Hay que pensar en los extremos; entendamos por esto una posición […] donde para hacer posible el pensamiento, se ocupa el lugar de lo imposible.
—Louis Althusser, Tesis de Amiens.
En un curso sobre Maquiavelo dictado en la Escuela Normal Superior de París en el año 1962, Althusser declara que el destino del pensamiento maquiaveliano está atravesado por un hecho, cuanto menos, curioso y hasta paradójico: todos sus lectores e intérpretes posteriores le dedicaron una atención que negaría el carácter anodino de su pensamiento —atención que no fue prestada en igual medida a contemporáneos de Maquiavelo, como por ejemplo Guicciardini a causa de su carácter de mero cronista o de su irrelevancia teórica; sin embargo, y a pesar de esta atenta lectura por parte de filósofos como Spinoza, Hobbes, Montesquieu o Rousseau, entre otros, Althusser observa que Maquiavelo es relegado al estatuto de empirista —empirista de genio, eso sí—, pero aprisionado en las cadenas del empirismo sin poder siquiera alcanzar el estatuto de teórico.
Ésta es la paradoja. Un autor cuyo pensamiento no encuentra su lugar en el campo reconocido de la teoría política, por consiguiente, un empirista. Pero, al mismo tiempo, un pensador que es tomado en serio por los propios teóricos, cuyo pensamiento ha conocido un destino excepcional, de tal orden que es imposible que no se esconda en él un verdadero valor teórico, o bien directamente una significación teórica, o bien indirectamente una significación capaz de relacionarse con la teoría clásica misma. (Althusser, 2012, p. 192)
La pregunta salta a la vista: ¿por qué Maquiavelo no es un teórico, o, por usar un término que plazca más a Althusser, por qué no es un filósofo? Sobre el final del texto al que citamos y hacemos alusión, Althusser presenta una posible respuesta a la pregunta: “por su parte, Maquiavelo —y ésta es su singularidad— se plantea precisamente el problema olvidado por la reflexión clásica: el problema de la constitución del Estado nacional, el problema del surgimiento de la monarquía absoluta” (Althusser, 2012, p. 237).
Es posible que Maquiavelo no sea catalogado como un par para los filósofos del derecho natural porque, en primer lugar, el lenguaje maquiaveliano y sus conceptos y categorías son completamente ajenos al lenguaje del derecho natural y en segundo lugar, porque, como bien ilumina Althusser, el problema que obsesiona a la teoría clásica de los siglos xvii y xviii es la solución al problema de la existencia de la monarquía absoluta y no el problema de su constitución.
En cambio, el problema que acosa al florentino y que Althusser vislumbra como el eje fundamental de su teoría —y que ya había sido formulado años atrás por Gramsci— es el problema de la constitución del Estado nacional a través de la monarquía absoluta; es decir, que el asunto perentorio que perturba a Maquiavelo es una inversión del problema de la teoría clásica del derecho natural, a saber, el problema de la solución de la monarquía absoluta. El pensamiento de Maquiavelo, por tanto, es único, singular y bajo esas cualidades, es un pensamiento solitario. No en vano, Althusser intitula Soledad de Maquiavelo a una conferencia dictada en la Asociación francesa de Ciencia Política, donde en referencia a esta soledad maquiaveliana escribe:
Su soledad radica ante todo en el hecho de que parece inclasificable, de que no se le puede incluir en un campo en compañía de otros pensadores, en una tradición, como puede incluirse a tal autor en la tradición aristotélica o a tal otro en la tradición del derecho natural. Y es también sin duda porque es inclasificable por lo que partidos tan diferentes y autores de tal envergadura no han podido a la postre condenarlo o adoptarlo sin que él escape en parte, como si hubiera siempre en Maquiavelo algo inasequible. (Althusser, 1977, pp. 152-153)
El pensamiento de Maquiavelo se presenta entonces como inclasificable e inasequible; posteriormente Althusser dirá insólito y a la vez —utilizando una expresión freudiana— de una extraña familiaridad [Unheimlichkeit], pues de algún modo sus textos, lejos de parecer inactuales, nos interpelan y nos apresan como si hubiesen sido escritos y pensados para nosotros, como si hubiesen querido decirnos algo; Maquiavelo, como recupera Althusser de De Sanctis “nos golpea por sorpresa y nos deja absortos” (Althusser, 2004, p. 43), pues, para que este pensamiento pueda seguir su rumbo, desbarata lo que pensamos, nos interpela y a la vez se nos escapa. Es esta anfibología enigmática —extraña familiaridad— la que despierta el interés de Althusser por el florentino y lo conduce a reflexionar profundamente sobre su pensamiento.
El presente trabajo pretende recuperar la lectura que en los años setenta y ochenta hizo Althusser de Maquiavelo, restituyendo y problematizando el itinerario y los tópicos de su exploración. Para la consecución de este designio nos vamos a centrar fundamentalmente en el texto Maquiavelo y nosotros, editado por François Matheron y que fue escrito por Althusser entre 1971 y 1972 y a la ya mencionada conferencia Soledad de Maquiavelo, llevada a cabo en el año 1977, no sin detenernos, aunque sea de modo subsidiario, en el escrito de 1982 intitulado La corriente subterránea del materialismo del encuentro. Asimismo, es importante señalar, a modo de cierre de la introducción, que la revisión de la incursión y el estudio althusseriano de la obra del pensador florentino nos va a permitir comprender y aprehender —en palabras de De Ípola— el “profundo viraje” (2007, p. 181) de la filosofía althusseriana o, como prefiere expresar Antonio Negri, que “algo se ha roto” (Negri, 2004, p. 11) en ella: permitirá comprender el pasaje de un discurso centrado en la necesidad ineluctable de la ciencia y la estructura hacia un discurso que se abre paso a la contingencia como principio inherente a cada momento, a cada coyuntura y en definitiva, al curso mismo de la historia, en cuyo lugar va a operar la virtuosa y/o afortunada fuerza de voluntad de un individuo.
Teoría y práctica política: el problema del comienzo, de la fundación
Advertíamos en la introducción el carácter sorprendente del pensamiento maquiaveliano, un modo de pensar que nos deja absortos, desconcertados. Debemos este desconcierto al hecho de que Maquiavelo es un teórico de la novedad, pues opera una ruptura e inaugura un nuevo comienzo. Y, en efecto, es el propio florentino quien expresa en el proemio de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio que se ha “decidido a entrar por un camino que, como no ha sido aún recorrido por nadie, me costará muchas fatigas y dificultades” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 27,)
Mas, ¿cuál sería este camino aún no recorrido, este nuevo comienzo? Podría argüirse que este comienzo es aquel que inaugura el conocimiento acerca del arte de gobernar y de hacer la guerra, es decir, el comienzo de una nueva ciencia positiva de la política, esto es, lo que conocemos coloquialmente con el nombre de ciencia política. En este sentido, Maquiavelo habría fundado la ciencia política moderna y la habría abordado al modo de la física de Newton, a saber, mediante la formulación de leyes que determinan la gramática de los Estados y el modo de gobernarlos. Ahora bien, aunque en parte es innegable la veracidad de este factum —el descubrimiento de la ciencia política moderna—, Althusser desestima esta tradición interpretativa y se incorpora en otra. Para Althusser, la novedad y lo sorprendente de Maquiavelo —que ya anticipamos en la introducción— residiría en que él es el primero en pensar y plantear el problema de la cuestión de las condiciones de la fundación de un Estado nacional en un país sin unidad como es la Italia de su tiempo, un país fragmentado, atomizado, víctima de divisiones internas y de invasiones externas.
