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RESEÑA REVIEW

Balibrea, María Paz (Coord.). (2017). Líneas de fuga. Hacia otra historiografía cultural del exilio republicano español. Madrid, MD: Siglo XXI.

“Se han cumplido en 2016 cuarenta años de la aparición de El exilio español de 1939”. Así comienza un libro que quiere seguir la estela abierta por José Luis Abellán en su trabajo de recuperación de la cultura exiliada. Este nuevo libro, coordinado por Mari Paz Balibrea bajo el título de Líneas de fuga. Hacia otra historiografía cultural del exilio republicano español, será en este caso una obra coral, en la que participan destacadísimos especialistas en la materia. Pero además es una obra que se propone indagar en las limitaciones estructurales que ha podido encontrar aquel trabajo, en su intento de recuperar aquel legado intelectual expulsado de España por el franquismo. La rehabilitación de la cultura exiliada, se admite desde la Introducción, no se habría realizado por la mera llegada de la democracia, no ha bastado que cesasen las persecuciones o las censuras, ni siquiera el retorno de muchos de sus protagonistas. La continuidad de ciertos cánones culturales heredados de la dictadura habría seguido dificultando la recuperación de la cultura exiliada en toda su riqueza, en aquello que tiene que ver con su diversidad, sus aspiraciones políticas o su particular interpretación sobre la experiencia española del primer tercio de siglo.

Esta magnífica obra se nos presenta dividida en cinco partes: 1) Categorías conceptuales de análisis; 2) Cronologías. Fechas clave; 3) Exilio y nación perdida; 4) Más allá de la nación; 5) Legados. Aquí prestaremos atención especial a la primera y la tercera, pues nos permitirán dar cuenta del espíritu del conjunto y economizar el espacio de recensión de una obra en la que participan cuarenta y tres colaboradores y que cuenta con más de ochocientas páginas.

La primera parte hace un recorrido por diferentes categorías desde las que se puede analizar el fenómeno del exilio: instituciones, nación, literatura, generaciones, géneros, ideologías, genealogías, regresos…. Si bien esta multidimensionalidad es un aspecto que se subraya en cada uno de los textos, aquí proponemos un recorrido a través de sus autores, muchos de los cuales firman varias colaboraciones. En la historia española ha habido muchos exilios, nos advierte de entrada Francisca Montiel (p. 37). Los exiliados del 39 se denominan a sí mismos “desterrados”, pero la condición de exiliado ha de venir acompañada siempre de apellidos (razón política, geográfica, nacionalidad, especialidad, género, …), pues siempre son múltiples, incluso para un mismo individuo.

La guerra había enfrentado dos modelos de nación y el desenlace supuso el destierro de la nación derrotada. Si bien la lucha contra el franquismo es lo que verdaderamente resta en común a esa nación exiliada —nos advierte Mari Paz Balibrea—, como habrá de ponerse de manifiesto en la compleja diáspora (p. 5 4), la guerra fría marcará una nueva línea de separación entre la comunidad exiliada: socialistas, republicanos y nacionalistas del lado atlantista, comunistas del lado soviético. El exilio supondrá pues el declinar de aquel proyecto republicano de nación moderna, que no podrá ser recuperado más que como añoranza por sus deudores. Pero es también a su vez el destierro de otras naciones que nunca han llegado a tener Estado: la gallega, la vasca y la catalana, cuyas respectivas comunidades aspiran a ejercer como tales en la distancia (p. 87). Dicha nostalgia por la nación perdida o nunca alcanzada, en todo caso, no debe ser tomada como una incapacidad para escapar del pasado o de la derrota —defiende Balibrea—, sino una proyección hacia el futuro (p. 150), la posibilidad latente de una nación integradora de las diferencias.

“Gran parte de su vida y obra —de estos exiliados, nos explica Sebastiaan Faber— está dedicada a demostrar que son ellos los que más auténticamente representan la nación” (p. 59). La lucha por la hegemonía cultural no ha quedado resuelta con la guerra; al menos así lo entenderán buena parte de los intelectuales de dentro y de fuera. El que está fuera -argüía Francisco Ayala- está en disposición de pensar con exterioridad su objeto, lo que le asimila al “modelo moral” que debe guiar a la inteligencia (p. 197). Esto entraría en conflicto con el tópico, reiterado recientemente por Jordi Gracia, de que es la inteligencia interior la que está en posición de ventaja, entre otras cosas por el pragmatismo y templanza, que no cabe suponer a quien ha salido derrotado. Entre los prejuicios que más han pesado hacia el exilio y que más han dificultado su recepción —nos explica Faber— encontramos esta identificación con un pensamiento “dogmático y anacrónico” (p. 227). Frente a ello cabe reivindicar —subraya nuestro hispanista preferido— el valor de este legado, ya no sólo como patrimonio español, sino también “mexicano, norteamericano, francés, mediterráneo, latinoamericano y europeo” (p. 227).

