1.
Si se observan las vicisitudes de la filosofía política contemporánea desde el ángulo de visión de la fortuna de los autores, un dato que salta a la vista es el tránsito reciente del interés en la figura de Hannah Arendt a la de Michel Foucault. Si se debiera traducir ese cambio de perspectiva en el terreno de las categorías conceptuales, lo podemos reconducir al pasaje del paradigma de totalitarismo, central en el gran libro de Arendt del año 1951, al de biopolítica, tematizado por Foucault a finales de los años setenta.
Pero el elemento quizás más sintomático —también de una difusa incertidumbre interpretativa— es la modalidad lineal y sin sobresalto que caracteriza este movimiento de ideas. Todo lo contrario a configurarse como una sustitución entre lenguajes conceptuales diferentes, tal y como son aquellos del totalitarismo y la biopolítica, resultan por lo demás superpuestos según una contigüidad hermenéutica que hace del segundo una suerte de continuación, o complemento, del primero. Los dos paradigmas son situados en un mismo horizonte conceptual. Aún más: aplastados el uno sobre el otro de manera que se excluye cualquier diferencia significativa.
La biopolítica, en vez de un instrumento analítico alternativo al del totalitarismo, aparece como una de sus propagaciones, o filiaciones, que de cualquier manera lo integra y confirma. De aquí toda una serie de estudios, a veces también valiosos (pienso en los de Alain Brossat [2008, p. 32 y ss.] en Francia y Simona Forti [2008, p. 170 y ss.] en Italia), que disponen los dos términos según una endíadis que hace de uno el atributo del otro —o en el sentido de un totalitarismo biopolítico o en aquel, especular, de una biopolítica totalitaria.
Que algo, en esa concatenación conceptual, no funcionase, era ya una situación advertida en Homo sacer de Gorgio Agamben [1998, pp. 12-13, 151 ss.], que desde su exordio se pregunta cómo es que Arendt y Foucault no habían encontrado un punto de tangencia entre sus discursos y, más específicamente, por qué la primera no había adoptado el léxico biopolítico en su investigación sobre el totalitarismo y porqué el segundo no había ubicado al campo de concentración totalitario en el centro del dispositivo biopolítico.
De hecho, precisamente esta pregunta, evidentemente destinada a permanecer sin respuesta, pone al descubierto, más que un punto ciego en la perspectiva de los autores, la fragilidad del presupuesto del cual surgió, vale decir la complementariedad, o cuando menos compatibilidad, entre los dos modelos analíticos. Arendt y Foucault —esto es, totalitarismo y biopolítica— no se han encontrado por el simple motivo de que sus aparatos categoriales son lógicamente incompatibles. Es más, porque el paradigma de biopolítica asume sentido y relieve precisamente a partir de la deconstrucción del de totalitarismo.
Que tal divergencia léxica no apareciera inmediatamente —hasta el punto de empujar a los académicos a cruzar las perspectivas por la búsqueda de una biopolítica arendtiana o de un totalitarismo foucaulteano— no surgía, en verdad, solo de una difusa opacidad interpretativa. En su origen está, en realidad, una doble circunstancia objetiva. A saber, el hecho de que Foucault había, aunque muy moderadamente, hecho uso del término de totalitarismo. Y luego, sobre todo, la evidente naturaleza biopolítica del nazismo.
Bien observada, incluso, desde ambos elementos, parcialmente responsable de la indebida asimilación categorial entre los dos paradigmas, constituye al mismo tiempo su más patente reprobación. Y, de hecho, precisamente la caracterización biopolítica del nazismo vuelve demasiado difícil su aproximación al comunismo y así priva de sentido compararlo inevitablemente al concepto de totalitarismo.
¿Cómo mantener juntos, al interior del mismo marco, un fenómeno caracterizado, como el nazismo, por el concepto de vida con otro, el comunismo, concentrado en vez en el de historia? ¿Cómo asimilar una política de clases con una política de razas? ¿Cómo unificar una conciencia de absoluta igualdad —como lo es la comunista— y una de la absoluta diferencia, típica del nazismo? [Esposito, 2006, pp. 70-71, 175-180]. Por lo demás, precisamente contra esta dificultad combatía el texto de Foucault, constreñido, por la fidelidad póstuma a una categoría superada por su propio análisis, a conferirle al comunismo una improbable connotación racista.