Podría decirse, que el problema del comienzo, el problema de la fundación del Estado nacional que acosa a Maquiavelo, es un problema que concierne no a la teoría, sino a la práctica política, o mejor, que el propio texto se inscribe al interior de un problema político práctico, aunando, al mismo tiempo, teórica y práctica política. La genialidad de Maquiavelo radica en que:
Nos propone […] a través del examen teórico de un problema político, otra cosa diferente que el examen de un problema teórico. Quiero decir con esto que su relación con el problema político en cuestión, no es una relación teórica, sino una relación política. Por relación política entiendo no una relación de teoría política sino una relación de práctica política. Que esta relación de práctica política pone en juego elementos de teoría política constituye para Maquiavelo una necesidad de la propia práctica política. (Althusser, 2004, p. 55)
Por otra parte, un nuevo comienzo requiere desterrar las formas antiguas de reflexión de la política. Es por ello que Althusser recupera una de las frases más eximias e ínclitas del florentino, aquella que profiere que a Maquiavelo le “ha parecido más conveniente buscar la verdadera realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 61). Esta conducción por el camino de la verità effettuale lo previene de caer en la representación imaginaria y subjetiva de la política, es decir, le permite eludir la oclusión propia de la ideología cristiana y de todas las teorías políticas propias de la Antigüedad. Esta maniobra elusiva respecto de la filosofía política clásica y del cristianismo habilita, al mismo tiempo, una crítica necesaria hacia todos aquellos discursos edificantes apoyados sobre la religión y la moral propios de los humanistas y religiosos contemporáneos al florentino, es decir, faculta la denuncia de las representaciones imaginarias antiguas y contemporáneas.
Ahora bien, como venimos insistiendo, el problema que desgarra la conciencia de Maquiavelo es el problema de la constitución del Estado nacional italiano. Sin embargo, es preciso observar que la reflexión teórica maquiaveliana refiere siempre al caso italiano, esto es, el tratamiento del problema político de la unidad nacional no es evocado en Maquiavelo desde un punto de vista general, sino que este tratamiento se atiene y alude a la coyuntura singular. Es un problema de caso: el caso de la fragmentación, atomización y miseria política de Italia. Es por esta razón que Althusser se anima a enunciar que:
No es aventurado decir que Maquiavelo es el primer teórico de la coyuntura, o el primer pensador que conscientemente, si bien no ha pensado el concepto de coyuntura, si bien no ha hecho de la coyuntura el objeto de una reflexión abstracta y sistemática, sí ha pensado constantemente, de manera insistente y extremadamente profunda, dentro de la coyuntura, es decir, en su concepto de caso singular aleatorio. (Althusser, 2004, pp. 55-56)
Es la coyuntura la que le impone a la teoría maquiaveliana de un modo negativo, pero a su vez objetivo, el problema de la unidad nacional en Italia. Y es la coyuntura la que le impone a Maquiavelo la pregunta por su solución: ¿bajo qué forma —utilizando un lenguaje maquiaveliano— agrupar, ordenar la materia fragmentada italiana, y promover la unidad nacional? A esta forma Maquiavelo le asigna el nombre de Príncipe, príncipe que, por supuesto, debe ser radicalmente nuevo, puesto que la tarea es radicalmente nueva; asimismo, esta aparición exige el despojo de los particularismos propios de una Italia feudal si desea encaminarse hacia la constitución de una nueva forma política —el Estado nacional— que promueva la unidad nacional y propicie, a su vez, “las primeras formas de unificación económica, política, jurídica e ideológica de la nación” (Althusser 2004, 51); se trata, precisamente, de particularismos que entrañan agudas contradicciones y conflictos de clase entre los señores feudales, deseosos de sostenerse en el poder tanto económico como político, y la burguesía incipiente, dispuesta a ocupar ese honorable lugar de poder.
¡Ha emergido por fin el Príncipe Nuevo! Es este individuo el encargado de realizar la tarea más importante de la coyuntura analizada por Maquiavelo. Como explica Althusser, no es curioso que sea un agente individual el encargado de ejecutar esta faena: se corresponde con un período en el que la monarquía absoluta había resultado exitosa tanto en Francia como en España, experiencias de las que el florentino no era ajeno por haber ocupado un puesto diplomático. Un individuo, entonces, dotado de virtù, un individuo de excepción, capaz de unificar a Italia bajo un Estado nacional. Y sin embargo, un individuo que es anónimo, un individuo que es necesario que sea anónimo y que emerja, de alguna manera, ex nihilo, que no tenga nombre ni lugar; que surja, en cierto modo, del mismo vacío, del mismo abismo del que emerge la propia teoría de Maquiavelo, es decir, que implique una ruptura, un desapego de todo lo antiguo, un distanciamiento respecto de las cadenas del feudalismo. Todo ello porque este
anonimato es un modo de recusar a todos los príncipes existentes, a todos los Estados existentes y de llamar a un desconocido a constituir un Estado nuevo […], un desconocido que parta así de nada, y si la fortuna se conjuga con su virtù, podrá entonces tener éxito siempre que, desde luego, funde un Estado nuevo, un Estado capaz de durar y de engrandecerse, es decir, de unificar por la conquista o de otro modo la totalidad de Italia. (Althusser, 1977, p. 157)
Sobre el final de la cita se pone de manifiesto el problema ulterior a la constitución del Estado y que en verdad es el problema más importante y el más complejo de poner en práctica: nos referimos al problema de la duración, problema del que trataremos en el apartado siguiente. Pero volvamos por unos instantes a la cuestión del Príncipe Nuevo.
Un individuo virtuoso, entonces, nacido del vacío y de la nada de la miseria política de Italia, una calamidad radical que ha deformado a Italia, que la ha despojado de toda forma. Un príncipe nuevo, entonces, que oficie de escultor para dotar de forma a una materia dispersa, fragmentada, informe; un príncipe nuevo que a su vez se encuentre completamente solo, “porque para fundar un Estado es preciso, dice Maquiavelo, ‘estar solo’, es preciso estar solo para forjar la fuerza armada indispensable a toda política, solo para dictar las primeras leyes, solo para sentar y asegurar el ‘cimiento’” (Althusser, 1977, p. 157).
Un príncipe que, además de virtuoso, sea asistido por el don de la Fortuna: como César Borgia, que luego de un golpe de la Fortuna, y sin ser nadie, siendo un completo desconocido, supo fundar un principado nuevo y, en efecto, pudo haber unificado Italia sellando un destino seguro, de no ser porque la mismísima Fortuna le arrebató a su padre —el papa Alejandro VI— y luego, casi exánime a causa del paludismo le impidió llevar a cabo esa labor y le extinguió también su vida. Un individuo, en suma, virtuoso, afortunado, excepcional, capaz de hacer posible la unidad bajo condiciones imposibles en una Italia desnuda, tan desnuda “como una página en blanco sobre la cual el Príncipe Nuevo podrá escribirlo todo” (Althusser, 2004, p. 88).