Ayala, de nuevo, le sirve a Manuel Aznar para problematizar la cuestión del lugar que debe ocupar el exilio en la cultura del interior. Para el novelista granadino la literatura del exilio no debe ser concebida como un género aparte, lo que le permite reclamar —explica Aznar— su lugar “por propios méritos en el canon de la literatura española contemporánea” (p. 142). Desde este punto de vista, cabría preguntarse entonces de nuevo si tiene algún interés hoy la recuperación del pensamiento del exilio, si no hacemos esfuerzos en vano en restituir lo que ya se habría puesto en su lugar. Apoyándose en Rafael Conte, Manuel Aznar nos ofrece sin embargo una perspectiva contraria: la literatura del exilio tiene valor hoy precisamente por cuanto nos permite problematizar el canon, “detectar los caminos de la herencia literaria española hasta el 36, de alguna manera interrumpidos o extraviaos tras la Guerra Civil” (p. 145).

Con razón el desarraigo, señala Juan Rodríguez, habrá de ser objeto de reivindicación por parte de los exiliados españoles, no sólo por motivos existenciales, por lo desubicada de su condición, sino también por cuanto representan una tradición político-cultural para la que no ha habido retorno posible (p. 83). Con la perspectiva del tiempo y de la distancia, el exilio se volverá más consciente del capital cultural que anida en la derrota, surgiendo la pregunta de quién ha perdido más. Este capital cultural habrá de ser transmitido a las jóvenes generaciones exiliadas, sin memoria directa de la derrota, pero que heredan la conciencia de continuidad temporal con una nación perdida, que no ha de volver (p. 159).

Es necesario ponerse a salvo —defiende Olga Glondys— de la normalización del exiliado, sostener su carácter intelectualmente diferencial, aun después de las sucesivas tentativas de recepción (p. 220). Queda pendiente explicar por qué una parte importante de la diáspora republicana nunca retornó a España, y por qué algunos, parafraseando a Max Aub, “aun viniendo no consiguieron volver”, o “no supieron”, como confiesa Zambrano (p. 222-224).

La experiencia del exilio, subraya Antolín Sánchez Cuervo apoyándose en María Zambrano, tiene en todo momento una significación marcadamente política. “El exiliado es la personificación de una alteridad radical e interpeladora, que cuestiona la lógica de la nación de la que ha sido despedido” y a la que –cabe añadir- no ha sido posible retornar (p. 192). La memoria del exiliado tiene el valor del desvelamiento, de la revelación, “desenmascara la violencia inscrita en las lógicas del progreso”, que no nos dejan ver el reguero de víctimas que van dejando a su camino. Ímaz, Zambrano, Aub, Sánchez Vázquez o Nicol representarían para nosotros esa tradición anamnética que para la cultura europea han significado Benjamin, Adorno o Horkheimer. “El exilio español debe enmarcarse dentro de esta constelación histórica y conceptual” —apunta Sánchez Cuervo conociendo bien ambas— (p. 208).

La segunda parte del libro nos ofrece un recorrido por las fechas claves de un exilio que comienza en 1939 y culmina en 1977. Esta cronología supone una revisión de la disposición temporal de acontecimientos sobre la que ha sido construido el relato oficial de la diáspora española. Sin embargo, es en la tercera parte del texto, dedicada a reconstruir la idea de nación desde el destierro, donde encontramos la aportación más representativa de la identidad del exiliado y la que quizá resulta más enriquecedora para la coyuntura presente —o lo que hace imprescindible este libro—.

El historiador Jorge de Hoyos, a quien debemos aportaciones específicas en esta recreación del nacionalismo exiliado, resaltará de entrada un par de aspectos que resultan fundamentales a este respecto: primero, que la construcción del imaginario nacional es una aspiración tradicional de los liberales españoles, así como el motivo que habría conducido a muchos de ellos al destierro; y segundo, que el exilio del 39 ofrece una pugna entre diferentes proyectos de nación, que se corresponde con los heterogéneos proyectos políticos vilipendiados por la España de Franco (p. 314). El manido debate sobre las instituciones republicanas en el exilio —nos explica de Hoyos— había estado acompañado de una polémica narrativa sobre la legitimidad histórica republicana y las razones de la derrota. La legitimidad de los órganos exiliados no podría basarse sino en un imaginario de soberanía popular y de continuidad histórica (p. 328). La revista Las Españas es quizá el mejor testimonio de esta pluralidad y complejidad de narrativas. Una complejidad en la que habrán de caber aspiraciones castellanas, leonesas (por separado, siguiendo a Anselmo Carretero), catalanas, vascas, gallegas y hasta portuguesas (siguiendo el iberismo de Bosch Gimpera). “Fueron estas diferencias las que causaron que Manuel Azaña no alcanzase la categoría de único mártir del exilio” —razona de Hoyos— (p. 447), si bien puede decirse que —y esto es aportación de quien escribe esta reseña— es entre los políticos españoles quien más se ha esforzado por hacerse cargo intelectual y políticamente de estas diferencias.

