la que sus análisis de la ideología atienden de manera tan poderosa.

En la larga, compleja y productiva historia de la recepción del pensamiento Marx en América Latina, se ha puesto siempre en juego este tipo de esfuerzo, similar al brevemente expuesto acá, de trazar una trayectoria de interpretación y apropiación que implica no solamente acentuar algunas de sus derivas o apuestas por sobre otras, sino también entrar en la disputa interpretativa por afirmar ciertas comprensiones de su herencia y actualidad, por sobre otras. Las más agudas lecturas de Marx en la historia del pensamiento político en América Latina, siempre han hecho ese ejercicio, y casi siempre lo han hecho como un acto teórico-político de resistencia en contra de las tendencias doctrinarias que han tendido a osificarlo en un recetario dogmático de fórmulas para repetir y aplicar de manera monolítica y unilateral, a la realidad histórica de nuestros pueblos. Entrar en diálogo con algunas de esas lecturas es un paso a dar necesario para esta articulación que estoy acá apenas esbozando entre cierta forma de leer hoy el pensamiento de Marx, y cierta forma de pensar la producción discursiva de los movimientos sociales en escenarios de conflicto político. Es un diálogo que no puedo acá desarrollar, pero en torno al cual quisiera apenas anunciar un par de consideraciones a tener en cuenta. Para ello pongo tan sólo dos ejemplos que se sitúan entre los comienzos y las más recientes postrimerías de las relecturas de Marx en nuestro continente, y que a pesar de sus importantes diferencias, se esfuerzan en su lugar y en su tiempo por remover el pensamiento de Marx de la parálisis a la que lo conducen sus apropiaciones dogmáticas y doctrinarias: Mariátegui (1928/2007) y García Linera (2009).

Aníbal Quijano (2007) reflexiona sobre cómo ha de entenderse uno de los ejes centrales de la interpretación que elabora Mariátegui, de manera tan laboriosa como heterodoxa, del pensamiento de Marx: el énfasis en la apreciación de este pensamiento desde el punto de vista de su importancia metodológica como herramienta de interpretación y transformación de una situación histórica precisa, y la toma de distancia de las pretensiones más cientificistas o positivistas del materialismo dialéctico como filosofía de la historia (p. LXII). Quijano insiste en que esta decisión interpretativa que guía la apropiación que hace Mariátegui de Marx, si bien da cuenta de su distanciamiento de la tercera internacional, y de las facciones más doctrinarias y prosoviéticas del Partido Comunista Peruano, no debe conducir sin embargo a una imagen del marxismo de Mariátegui como uno abierto a un eclecticismo teórico cuya correlativa orientación política sería la de un más bien moderado reformismo (p. LII). Por el contrario, el exhaustivo esfuerzo de Quijano por perfilar la singularidad de Mariátegui en la historia de los diversos marxismos en América Latina, apunta más bien a mostrar cómo esa heterodoxia teórica, que incluye un apasionado rechazo a los visos de determinismo o de positivismo empirista de ciertas versiones doctrinarias del marxismo, tiene que ver con la necesidad de actualizar y relanzar la potencia del pensamiento de Marx como impulso ético-político para una intervención transformadora de, e inmanente a, la situación histórica (para Mariátegui, la realidad peruana) en la que se actúa y se piensa. Incluso si ello implicaba, a contrapelo de la herencia más ilustrada y modernizante del marxismo, la necesidad de articular la exigencia histórico-política del pensamiento de Marx, con la reflexión sobre un sentimiento religioso de carácter ético-metafísico como impulso constitutivo de la praxis política (Quijano, 2007, p. LXVI-LXVII). Este gesto del trabajo intelectual y político de Mariátegui, resaltado por Quijano, converge de varias maneras con la lectura de Marx que, de la mano de Derrida, hemos aquí esbozado. En particular, con la necesidad de disociar esa voluntad de verdad constitutiva del gesto más cientificista del pensamiento de Marx del objetivismo positivista o del determinismo teleológico, para reconducirla hacia una necesidad de carácter ético-político a partir de la cual habría que repensar otra figura, no metafísica (en el sentido de la ontología de lo político de herencia platónico-epistocrática), de la veracidad de los discursos y de las prácticas. En la constelación abierta por esta pregunta, que, hemos dicho desde el comienzo de este artículo, es central en nuestro esfuerzo por perfilar una perspectiva teórico-práctica para pensar la producción discursiva de los movimientos sociales en Colombia como lugar del conflicto político, este diálogo con el trabajo de Mariátegui queda como una tarea aún por realizar.