Son estas las cualidades propiciatorias de la constitución del Estado nacional italiano, del caso de Italia, de su coyuntura, cualidades que instituyen el primer momento de la constitución del Estado —momento que Althusser gusta en llamar monárquico o dictatorial— y que requieren de la soledad del individuo que deviene príncipe: misma soledad que condujo a Maquiavelo a separarse del modo de reflexión política de la Antigüedad, a despojarse de esas representaciones imaginarias que imperaban sobre el pensamiento político y que impedían columbrar la verità effettuale de la política: la necesidad de unificar Italia bajo la égida de un Estado nacional.
El problema de la duración: el enraizamiento del poder, la lucha de clases y la imagen de Roma
En el apartado anterior dejamos suficientemente en claro que la lectura althusseriana de Maquiavelo —que retomaba en parte las lecturas pretéritas de De Sanctis y Gramsci—se apoyaba como eje central en el problema de la constitución de un Estado nacional, aplicado al caso concreto y coyuntural de la Italia del siglo xvi. Asimismo, veíamos que esta tarea sólo era posible a través de la mediación de un sujeto político excepcional, apto para intervenir en la práctica política y transformarla de plano, a saber, el Príncipe Nuevo, esa subjetividad, que ubicada en el abismo vertiginoso que separa la situación crítica y el nuevo orden a fundar, es capaz de promover la constitución de éste último en soledad. Soledad que es coetánea a todo (re)comienzo; soledad que es correlato del vacío de la coyuntura italiana; soledad que es correlativa al carácter excepcional de la empresa, “que exige que él —el Príncipe—detente todos los poderes” (Althusser, 2004, p. 96), toda la autoridad.
A este momento inicial principesco, monárquico que marca el comienzo, la fundación del Principado Nuevo, le sucede un segundo momento —el más importante, quizás, a los ojos de Maquiavelo—, el momento de la duración, del mantenimiento del Principado, que va a tomar, de aquí en más, el espacio de nuestra reflexión. Ahora bien, si al momento de fundación de lo nuevo, ya lo advertimos, le corresponde el Príncipe como sujeto político, como voluntad inclaudicable en cuya decisión solitaria se deposita la fe de la constitución del Estado nacional, al segundo momento de duración, de permanencia, le corresponde el Pueblo como sujeto político, o como veremos enseguida, le corresponde el enraizamiento del poder en el Pueblo a partir de la figura del Príncipe. Asimismo, si al momento de fundación le sienta mejor la monarquía, el momento de la duración sólo puede sostenerse a través de una constitución mixta, extraña y ajena a la monarquía; constitución que, como veremos más adelante, se enraíza, a lo largo de la obra maquiaveliana, en la figura mítica de Roma.
La lucha de clases y el enraizamiento del poder en el Pueblo
Una vez acaecida la constitución del Estado a través de la emergencia del Príncipe Nuevo, se manifiesta la necesidad de sostener en el tiempo esta unidad política. Sin embargo, este segundo momento se halla atravesado por una lucha de clases, o dicho más propiamente y mediante categorías maquiavelianas, por el conflicto entre dos tipos de humores, dos diversos apetitos: los Grandes y el Pueblo. Maquiavelo lo expresa así: “porque en todas las ciudades existen estos dos tipos de humores; que nacen del hecho de que el pueblo no quiere ser gobernado ni oprimido por los grandes y en cambio los grandes desean dominar y oprimir al pueblo” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 38). Ante este conflicto irresoluble entre dos humores, antes esta lucha de clases —como prefiere designar a Althusser— emerge y se erige la figura del Príncipe, como un tercer personaje apto para dirimir la cuestión, colocándose por encima de esta lucha de clases, tomando partido por alguno de ambos humores. Pero, ¿por quién tomará partido este Príncipe? Al respecto Maquiavelo enuncia lo siguiente:
Aquel que llega al principado con la ayuda de los grandes, se mantiene en él con mayor dificultad que el que llega con la ayuda del pueblo; porque se encuentra príncipe entre otros muchos a su alrededor que se creen iguales a él y por eso no les puede ni mandar ni manejar a su manera. Pero aquél que llega al principado con el favor popular, se encuentra solo en él, y tiene a su alrededor a muy pocos o ninguno que no estén dispuestos a obedecer. (Maquiavelo 1531/1993, 38-39)
Parecería ser que el Pueblo es el partido más seguro, pues, “además, no se puede honestamente y sin ofender a otros, satisfacer a los grandes, pero sí se puede satisfacer al pueblo: porque el del pueblo es un fin más honesto que el de los grandes, ya que éstos quieren oprimir y aquél no ser oprimido” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 39). Asimismo, un argumento similar se encuentra en el capítulo cinco del libro primero de los Discursos… (Maquiavelo, 1531/2000, 43-46) en donde se expone que el florentino prefiere colocarse del lado de aquellos —los romanos— que establecen como guardián de la libertad al Pueblo por sobre los Grandes, pues en éstos veremos “un gran deseo de dominar”, mientras que en el Pueblo se vislumbra “tan sólo el deseo de no ser dominados, y por consiguiente mayor voluntad de vivir libres” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 44). El partido que debe tomar el Príncipe está claro, o por lo menos, lo está para Maquiavelo: este partido es el Pueblo; es por y a partir del Pueblo que se puede sostener el poder del Estado nacional y hacerlo perdurable, duradero.
Dicho esto, es importante señalar que la lucha de clases, a pesar de tener una solución en la decisión principesca a favor del Pueblo, es un problema tan sólo en apariencia. Como ya hemos visto a partir de la cita de Maquiavelo, la lucha de clases es consustancial a toda ciudad, pero es, además, indispensable para el fortalecimiento y el engrandecimiento del Estado en la medida en que ese conflicto entre Grandes y Pueblo promueve leyes que estabilizan y suturan esa oposición. La idea de las leyes que funcionan como barrera frente al deseo de dominar de los grandes es recuperada por Maquiavelo a partir de la imagen de Roma, que será tratada más en detalle en el próximo apartado; contentémonos por ahora con saber que las leyes contienen en sí mismas temor, y que es, en parte, ese temor el que estabiliza el conflicto entre Pueblos y Grandes y le permite al Príncipe escoger el bando popular.
Hemos mencionado que el Príncipe debe dirigir el Estado enraizándolo en el Pueblo y, por ello, la práctica política del Príncipe, su práctica política, está determinada por la naturaleza popular del Estado. Es preciso, pues, enfocarnos —desde el tratamiento que hace Althusser al respecto— en la práctica política que hace al enraizamiento del poder en el Pueblo, es decir, en la práctica política llevada a cabo por el Príncipe para relacionarse con el Pueblo y apoyarse en él como fundamento legítimo de su poder.