Frente a este intento republicano por integrar a heterodoxos, el proyecto nacional franquista representaría lo contrario, la erección de una ortodoxia dispuesta a expulsar del seno patrio a quien cuestione su monopolio. Así lo explica Fernando Larraz, coordinador de este tercer apartado del libro dedicado a la recuperación del relato nacional republicano, cuyo valor descansaría precisamente en su carácter no unívoco, o incluso problemático (p. 312 y p. 345). Es por esto que el autor se manifiesta escéptico hacia las iniciativas que desde el interior plantearon la creación de “puentes” hacia la cultura “emigrada”, como se hubo de llamar entonces. A pesar de que estas iniciativas existieron, pues tampoco el franquismo es del todo homogéneo, lo que nos pueden llegar a ocultar estas metáforas, es que la disposición general de la cultura de interior hacia la del exilio es de competencia, no de integración. Existiría entre ambas culturas una disputa por la hegemonía que se prolonga más allá del final de la dictadura (p. 475). El triunfo final de las tesis “comprensivas” que desde el interior abogaban por la recepción exiliada, conseguirá eliminar la incómoda presencia de una exterioridad que cuestiona la representatividad interior del total de la cultura española. Pero lo que no nos enseña es el sesgo con que será llevado a cabo esa intervención de “salvar lo salvable” de la cultura exterior (p. 475), ocultándonos quién ha mantenido en todo momento el monopolio.

La iniciativa de Aranguren -señala Francisca Montiel- si bien “no culminó en la construcción del puente por el que algunos apostaban, sí contribuyó a incrementar la comunicación epistolar entre las dos Españas” (p. 504). La carta fue el principal medio del que disponían los exiliados para mantenerse unidos entre ellos y lo fue también para entablar lazos culturales con la península, a expensas del eventual respaldo de revistas, editoriales e instituciones. No obstante, la oposición de los mismos al franquismo se mantendría inquebrantable —sostiene la autora— y cualquier intento de publicación o colaboración conjunta debería dejar clara esta distancia. Tomando las palabras de Sender, cualquier tentativa de reintegración o retorno “sin libertad ni democracia… sería una mera de claudicación y pura indignidad”, por la que no estaban dispuestos a pasar los expulsados (p. 485).

Con la llegada de la democracia, explica Mari Paz Balibrea, se intensificarán estos esfuerzos por reconocer a los derrotados en la Guerra Civil y por fomentar un retorno que contribuyese a dar legitimidad al nuevo régimen político. Pero esta recuperación hubo de hacerse con el explícito propósito de vaciar de contenido político esa cultura exiliada, de rehabilitar a los demócratas pero sin sus valores republicanos (p. 508). Con la llegada del PSOE al gobierno no tuvo que invertirse el proceso e incluso más bien cabría decir lo contrario. La razón –apunta Balibrea- habría que buscarla en que los socialistas no tenían urgencias, como otros, por legitimarse en el pasado. La recuperación, en la política cultural de aquellos años, de ciertas figuras icónicas del exilio (Madariaga, Machado, ILE,…), se haría por tanto a costa de incidir en la idea de la guerra como tragedia —idea que hunde sus raíces en el tardofranquismo— y no como sacrificio de la tradición democrática española. Habrá que esperar hasta la década de los noventa, con el retorno de la derecha al poder, para que se pueda problematizar políticamente el relato español, cuando se rompa el pacto de no agresión que había dominado las políticas de la memoria en el entorno de la Transición (p. 511).

Hoy viviríamos bajo el espectro de esta nueva etapa abierta a finales de los 90, en la que la historia cultural y política española permanece a expensas de ser repensada, en busca de una salida que nos devuelva a una tradición democrática más fecunda. En este sentido, este libro nos ofrece múltiples “líneas de fuga”, por las que recuperar no sólo ideas de nación perdidas en el tiempo, como hemos visto aquí a modo de resumen, sino también reflexiones trasnacionales o sobre Europa que dejaron nuestros exiliados, muchos de ellos víctimas de persecución también en Francia, Alemania o Rusia. Este es el objeto de la cuarta parte del libro, bajo el epígrafe “Más allá de la nación”. Finalmente, la quinta y última sección de esta magna obra, que supera las ochocientas páginas, nos ofrece el testimonio de otras figuras del exilio, algunas no tan conocidas para el gran público pero que han dejado un gran impacto en sus respectivas disciplinas y/o en sus lugares de acogida. Ninguna aproximación es prescindible en la ambiciosa tarea que se propone este libro, la reconstrucción de los imaginarios colectivos con los que se ha configurado nuestra herencia cultural, política e histórica, tomando como espejo aquello que hemos dejado fuera, en el exilio, pero que puede ofrecernos hoy una escapatoria.

Manuel Artime Omil

Universidad Nacional a Distancia, España

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ORCID: http://orcid.org/0000-0002-2763-4324

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