2.
Por qué vinieron a luz las aporías constitutivas del paradigma del totalitarismo, por otra parte, no necesitaba esperar a la investigación de Foucault. Su déficit —o exceso— semántico era de todas formas ya reconocible en el libro de Arendt, que también proporcionó su más convincente, e incluso sugestiva, formulación. Como les pareció desde un principio a los intérpretes menos inclinados a la euforia festiva, él se presenta, más que como un bloque homogéneo, como un compuesto resultante de la integración de dos ejes analíticos diversos e incluso yuxtapuestos en su lógica compositiva.
A una primera elaboración, emanada de los años de la guerra y conformada por una magistral reconstrucción genealógica del antisemitismo nazista, se le sobrepone una segunda, elaborada en el bienio 1949-1950, cuyo análisis se extiende a la comparación tipológica con el comunismo estaliniano. Es en esta última sección, específicamente, sobre la que se asienta aquel paradigma totalitario destinado a invertir retrospectivamente la obra entera. Nazismo y comunismo aparecen ahora ligados desde un mismo presupuesto —una ideología capaz de invertir la realidad en un mundo ficticio— y de un mismo lenguaje, el del terror totalitario [Arendt, 1998, pp. 407, 414, 428-429].
Pero tal operación de asimilación, lejos de conferirle unidad al texto, pone aún más al descubierto la fractura interna: ¿cómo hallar las raíces del comunismo soviético en la misma deriva degenerativa —desde la crisis del Estado-nación, al imperialismo colonial, hasta la explosión del racismo biológico— que ha conducido al nazismo? ¿O como referir el particularismo naturalista del nazismo a la ideología universalista de la filosofía de la historia revolucionaria?
Que las dos almas del libro no disponían, después de todo, de un verdadero punto de coagulación léxico y lógico, excepto a través de un forzamiento que introducía un objeto previamente elaborado en un marco conceptual a él sucesivo pero heterogéneo, era demostrado no solo por la diversa calidad de la investigación —amplia y exhaustiva en el caso del nazismo, inevitablemente escasa y superficial respecto del comunismo—, sino también por una clara deformación de los enfoques. Mientras la primera parte resultaba temáticamente reconducible a la polémica antiliberal y anticapitalista no alejada, en su inspiración básica, del trabajo contemporáneo de Borkenau, Neumann (pero también de Hilferding), de hecho, la segunda aparecía de todos modos condicionada por los prejuicios anticomunistas reunidos al comienzo de la Guerra Fría.
Naturalmente, en el libro de Arendt hay mucho más, y también de diferente, respecto de toda la literatura anterior —a partir de la extraordinaria tensión moral culminada en las páginas finales sobre los campos de concentración. Por no hablar de su apasionada inteligencia, que deja al lector impresionado, convencido, e involucrado en el gran diseño del texto. Mas esto no cancela la impresión de inicial desdoblamiento, y de sucesiva superposición, entre dos registros discursivos, entre dos modelos teóricos, nunca perfectamente integrados entre sí.
Mi percepción es que, más allá de motivos más contingentes, tal desvío estructural es el portador de una antinomia más profunda que implica intrínsecamente al paradigma del totalitarismo en cuanto tal. Se trata de la relación entre aquello que viene a definir el fenómeno totalitario y sus supuestos antecedentes —o, más en general, entre contemporaneidad y origen. ¿Cómo se concilia el reascenso al origen, anunciado desde el título del texto arendtiano — precisamente Los orígenes del totalitarismo—, con el presupuesto en él contenido de la absoluta heterogeneidad de la fenomenología totalitaria respecto a toda forma política que lo precedió? Por un lado, Arendt declara al totalitarismo como distinto e incomparable con cada uno de los regímenes que lo precedieron, por el otro, busca su origen en la sociedad liberal de masas. Es aquí donde reside la contradicción de fondo del libro entero y, más en general, de la categoría misma de totalitarismo. ¿Cómo es posible, en otras palabras, rencontrarle el origen a eso que, por su característica inédita, resulta no tener origen?