En el análisis althusseriano de los medios políticos utilizados por el Príncipe para volverse Pueblo o devenir varios, esto es, para ganarse el favor popular y de esta manera hacer perdurable al Estado, Althusser identifica tres elementos:
En un extremo el aparato de la fuerza, representado por el ejército; en el otro extremo el aparato del consentimiento, representado por la religión y por todo el sistema de ideas que el pueblo se hace del Príncipe; entre ambos, el aparato político-jurídico, representado por el “sistema de leyes”, resultado provisional y marco institucional de la lucha entre las clases sociales. (Althusser, 2004, p. 110-111)
De las leyes ya hemos hecho algunas menciones. Estas emergen producto de la canalización de la lucha de clases, están ligadas a esta lucha y consagran, ante todo, el reconocimiento del pueblo como actor político relevante. Las leyes, entonces, poseen efectos: canalizan la lucha de clases y estabilizan el antagonismo. En este sentido es importante la idea de constitución mixta que veremos más adelante con el caso de Roma. Centrémonos, por tanto, en los extremos: el ejército y la ideología.
La cuestión del ejército es agrupada por Althusser a partir de cuatro tesis. La primera de ellas indica que el ejército es el “aparato de Estado por excelencia, el primer aparato, lo que constituye al Estado como fuerza y le da una existencia material real, es decir, política e histórica” (Althusser, 2004, p. 111). Un Príncipe sin ejército no puede triunfar, es un profeta desarmado como lo fue Savonarola. “Éste había recurrido a la religión, a la ideología, es decir, al otro atributo esencial del poder del Estado, le faltaba el previo absoluto, el atributo número 1 del poder del Estado, el aparato de Estado de la fuerza armada” (Althusser, 2004, p. 111). Si bien, como ya hemos mencionado en la quinta nota al pie, podemos inquirirnos sobre la figura de Jesús, es evidente que el poder del Príncipe se beneficia de la posesión de un ejército. No es suficiente apoyarse en las leyes y en la ideología popular; es sustancial y significativo disponer de una fuerza armada que sostenga tanto lo legal como lo ideológico, que funcione como cimiento de ambas. En última instancia, para Althusser, esta tesis pone de relieve el primado de lo militar sobre lo ideológico.
La segunda tesis explicita que es “necesario considerar al ejército, su constitución, su formación y su empleo ante todo desde el punto de vista de la relación de la política” (Althusser, 2004, p. 112). En este sentido, es Maquiavelo el primero en resaltar el “primado de lo político sobre lo militar en las cuestiones militares mismas” (Althusser, 2004, p. 112), es decir, en colocar la política por sobre la técnica militar. Contra todas las opiniones comúnmente aceptadas Maquiavelo desestimó el rol del dinero como el nervio de la guerra, adjudicando este papel protagónico a los buenos soldados. Asimismo, sostuvo la idea de que la valentía militar y política constituían los elementos fundamentales que dirimían toda batalla.
La tercera tesis se propone negar esa dualidad, ese antagonismo que parecería presentarse entre fuerza y consentimiento, entre ejército e ideología. Si a partir de la primera tesis lo militar primaba por sobre lo ideológico y, de acuerdo a la segunda tesis, es lo político lo que prima sobre lo militar, Althusser concluye en que es esta última tesis, la de la primacía de lo político, la que le otorga el verdadero sentido a la primera tesis. La primacía de lo político sobre lo militar imposibilita la reducción del poder del Estado al ejercicio de la pura fuerza, de la pura técnica militar que tan sólo instrumentaliza los efectos subordinados de lo ideológico. La fuerza armada es la realización de la política desde el punto de vista de la violencia. Pero, asimismo, la política misma se realiza también al interior de las leyes y de la ideología. La dualidad fuerza/consentimiento no es, por lo tanto, antagonista, muy por el contrario, “esta dualidad realiza dos formas necesarias del poder de Estado bajo una misma dominación: la de la política popular y nacional del Príncipe” (Althusser, 2004, p. 113).
La última tesis va al centro de la cuestión: existe una consigna, una lógica que lo domina todo: “el Príncipe debe contar con sus propias fuerzas, entendiendo por ello sus fuerzas en sentido estricto, su ejército, y sus fuerzas en sentido amplio: ambas son las mismas, las fuerzas del Príncipe son las de su pueblo” (Althusser, 2004, p. 113). Esta idea de las fuerzas propias, de las armas propias, es fundamental, pues permite al Príncipe sostener su Estado en el tiempo y resolver, de esta manera, el problema de la duración. No es casual, pues, que Maquiavelo dedique algunas páginas de El Príncipe a rechazar tres tipos de tropas o ejércitos que, de acuerdo a su buen juicio, serían fementidos y espurios: los ejércitos mercenarios, los ejércitos auxiliares y los ejércitos mixtos. No es nuestra intención desarrollar los argumentos en torno a estos tres tipos de ejército; lo que sí nos interesa subrayar al respecto es que estos tres tipos de tropas están signados por la marca de la ajenidad, es decir, son ajenos en el sentido de que no pueden ser absolutamente propios, pues tarde o temprano traicionarán al Príncipe, quebrantando su lealtad. ¿Cuál es, entonces, la naturaleza propia del ejército deseable para un Príncipe Nuevo? Ya lo hemos dicho: el ejército nacional debe ser popular, lo que implica una nueva concepción política del ejército en la cual el pueblo armado juega un rol protagónico al interior del funcionamiento del ejército. Veamos más de cerca esta nueva concepción del ejército maquiaveliana.
Primariamente, podríamos pensar que el ejército debe servir para edificar el nuevo Estado, como especie de medio ad hoc para la consecución de los fines nacionales y populares. En este sentido, la relación que entablan los medios y los fines sería la de una relación de exterioridad, en la cual el ejército opera como instrumento técnico neutro y como reglas técnicas de ejercicio militar que funcionan como medio para el fin de la política nacional. Sin embargo, Maquiavelo rechaza esta idea, pues lo exterior es ajeno, no es propio y es políticamente incompatible con el objetivo político de la unidad nacional. Es por ello que el Príncipe debe armar a su pueblo, a sus súbditos, dotándose de armas propias y es producto de este movimiento que el medio —el ejército— abandona su exterioridad respecto al fin —la nación— y, al ser nacional y popular, deviene interior al propio fin. No obstante, esto no concluye aquí:
El ejército, que es la fuerza dentro del Estado, y que como tal puede ser contraria a las formas del consentimiento o distinguirse de ellas, no es solamente una fuerza: es también y al mismo tiempo una institución que social y políticamente influye en el espíritu de los soldados y del pueblo, una institución que forma el consentimiento. El aparato militar ejerce al mismo tiempo una función ideológica. La ideología aparece así en el propio ejército como el otro medio del poder del Príncipe. (Althusser, 2004, p. 117)
Si antes argumentamos que la dualidad fuerza/consentimiento no era antagonista, ahora podemos decir, en virtud de la cita, que la dualidad no existe como tal, o mejor, que ambos polos se funden entre sí, (con)fundiéndose.
Hemos de examinar ahora el otro extremo del problema de la práctica política del Príncipe: la ideología. Desde la perspectiva althusseriana, este asunto es desarrollado por Maquiavelo a partir de la exposición de dos temas: “el uno relativamente simple: la religión, el otro muy complejo: la representación del personaje del Príncipe en la opinión del pueblo” (Althusser, 2004, p. 117).