Por su parte, García Linera (2009), al preguntarse por la actualidad del Manifiesto (pp. 71-173), sostiene que esta ha de buscarse en el modo como sus principales apuestas teórico-políticas (la mundialización del capital, la tecnificación de las fuerzas productivas, el antagonismo de clase, el proletariado como sujeto político) resultan inescapables para elaborar una interpretación del capitalismo en nuestra actual época histórica. Su ejercicio de actualización del pensamiento de Marx, apunta a mostrar cómo estas tesis constitutivas de la comprensión Marxiana de la sociedad capitalista están dotadas de la suficiente elasticidad como para ser relanzadas como claves de comprensión del capitalismo mundializado de hoy. En este admirable y riguroso ejercicio realizado por García Linera, que no podemos acá discutir en detalle, no deja sin embargo de percibirse una iteración del pensamiento de Marx como ciencia de lo social, que sigue operando de manera muy acentuada sobre el eje de la oposición entre la materialidad de la experiencia histórica, pensada a partir de las condiciones y el conjunto de relaciones sociales en las que se despliega el trabajo, y por otro lado, la idealidad de la labor de teorización y conceptualización, que se piensa como un mero suplemento, como ese reflejo ontológicamente deficitario, de esa realidad histórica plena en su materialidad. Este acento de su apropiación del pensamiento de Marx, si bien se distancia tan tajantemente como lo hiciera en su tiempo Mariátegui, de un determinismo teleológico, o de un cientificismo doctrinario, osificado, y dogmático, termina sin embargo por dejar de lado un impulso crucial del gesto histórico-crítico del pensamiento de Marx que hemos enfatizado: la labor de desestabilización de un régimen de sentido dominante, en el examen crítico de esos valores naturalizados en un orden social específico, en cuyo espesor semántico se fijan ciertas coordenadas de comprensión de lo real y de acción en éste, que un trabajo teórico articulado con las fuerzas transformadoras de ciertos colectivo políticos se da a la tarea de des-sedimentar, desnaturalizar y desestabilizar. En parte también, esta concepción aún un tanto metafísica del materialismo de los procesos sociales e históricos (la plena e inequívoca realidad de lo social), se aúna a una comprensión aún totalizante de la figura del proletariado como sujeto político transformador que se constituye en el impulso de un telos de la plena y exhaustiva coordinación racional. Esto impide apreciar el carácter localizado, heterogéneo, y en muchos aspectos asincrónico, de los colectivos populares en Colombia, dispersos, encontrándose en frágiles y provisionales líneas de convergencia, pero también desencontrándose en otros registros, cuya producción discursiva estamos intentando hacer acá el objeto de nuestra reflexión. A pesar de esta intuición tentativa, este diálogo con el trabajo de García Linera queda también aún por ser más cuidadosamente elaborado.