Naturalmente, la respuesta implícita en el relato arendtiano radica en la distinción entre condición de posibilidad y causa efectiva: solo en determinadas y peculiarísimas situaciones la primera se desliza automáticamente en la segunda, la potencialidad lógica se realiza históricamente —de donde la discontinuidad de principio puede también, en la reconstrucción posterior, aparecer reconducible a una serie continua. Mas lo que en este modo de poner las cosas resulta problemático es el carácter de todas maneras lineal que, a pesar de la ruptura horizontal, viene a asumir el recorrido entero.
El totalitarismo novecentista, entendido como una dinámica, también como una lógica, en sí unitaria, termina por aparecer como el resultado, en verdad no anticipadamente necesario, pero de hecho posible, al menos en presencia de ciertas condiciones, de una lógica igualmente homogénea como aquella a la que es reconducida la modernidad en su conjunto. Es cierto que, siempre para Arendt, entre los dos segmentos se produce una repentina aceleración que diferencia los rasgos —pero a lo largo de una extensa línea de desarrollo que comienza en Hobbes para precipitarse, finalmente, en el abismo de Auschwitz y de Kolyma.
Ahora, considerar que Hobbes, interpretado por otros como ideólogo de la burguesía capitalista, “proporcionó al pensamiento político el presupuesto de todas las teorías raciales” —como sostiene Arendt [1998, p. 256]— es un error que, de hecho, no es reducible solo al plano de la historiografía filosófica. Él termina, en efecto, por plegar todo el marco analítico a un doble presupuesto continuista que, mientras proyecta al autor del Leviatán en un contexto léxico por completo externo a su intención real, aplasta al fenómeno totalitario sobre una matriz compleja y heterogénea respecto de él.
Pero, no solo haciendo de la obra de Hobbes el lugar originario de la indistinción categorial entre naturaleza y artificio, entre historia y vida, se termina por cancelar la verdadera línea de fractura de la tradición moderna consignándola sin opción a la deriva totalitaria. Ésta, en efecto, en la interpretación arendtiana, es preparada por una filosofía de la historia que, lejos de contraponerse a la estabilidad de la naturaleza, la incorpora dentro de sí en una suerte de expansión continua que termina por destruir todo lo que encuentra y al final también a sí misma.
Mas tal indiferenciada combinación de historicismo y naturalismo —que tendría su propio epicentro ideológico en el encuentro simbólico entre Marx y Darwin— le aparece a Arendt [1998, p. 562 ss.], a su vez, el resultado de una disfunción más originaria que concierne a la dimensión misma de la política: desde el inicio de la edad moderna, y ya en aquella cristiana, vaciada de sustancia respecto del irrepetible evento de la polis griega que resplandecía por entonces en la distancia de la esfera de necesidades vitales, satisfecha por el trabajo de los esclavos. Solo en la polis se da, para Arendt, verdadera, auténtica, política —antes que comenzara el irreversible declinar que llega hasta nosotros [2009, pp. 62-69, 99].
Donde esto se puede notar inmediatamente es en la conexión negativa, que de este modo se viene a determinar, entre esta sistematización categorial orgánica al concepto de totalitarismo y la ausencia, o mejor aún, el contraste paradigmático con una interpretación de tipo biopolítico. No es que Arendt descuidara —especialmente en sus obras posteriores— el rol cada vez más invasivo que asumía la vida biológica en el léxico conceptual moderno. Pero el elemento que señala la discriminación más marcada respecto de la semántica biopolítica es que tal emergencia del bíos viene desde el exterior y en contraposición respecto de la esfera propiamente política [Arendt, 1999, p. 48].
En vez de una modalidad del actuar político, la relevancia de la vida es, para Arendt, aquello que imposibilita su expresión y deseca su fuente. De aquí la interpretación de toda la modernidad como un único proceso de despolitización que no registra en su interior diferencias relevantes. Mas de aquí también la necesidad de su resultado totalitario, que no hace más que llevar al cumplimiento y a la exasperación la vocación antipolítica ya extensamente anunciada en la forma y los contenidos de la tradición filosófica que la precede.
De este modo, la última, paroxística, extensión de la filosofía de la historia moderna —que es el comunismo—, viene mezclada con otra cosa, el nazismo, que no puede ser definido como una filosofía, ni una ideología, porque consistió en la primer forma integral de política biológica. Una vez expulsada la categoría de vida fuera del horizonte de lo político, éste retorna sobre sí en un circuito disolutivo cuyo cerramiento produce la desaparición de los planos que lo cortan y lo transforman.