Aclara Althusser que el tratamiento maquiaveliano de la religión se conduce exclusivamente desde un punto de vista factual, es decir, puramente político. Bajo esta perspectiva la religión aparecería como un instrumento más, junto al ejército, para la constitución y la duración del Estado. “La trata como una realidad existente definida por su función política. La interroga únicamente, en realidad, por la cuestión política de las condiciones y de las formas de su utilización y de su transformación” (Althusser, 2004, p. 117).
La cuestión de la religión es introducida por Maquiavelo, entre otros muchos pasajes y capítulos, en el capítulo once del libro primero de los Discursos... (Maquiavelo, 1531/2000, pp. 67-71) en donde se habla de la religión de los romanos. Allí se dice que, luego de que Rómulo haya sentado las bases fundamentales de Roma y diseñado sus leyes, fue precisa la aparición de Numa para hacerse cargo de aquellas cosas en las que no había reparado Rómulo. Aquel —Numa— “encontrando un pueblo ferocísimo, y queriendo reducirlo a la obediencia civil con artes pacíficas, recurrió a la religión como elemento imprescindible para mantener la vida civil” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 67). La religión aparece, de esta manera, como una condición de la obediencia militar y la obediencia a las leyes, pues “puede verse, analizando atentamente la historia romana, qué útil resultó la religión para mandar los ejércitos, para confortar a la plebe, mantener en su estado a los hombres buenos y avergonzar a los malos” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 68). La religión, por tanto, comprende en sí misma una función ideológica, consensual, en la medida en que es capaz de incorporar al pueblo al conjunto de instituciones existentes así como habilitar la obediencia de las leyes, y logra este cometido por medios no violentos —al menos no físicamente violentos—, a través del temor de Dios. “Porque, donde falta el temor de Dios, es preciso que el reino se arruine o que sea sostenido por el temor a un príncipe que supla la falta de religión” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 70).
La esencia de la religión es el temor, “forma más económica y segura de la ideología” (Althusser, 2004, p. 118). Mas si la religión es un sostén ideológico implacable, es a su vez un sostén necesario, pues presenta la ventaja de ser perenne, exenta de las turbulencias de la contingencia y del azar, factores a los que está expuesto el Príncipe. Por ello, como anota Maquiavelo “no es, pues, la salvación de un reino o de una república tener un príncipe que gobierne prudentemente mientras viva, sino uno que lo organice todo de manera que, aún después de muerto, se mantenga” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 70). Sobre la religión concluye Althusser que “a través de todas estas cuestiones aparece cierta concepción de la religión como ideología política y moral de masas que presenta un doble rostro: el temor, que retiene a los súbditos en la obediencia, y la virtù, que inspira una conducta y acciones dignas del Estado” (Althusser, 2004, p. 119). Es sobre este fondo religioso donde va a desarrollarse el segundo elemento de la ideología: la representación del príncipe en la opinión popular.
Sabemos que el Príncipe es un individuo particular; pero no es un individuo particular cualquiera, pues no está, como éstos, dominado por la satisfacción de sus pasiones y necesidades, acorralado por la religión y la moral, juzgado en virtud de sus vicios y virtudes. No. El Príncipe escapa a todas esas determinaciones, está cortado por una tela distinta, porque su fin es histórico y consiste, como ya vimos suficientemente, en fundar, consolidar y ampliar un Estado duradero. En función de este fin, es juzgado no en función de su virtud moral, sino en función de la virtù política, de todas esas cualidades inherentes al Príncipe y que le permiten la consecución del fin histórico. “En este ámbito de existencia el Príncipe sólo puede ser juzgado a partir de un criterio: el éxito” (Althusser, 2004, p. 119). Pero debe aclararse que es la empresa política del Príncipe la que define el éxito, es decir, que solamente cuenta el resultado exitoso del fin histórico que se encomendó al Príncipe y no cualquier otro. “Solo el resultado cuenta; pero sólo el fin es juez del resultado que cuenta” (Althusser, 2004, p. 119).
¿Cómo pensar, en este orden de cosas, la relación entre la virtù política y las virtudes y vicios morales? Diremos que la virtù no es lo contrario de la virtud moral, porque es de un estatuto diferente, de un orden distinto. La virtù no excluye la virtud moral; de hecho, puede incluirla, pero siempre la excede. En efecto, “la virtù puede tomar la forma de la virtud moral: pero entonces hay que decir que el Príncipe es moralmente virtuoso por mor de la virtù política, y Maquiavelo desea que lo fuera lo máximo posible” (Althusser, 2004, p. 120). Es la virtù la que lo domina todo y excede la virtud moral, pues es también preciso que el Príncipe sea capaz de no ser bueno, haciendo de la inmoralidad una virtud, utilizando la crueldad de un modo oportuno, en aquellas ocasiones en las que es necesario afianzarse en el poder, pero sin insistir en ello luego. Es este uso adecuado de la crueldad, del vicio moral, lo que distingue a Oliverotto da Fermo de César Borgia, pues uno supo hacer uso de la crueldad asestándola de un solo golpe, mientras que el otro no cesó nunca de utilizarla, socavando su poder.
Por lo tanto, es el fin histórico del Príncipe el que juzga el resultado y, por tanto, el que juzga la virtù. “Moral siempre que sea posible, inmoral cuando el resultado político lo exija, pero siempre por virtù, moral por virtù, inmoral por virtù: así es el Príncipe” (Althusser, 2004, p. 120). Y Althusser completa: “aun siendo el atributo de un individuo, la virtù no es la esencia interior de la individualidad; ella no es más que el reflejo, tan consciente y responsable como sea posible, de las condiciones objetivas de la realización de la tarea histórica de la actualidad en un individuo Príncipe” (Althusser, 2004, p. 120).
Vista la relación entre virtù y virtud moral, de donde colegimos que la posición excepcional que ocupa el Príncipe lo insta a poner la virtù por sobre toda virtud moral, en función de la realización de su tarea histórica, es preciso volcarnos directamente en los principios que guían la práctica política del Príncipe, que guían su acción referida hacia el Pueblo: es preciso adentrarnos, pues, en el asunto de la representación del Príncipe en la opinión popular.
Posiblemente el capítulo más paradigmático en torno a la representación del Príncipe sea el capítulo xviii de El Príncipe (Maquiavelo, 1531/1993, pp. 70-73). Este capítulo, que versa sobre “De cómo los príncipes han de mantener la palabra dada”, contiene uno de los más insignes y comentados pasajes de toda la obra maquiaveliana: “debéis, pues, saber que hay dos modos de combatir: uno con las leyes; el otro con la fuerza; el primero es propio de los hombres, el segundo de las bestias” (Maquiavelo, 1531/1993, pp. 70). El Príncipe debe ser doble, hombre y bestia, puesto que muchas veces las leyes no bastan, siendo conveniente recurrir a la fuerza. Visto rápidamente hasta aquí, estaríamos ante la ya conocida oposición entre fuerza y consentimiento que hemos venido subrayando anteriormente. Ahora bien, Althusser aclara algo respecto a qué implica aquí actuar como un hombre: “quiere decir gobernar ‘con las leyes’, es decir, con las leyes morales, respetando las leyes morales como la bondad, la fidelidad, la liberalidad, el mantenimiento de la palabra dada, etc.” (Althusser, 2004, p. 121). Es indispensable para un Príncipe practicar estas virtudes morales pues lo acercan al pueblo, quienes reconocen en el Príncipe una figura de bien. Sin embargo, como dijimos, estas leyes son insuficientes y es necesario recurrir a la fuerza, a lo otro de la moral, siempre con la vista puesta en el fin histórico —el mantenimiento del Estado italiano— que juzga el resultado de esa fuerza. Hasta aquí todo se repite y parece agotarse.