Situamos así de manera muy provisoria la lectura del pensamiento de Marx aquí sugerida, lectura muy acotada y limitada en sus propósitos, en un diálogo aún por hacer con algunas instancias inescapables de la recepción del pensamiento de Marx en América Latina. Ello nos permite trazar de nuevo la trayectoria de nuestra lectura del Manifiesto en la que pensamos cómo redefinir la relación entre estos dos gestos discordantes del pensamiento de Marx: el científico y el histórico crítico. Redefinirla de un modo más complejo y más sutil que la simple afirmación o negación, que el simple decir sí a un gesto pero no al otro. Ello es un primer paso para seguir experimentando otras formas de enunciar con fuerza una verdad que ya no responda a la voluntad de fijar el sentido de las palabras para decir inequívocamente el ser de lo que es y clausurar así la historia en una sola historia posible; y para seguir experimentando otras formas de pensar de manera crítica sobre nuestro presente histórico, desestabilizando las fronteras que separan a los discursos (al discurso académico del discurso de los movimientos sociales, o al discurso del análisis conceptual riguroso del discurso de la consigna en una marcha y en una plataforma de militancia); y en esa desestabilización de las fronteras entre estos distintos discursos y escenas, quizás podamos seguir experimentando con otras formas posibles de pensar de manera crítica sobre nuestro presente histórico que no sean solamente pensar acerca de (los movimientos sociales, por ejemplo), o en contra de (el neoliberalismo o el capitalismo), sino también y sobre todo pensar-con: para construir nuevos tejidos y entramados culturales, sociales, afectivos, y nuevas formas posibles de acción colectiva moduladas por la promesa de otro por venir. Es en este ánimo del pensar-con, que una práctica teórica filosófica, ha de entrar en relación con el discurso de los movimientos sociales, como un lugar, no simplemente tematizado, objetivado, analizado, sino compartido, del conflicto político:

En profundo sentir de unidad y esperanza en el porvenir, inició el día de ayer en la ciudad de Bogotá territorio ancestral Muisca, en cabeza de los sabedores tradicionales indígenas, afrodescendientes y campesinos la Cumbre Nacional de Paz “Sembrando Esperanza, Cosechando País” [...]. (Cumbre Agraria, 2016b).

Consideraciones finales

He intentado a lo largo de este artículo perfilar una perspectiva desde la cual se pueda re-enfocar el análisis de fragmentos discursivos como éste producidos por los movimientos sociales en Colombia desde sus plataformas alternativas y autogestionadas de enunciación y práctica política. Ello con el fin de atender a una historicidad y a una fuerza de interpelación que los atraviesa, y para cuyo análisis, he argumentado, es preciso comprender estos discursos con independencia de sus funciones referencial, o estratégico-expresiva. Es decir, con independencia de la concordancia o no entre lo que dicen y aquello de lo que hablan, y del uso estratégico que se les busca dar por parte de la voluntad de quienes lo enuncian. He argumentado que este re-enfoque implica definir una perspectiva teórica que nos deje pensar el modo de operar del lenguaje en la configuración de lo social, deslindándonos de las ontologías de lo político asociadas a las tradiciones deliberativa y epistocrática, que han sido quizás las comprensiones dominantes en la historia de la filosofía occidental, con efectos aún más que vigentes, del vínculo constitutivo entre el lenguaje y lo social. En esta otra ontología de lo político, desplegada en la comprensión de herencia posesructuralista de la relación entre lenguaje y la conformación de lo social, se hace necesario vislumbrar una concepción no normativa de la exigencia ético-política, y de la práctica de la veracidad. Esta comprensión, a su vez, implica una reorientación de la figura de la promesa, como categoría política, que esbozamos siguiendo la lectura que hace Derrida de Marx; y sugiriendo un marcado contraste entre esta figura, y la figura de la promesa de herencia contractualista que rastreamos en algunos gestos distintivos del pensamiento Hobbes.