Sin embargo, resulta que la bestia se desdobla, toma la forma de la duplicidad; el Príncipe ha de escoger entre dos bestias: el león y el zorro. El león representa la fuerza feroz, la fuerza lisa y llana; el zorro, por su parte, expresa la artimaña y la astucia. “Los que sólo imitan al león no saben lo que llevan entre manos y el que mejor ha sabido imitar a la zorra ha salido mejor librado” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 71). No hay dudas: imitar al león es insuficiente, pues no permite escapar de las emboscadas y las trampas adversarias; es preciso imitar al zorro, pues no sólo escapa de aquellas trampas tendidas, sino que es capaz de tenderlas para apresar a otros. “Ser zorro es ser el maestro de la artimaña” dice Althusser (2004, p. 121).
Ahora bien, ¿cuál es la relación que guarda la artimaña con la fuerza? ¿No es acaso la artimaña algo completamente extraño a la fuerza? La paradoja de la artimaña radica en que no tiene existencia propia, pues se apoya o bien en las leyes o bien en la fuerza y, sin embargo, las domina a ambas. Como enuncia Althusser, “la artimaña no es entonces una tercera forma de gobierno —junto a las leyes y la fuerza—, es un gobierno de segundo grado, una manera de gobernar a las otras dos formas de gobierno: la fuerza y las leyes” (Althusser, 2004, p. 122). La artimaña abre, de alguna manera, un espacio que vas más allá de la fuerza y de las leyes; abre un espacio propio, un registro propio en donde las leyes y la fuerza se transmutan, se trastocan, se reemplazan, se fingen y se invierten. “El dominio de la artimaña en el Príncipe es la distancia que le permite, a voluntad, jugar sobre y con la existencia de la fuerza y de las leyes y, en el sentido más fuerte de la palabra, simularlas” (Althusser, 2004, p. 121).
Veamos muy brevemente la relación entre las leyes y la artimaña. Sabemos cuán loable es para el Pueblo aquel Príncipe que gobierna solamente mediante leyes —mediante la virtud moral: buena fe, bondad—; pero, ¿cuál es el estatuto moral de aquel que juzga razonable gobernar mediante la artimaña? Althusser responde: “la artimaña se opone a las leyes como la inmoralidad a la moralidad. Servirse de ardides con las leyes es, en efecto, ‘embaucar el espíritu de los hombres’, es ‘engañarles’ con mentiras y trampas” (Althusser, 2004, p. 121). Vemos por qué Maquiavelo coloca la artimaña del lado de la bestia: practicar las leyes morales es actuar como un hombre, pero ser un zorro es practicar una “violencia no violenta” (Althusser, 2004, p. 121), es faltar a la fe y a la palabra dada; es, en última instancia, un acto inmoral próximo a la fuerza e, incluso, más inmoral que la fuerza misma, pero a su vez, más arcano, más simulado y disimulado. En conclusión, como declara Althusser: “la artimaña es la capacidad de gobernar inmoralmente mediante leyes; es el arte de fingir que se observan las leyes violándolas totalmente o torciéndolas. Es la necesidad y la inteligencia del no ser bajo las apariencias del ser, y viceversa” (Althusser, 2004, p. 121).
Ahora bien, la acción principesca se establece en un campo donde se encuentran hombres, los cuales obedecen ciertas costumbres, ciertas leyes tanto religiosas como morales; “en una palabra, hombres sometidos a representaciones, opiniones, lo que nosotros podemos, anacrónicamente, llamar ideologías” (Althusser, 2004, p. 123). Esto quiere decir que la práctica política del Príncipe debe inscribirse al interior de esta ideología popular para, de esta manera, producir en ella efectos que favorezcan la representación del Príncipe en el pueblo. Es en esta relación entre la acción política del Príncipe y la ideología popular en donde interviene la artimaña. Y precisamente la artimaña puede intervenir porque el pueblo se fía más de las apariencias que de la realidad, pues “los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos” (Maquiavelo, 1531/1993, pp. 72-73) y además “los hombres son tan crédulos, y tan sumisos a las necesidades del momento, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 71). Es la tarea del Príncipe concretar el engaño por excelencia: “aquel que presenta a los hombres la apariencia misma en la que ellos creen, que reconocen, en la que se reconocen, digamos, en la que su ideología se reconoce en ellos, la de las leyes morales y religiosas” (Althusser, 2004, p. 124).
El Príncipe debe inscribir la artimaña al interior de la ideología popular; pero esto implica la adquisición de un saber: el Príncipe debe saber no ser bueno. Es preciso que sea bueno y virtuoso —en el sentido de la virtud moral— en la medida de lo posible, pero, a su vez, es preciso que sepa practicar el mal. Incluso, el Príncipe debe saber “‘adornar’ su conducta inmoral como conducta moral y fingir la virtud” (Althusser, 2004, p. 124) o como dice Maquiavelo “un príncipe no ha de tener necesariamente todas las cualidades citadas, pero es muy necesario que parezca que las tiene” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 72).
En el fondo de esta conducta apariencial del Príncipe aparece siempre la primacía de la “política a secas” (Althusser, 2004, p. 124), porque es la política la que ordena, en virtud de su fin, la elección tanto de las virtudes como de los vicios políticos y “quien impone su disimulo cuando las circunstancias lo requieren” (Althusser, 2004, p. 125). Esto significa que la política ideológica del Príncipe debe alejarse de ser demagogia ideológica, pues no se trata de conformar totalmente la conducta del Príncipe a la ideología popular, sino, más bien, de controlar políticamente esta conducta en función de las circunstancias, sabiendo siempre que hay vicios que hacen reinar sin importar las apariencias, verbigracia, ser cruel al comienzo de la constitución del Estado o ser mezquino en toda ocasión.
Pese a todo, el culmen de la relación entre el Príncipe y el Pueblo se juega en los efectos de la representación que del Príncipe se haga el Pueblo. Maquiavelo presenta esta cuestión, a partir de la tríada amor/temor/odio. Está claro que el Príncipe está perdido si se gana el odio de su Pueblo, pues la tentación de los Grandes de derrocarlo sería muy grande y de un éxito asegurado; por eso, de lo que se trata es de evitar a cualquier costo ser odiado por el propio Pueblo. Y, sin embargo, el amor del Pueblo es también rechazado por Maquiavelo puesto que es inconstante, porque los hombres aman en virtud de su voluntad y “mientras les favoreces, son todo tuyos, te ofrecen su sangre, sus bienes, la vida e incluso los hijos —como ya dije antes— mientras no los necesitas; pero cuando llega el momento, te dan la espalda” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 67). A causa de esto, Maquiavelo encuentra un vínculo más seguro que surge de la representación del Príncipe: el temor. Ante la disyuntiva de escoger qué es mejor para un príncipe, si ser amado o temido —puesto que el odio ha sido completamente desplazado—, el florentino no duda en elegir el temor, pues éste es más duradero, más constante que el amor; y es más constante porque “el temor se mantiene gracias al miedo al castigo que no nos abandona jamás” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 68). Pero además, el temor posee la particularidad de estar sujeto a la discreción del Príncipe, contrariamente al amor que, como dijimos, depende de la voluntad popular. Por eso, concluye Maquiavelo que “amando los hombres según su voluntad y temiendo según las del príncipe, un príncipe sabio debe apoyarse en lo que es suyo y no en lo que es de otros” (Maquiavelo, 1531/1993, p. 70).
Pero hay más. Althusser identifica en el odio del Pueblo, un odio hacia los Grandes, un odio de clase. En este sentido, un temor sin odio, que es a lo que aspira el Príncipe, implica un desmarque de los Grandes y una toma de partido por el Pueblo en contra de aquellos. El tomar partido por el Pueblo entraña una relación de amistad con éste. Para decirlo de otro modo, el temor sin odio es “una política ideológica, es la política en la ideología” (Althusser, 2004, p. 126), cuyo objetivo final es ganarse la amistad del Pueblo, indispensable para la duración del Estado. Un Estado que debe ser popular —lo que significa no que el Pueblo detente el poder, sino que, más bien, se reconozca en la figura y la práctica política del Príncipe, primero por temor y luego por amistad— para “resistir las invasiones externas y conquistar los antiguos Estados con el objeto de edificar el Estado nacional” (Althusser, 2004, p. 127). Advertimos, pues, que detrás de toda la maraña de conceptos, de digresiones, de rodeos, emerge el Estado nacional italiano como problema político práctico¸ como la exigencia práctica a resolver y cuya solución encontramos en el Príncipe como voluntad y representación.
Roma locuta, causa finita: Roma como ilusión utópica y como modelo
En la introducción al libro primero de los Discursos..., Maquiavelo se indigna ante el modo en que la Antigüedad es admirada por los hombres de su época; ésta es encomiada en las artes, en la literatura, en la medicina, en la jurisprudencia, etcétera. Sin embargo, en todo se pondera y se imita a Roma, excepto en política. “Sin embargo, cuando se trata de ordenar la república, de mantener el estado, gobernar el reino, organizar el ejército y llevar a cabo la guerra, juzgar a los súbditos o acrecentar el imperio, no se encuentra príncipe o república que recurra a los ejemplos de los antiguos” (Maquiavelo, 1531/2000, p. 28). El propósito de Maquiavelo es rescatar del olvido las ruinas de una Antigüedad negada, rechazada, sacrificada: la Antigüedad de la política, pero no la Antigüedad de la teoría y la filosofía política griega clásica, sino “la de la historia concreta, la de la práctica concreta de la política” (Althusser, 2004, p. 80). Maquiavelo rememora la práctica política de Roma con el fin de someterla a comparación con la Italia de su época: Roma —centro de los centros del pasado, el modelo par excellence de la duración de un Estado— opera como arquetipo para la Italia del siglo xvi —centro de los centros de la miseria política. Nuevamente, observamos que el fin político-práctico de Maquiavelo —la constitución de un Estado nacional que dure— somete su escritura y la elección de sus ejemplos y, por ello, Althusser escribe: “la Antigüedad interviene tan sólo bajo la determinación de Roma, para aclarar el centro de todo, que es el vacío político de Italia, y la tarea de llenarlo” (Althusser, 2004, p. 81).
Ahora bien, ¿qué implica Roma o, mejor, de dónde deriva toda su grandeza? Aventurémonos a responder que la causa de la grandeza de Roma —y esto es al menos parcialmente cierto— radica en su constitución mixta. En este sentido, Maquiavelo apoyándose en Polibio, sostuvo una teoría cíclica de los regímenes políticos según la cual el azar da origen al gobierno entre los hombres, cuya primera manifestación toma la forma de la monarquía. Ésta degenera en una tiranía, que propicia la sublevación de los grandes, que derrocando al tirano y estableciéndose en el poder inauguran la aristocracia. No obstante, la desidia la transforma en oligarquía, generando el odio del pueblo, quien mediante su insurrección promueve la emergencia del gobierno popular. Pero este cae en la infamia de los excesos y el olvido de la virtud, degenerando en licencia. El caótico desenlace de este gobierno favorece la elección popular de un rey, reinaugurándose el ciclo.
Sin embargo, si bien Roma es el modelo y el ejemplo del Estado que ha durado, nunca ha caído dentro del ciclo porque Roma es una república fundada por reyes; es que la singularidad de Roma es la de ser una república que también tiene algo de monarquía,16 pues fue fundada por uno solo, por Rómulo, quien promulgó la primeras leyes. De esta manera, se introduce la idea de constitución mixta, que se sostiene a partir de la representación que Maquiavelo hace de Roma. La historia de Roma alcanza su cenit al establecerse una combinación de los tres poderes: los cónsules —que cumplían la función monárquica—, el Senado —la aristocracia— y, finalmente, los tribunos, quienes representaban al Pueblo. Esta constitución le permitió a Roma evadir la ley del ciclo polibiano de la historia, dejándola sin efecto, al preservar la naturaleza monárquica de Roma al interior de una república.
En vistas de lo dicho, la práctica política de Roma es aquella Antigüedad a la que se debe recurrir, a la que incluso se debe imitar si se quiere sacar del abismo político a Italia, pues “Roma es por excelencia la experiencia objetiva observable de la fundación de un Estado que ha durado” (Althusser, 2004, p. 82), pues ha sabido amalgamar la necesaria monarquía fundacional con la indispensable legislación de la República. “Roma es así la posición de un problema resuelto, el problema mismo de Italia para Maquiavelo” (Althusser, 2004, pp. 82-83).
Ahora bien, si Roma es la experiencia objetiva del Estado que dura, es también, según Althusser, una ilusión utópica. “Si es cierto que toda utopía busca en el pasado la garantía y la forma del futuro, Maquiavelo, que busca en Roma la solución futura al problema político de Italia, no escapa a la ilusión de la utopía” (Althusser, 2004, p. 83). No obstante, el uso que de Roma hizo Maquiavelo no es en absoluto semejante a la utilización moral que de ella hizo la revolución francesa. Según recupera Althusser de Marx y su El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (1852/1972), la revolución francesa debió remontarse a las virtudes morales y políticas de Roma para poder movilizar a las masas en contra de la clase feudal. Necesitaron del ejemplo mítico de Roma para poder ocultar la estrechez de su contenido burgués; necesitaron del exceso de Roma, de esa frase que desborda el contenido, para de esta manera salir al encuentro de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, principios igualmente falsos, puesto que la revolución burguesa sólo condujo a un nuevo tipo de explotación más sofisticada y velada.
Por su parte, “lo que él —Maquiavelo— busca en Roma no son los elementos de una ideología moral, sino, por el contrario, entre otras cosas, la prueba de la necesidad de someter la moral a la política” (Althusser, 2004, p. 85); esto implica, para Althusser que lo que Maquiavelo busca “no es la virtud, sino la virtù, que no tiene nada de moral, ya que tan sólo designa la excelencia de la capacidad política, de la potencia intelectual del Príncipe” (2004, p. 85). Maquiavelo no necesita recurrir a un mito del pasado para pensar su presente; él inaugura una nueva vía, que “ha roto con las ilusiones de la ideología moral de una vez por todas” (Althusser, 2004, p. 85).