Cualquier interpretación de Marx hoy, convoca a la labor de teorizar y agenciar de cierto modo la praxis política como una en la que se configura un cierto modo de pensar-con que se distiende entre la conceptualización y la militancia. Un diálogo con las formas de heredar a Marx en América Latina, confirma la necesidad de resistirnos a la simple disección de su pensamiento entre, por un lado, una ciencia de la historia y, por el otro, un compromiso de reflexión crítica sobre el presente histórico con voluntad transformadora. Antes bien, proponemos que la veracidad a la que se compromete la cientificidad del pensamiento de Marx, deslindada de su anclaje metafísico, se puede torsionar como residuo, como fuerza, como exigencia ético-política. Este es un primer paso en la tarea urgente que se nos plantea hoy en la escena de la así llamada posverdad: afirmar otros modos posibles de la veracidad y de la responsabilidad que no impliquen una vuelta acrítica a las concepciones metafísicas de la verdad y del sujeto ético-político, implicadas en violencias históricas que aún siguen desplegándose con vehemencia en nuestro presente histórico. El trabajo de un pensar-con los discursos heterogéneos, conflictivos, de los movimientos sociales en el entramado de conflictos políticos como los que configuran el campo social en Cololombia hoy, ha de apuntar en la dirección de esa tarea. Para ello, hemos acá apenas intentado delinear unos protocolos metodológicos y teóricos que sirvan de bitácora a un trabajo de archivo en curso (Manrique, 2016b).

Referencias bibliográficas

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Notas Notes

1 No está de más aclarar, de entrada, que la lectura del pensamiento de Hobbes que aventuro en este artículo es acotada y limitada en sus propósitos. Como toda obra filosófica importante, la de Hobbes es un haz de fuerzas heterogéneas. En mi lectura enfatizo dos gestos del pensamiento político de Hobbes: su concepción de una ciencia de la política (que, argumento, se inscribe en una tradición epistocrática), y su comprensión contractualista de la promesa como categoría política, en la que ésta funda cierta mismidad del sujeto consigo mismo como condición del orden social. En esta lectura sin duda paso por alto otras líneas de fuerza de su obra que han sido trabajadas de maneras productivas por algunos de sus más reconocidos intérpretes, y que entran en conflicto con las que yo destaco. Por Strauss (2007), por ejemplo, quien enfatiza el vitalismo de la concepción hobbesiana de la voluntad, que se resiste a otra concepción más mecanicista de ésta derivada de las ciencias naturales con las que Hobbes entra en diálogo; y que excede en cierto modo a la razón como instancia soberana del conocimiento y la acción. O por Samantha Frost (2008), quien insiste en la necesidad de contrastar la concepción Hobbesiana del sujeto, de corte materialista, de la concepción cartesiana; entre otras razones por su concepción situada, relacional y no meramente autoreferencial de la subjetividad. O más recientemente, intérpretes como Martel (2016) que buscan mostrar cómo hay una comprensión descentralizada, diseminada, de la interpretación de la realidad en el pensamiento de Hobbes, a pesar de la prioridad epistémica del juicio del soberano.

2 “Pero ahora que la guerra con las armas o con la pluma no cesa, que no hay un mejor conocimiento del derecho ni de las leyes naturales que antes, que en las sentencias de los filósofos cada parte se aferra a su opinión, que unos alaban y otros censuran la misma acción […] todo esto es un signo manifiesto de que lo que han escrito hasta ahora los filósofos morales no contribuye nada para el conocimiento de la verdad […]” (Hobbes, 1651/1983, p. 3).

3 “[Las palabras] son los lazos por los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan fácil como la palabra de un ser humano), sino en el temor de alguna mala consecuencia de la ruptura” (Hobbes, 1651/1983, p. 108).

4 “Así que la injuria o injusticia, en las controversias terrenales, es algo semejante a lo que en las disputas de los escolásticos se llamaba absurdo. Considérase, en efecto, absurdo al hecho de contradecir lo que uno mantenía inicialmente: así, también, en el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir voluntariamente aquello que en principio uno voluntariamente hubiera hecho” (Hobbes, 1651/1983, p. 108).

5 “Nada tiene pues, de extraño, que la conciencia social de todos los siglos, pese a su variedad y su diferencia, se mueva dentro de ciertas formas comunes de conciencia, formas que sólo se disolverán por completo con la entera abolición del antagonismo de clases. La revolución comunista es la ruptura más radical con las relaciones de propiedad transmitidas. Nada tiene de extraño que en el proceso de su desarrollo se rompa de la forma más radical con las ideas transmitidas” (Marx y Engels, 1848/2012, p. 67).