Por lo tanto, el utopismo de Maquiavelo no reside en la utilización de Roma como soporte moral, sino más bien, “en el recurso a Roma como garantía o repetición para una tarea necesaria, pero cuyas condiciones de posibilidad concretas son imposibles de definir” (Althusser, 2004, p. 85). La utopía maquiaveliana tiene lugar no por la diferencia entre la estrechez de un contenido finito y actual y la necesaria ilusión de la ideología moral, sino por “la diferencia entre una tarea política necesaria y sus condiciones de realización, a la vez posibles y pensables, pero al mismo tiempo imposibles e impensables, por aleatorias” (Althusser, 2004, p. 85). Como anota Antonio Negri: “pensar lo nuevo en ausencia de todas las condiciones” (2004, p. 14): eso parece ser la esencia de Maquiavelo y, a su vez, el utopismo de su pensamiento, un pensamiento que se ocupa de pensar en los extremos, por pensar más allá de los límites de lo posible, por pensar lo impensable, pero sin dejarse arrastrar por la marea de la imaginación, por las ciénagas del idealismo.
Consideraciones finales: Maquiavelo como filósofo materialista
En la introducción, al recuperar un curso dictado por Althusser en el año 1962, dimos con la paradoja de que Maquiavelo, aunque si bien fue leído con esmero y dedicación, con brío y con denuedo —como merece ser leído un pensamiento intrépido y perspicaz como el del secretario florentino—, fue, también, desestimado como pensamiento filosófico y relegado al rango de mero empirista. Sostenemos que, en la lectura que el francés realiza de la obra del florentino en los años setenta y, posteriormente, en los años ochenta, intenta reivindicar el pensamiento maquiaveliano como un pensamiento a la vez filosófico y materialista. Asimismo, el pensamiento de Maquiavelo, como anticipamos en la introducción, le permite a Althusser desligarse parcialmente del pensamiento marxista, con el cual se hallaba en crisis y, además, reelaborar su propia teoría. En los años ochenta, Althusser inscribe a Maquiavelo en una corriente que aquel denomina “la corriente subterránea del materialismo del encuentro”. Los lineamientos generales de esa corriente están delineados en el texto homónimo de 1982.
En la corriente subterránea del materialismo del encuentro Althusser, apoyándose en la lluvia de átomos de Epicuro, va a describir el movimiento conceptual de esta tradición que recorre la filosofía desde Epicuro hasta Heidegger e, incluso, hasta Derrida. Nos atrevemos a decir que Althusser no encuentra, sino que inventa una tradición materialista desconocida hasta la fecha ignorada por el materialismo que comúnmente asociamos a Marx y Engels. Un materialismo desconocido, decíamos, un materialismo del encuentro. ¿Encuentro de qué? De átomos que, cayendo en el vacío, se encuentran fruto del clinamen, de una imperceptible desviación, que rompiendo la caída paralela, dan lugar a ese encuentro de átomos y dan lugar al mundo. No obstante, lo más relevante de estas ideas es la ruptura con todo Sentido, Fin, Causa anterior al mundo que domina toda la tradición occidental desde los griegos hasta hoy. La no-anterioridad del Sentido es la tesis fundamental que sostiene Epicuro. Todo esto implica que el mundo tiene lugar por el puro efecto de la contingencia, por un encuentro aleatorio de átomos. Sobre esta desviación, Althusser escribe algo que nos recuerda inmediatamente a Maquiavelo: “para que la desviación dé lugar a un encuentro del que nazca un mundo, hace falta que dure, que no sea un ‘encuentro breve’ sino un encuentro duradero que devenga así la base de toda realidad, de toda necesidad, de todo sentido y de toda razón” (Althusser, 2002, p. 15).
¿No es, acaso, la Italia del siglo xvi, la Italia en la que mora Maquiavelo, una suerte de lluvia de átomos (de fragmentos) que no se cesa de caer en paralelo, sin encontrarse nunca entre sí? ¿No es absolutamente contingente el establecimiento de un Estado nacional en Italia? ¿Cómo dar cauce a ese encuentro? Nosotros ya lo sabemos: la solución se encarna en el individuo Príncipe, que además de ser completamente nuevo —pues debe dejar atrás todas las estructuras del feudalismo— debe ser un hombre aleatorio, completamente desconocido, “un hombre de nada, salido de nada, y que parte de un lugar inasignable” (Althusser, 2002, p. 21).
Ahora bien, como dejamos indicado, este hecho a consumar es completamente contingente, es decir, puede tener lugar o no; no es necesario, pero tampoco imposible. Para que este encuentro tenga lugar, ya lo sabemos también, el Príncipe debe combinar la Fortuna y la virtù, y este encuentro debe ser duradero, pues si es breve Italia seguirá estando perdida. Y si quiere durar, debe ganarse al Pueblo, bajo los juegos de artimañas y apariencias que nos son conocidos; mas este encuentro con el Pueblo puede no tener lugar y nuevamente Italia estará perdida. Así, contrariamente a una mera ciencia política, lo que hay en Maquiavelo es, según Althusser, una poderosa filosofía del encuentro, que “en el vacío político donde el encuentro debe realizarse, y donde la unidad nacional debe ‘tomar consistencia’ […] no encontramos en él ninguna Causa que preceda a sus efectos, ningún Principio de moral o teología”, pues “no se razona en la Necesidad del hecho consumado, sino en la contingencia del hecho por consumar” (Althusser, 2002, p. 23). Lo que reina es la contingencia: el encuentro puede tener lugar, pero puede también no tenerlo: “nada decide, ningún principio de decisión decide por adelantado en esta alternativa, que es del orden del juego de dados” (Althusser, 2002, p. 23).
A lo largo del texto, y en especial bajo el haz de luz del pensamiento maquiaveliano, vemos que, ya en los años ochenta, el profundo viraje de la filosofía althusseriana ya ha sido consumado. Toda referencia a la necesidad inexcusable de la estructura y de la ciencia se desvanece y se abre paso hacia un pensamiento de la contingencia, del azar. No hay una teleología de la historia —como pensaba el idealismo hegeliano—, pero tampoco hay un Sentido, una Causa anterior a toda realidad. Esta preciosa frase puede resumir esta idea: “la historia no es más que la revocación permanente del hecho consumado por parte de otro hecho indescifrable a consumar, sin que se sepa, ni de antemano ni nunca, dónde ni cómo se producirá el acontecimiento de su revocación” (Althusser, 2002, p. 24). La contingencia atraviesa la historia y Maquiavelo nos invita a conquistarla, nos invita a su encuentro, pues sólo a través de ese encuentro el hombre alcanza la libertad de moldear su destino.
“Al leer así a Maquiavelo, ¿quién ha podido entonces creer que no se trataba, bajo la apariencia de política, de un auténtico pensamiento filosófico?” (Althusser, 2002, p. 26). “Spinoza lo consideraba acutissimus en política. Parece que no sospechó que era también el más agudo en filosofía materialista” (Althusser, 2004, p. 127).
Referencias Bibliográficas
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