3.
Muy distinta la interpretación de la modernidad en la perspectiva biopolítica activada desde Foucault. En conformidad con la genealogía nietzscheana en que se inspira, cae cualquier posibilidad de lectura unificada, a favor de un cuadro seccionado por desvíos horizontales y verticales que rompen con todo presupuesto continuista [Foucault, 1999a, p. 45]. La entrada en escena de la vida biológica, contrariamente a disponer el entero curso de la filosofía moderna como una única deriva despolitizadora —como sucede en el modelo arendtiano—, interrumpe la escena disponiéndola según diferentes vectores de sentido que, si se agolpan o confluyen, lo hacen sin sobreponerse o unificarse en una única línea de desplazamiento.
No es que Foucault desmienta la heterogeneidad, o también la extrañeza, de la categoría de vida respecto del lenguaje clásico de la política. Sino que la fuerza de su perspectiva genealógica reside precisamente en la capacidad de introducir aquel fuera en su interior, es decir, en el reconocer la ruptura que en cierto momento se determina en la autonomía de lo político en favor de una dinámica cuyo interior y exterior se interceptan recíprocamente [Foucault, 1990, p. 174]. Por usar la expresión de Deleuze [1987, p. 128 ss], se podría decir que para Foucault en la historia de la política moderna se determina un pliegue, o mejor una serie de pliegues, que impulsa el interior hacia el exterior e introduce el exterior en el interior.
Esto —el movimiento de contaminación entre interior y exterior que coloca el afuera en el adentro y expone el adentro a la potencia del afuera— es simultáneamente la realización y el presupuesto de la explosión del concepto de origen ya operada por Nietzsche, como Foucault mismo ha reconstruido perfectamente en el texto a él dedicado y titulado precisamente Nietzsche, la genealogía, la historia. Si no existe un origen pleno y absoluto del proceso histórico, si el origen no es más único, si se desdobla y multiplica en tanto origen, y que por tanto no puede ser definido como tal, toda la vicisitud histórica de Occidente es destinada a asumir un aspecto irreductible al de una linealidad de una misma perspectiva [Foucault, 1979, p. 20].
Ya matizada desde su comienzo por el contraste, o cuando menos la heterogeneidad, entre la tipología griega de la ciudadanía y aquella judeo-cristiana, orientada por el contrario al control de la conciencia como así también del cuerpo, la vicisitud de la política moderna se presenta fragmentada entre lógicas diferentes y a su vez opuestas, como las del poder soberano y el régimen biopolítico, a su vez desdoblado entre el modelo disciplinar y el modelo de gobierno, al cuidado del cuerpo individual y al cuidado del cuerpo colectivo de la población. Donde cada uno de tales vectores se presenta como entrelazado, mas gracias a esto distinto del otro, en una multiplicidad de hilos que continuamente se anudan y se disuelven, convergiendo y divergiendo sin una dirección definida.
Releídos a la luz de este escenario inaudito —la línea de fuga que él marca respecto a la concepción canónica del pensamiento jurídico-político— los mismos textos y autores modernos, desde Maquiavelo y Hobbes hasta los clásicos de la economía política, presentan una nueva faceta, perfiles no indagados, segmentos de sentido discordantes con aquellos provistos por la literatura tradicional. No solo esto, sino todas las categorías políticas —desde la de soberanía a las de derecho, estado, sociedad— asumen un sentido diverso y heterogéneo a lo consensuado.
Si pensamos, por ejemplo, en la multiplicidad de significados, a veces también contradictorios entre sí, que asume el concepto foucaultiano de gobierno —arrancado de su semántica clásica y afianzado a un léxico distinto que altera todas sus connotaciones. Él es lexicalmente extraño a lo que atraviesa y continuamente modifica —la forma del Estado. Por no hablar de la función devastadora atribuida a la guerra, al poder, a la economía al interior del régimen gubernamental. Lo que el paradigma biopolítico propone, respecto del aparato categorial clásico, es en suma una deconstrucción radical de objeto e instrumento, de perspectiva y de lenguaje, de textos y conceptos.
Dentro del marco esquematizado por la inmersión de la vida al interior de la política —muy diferente a la perspectiva arendtiana, en la cual vida y política aparecen recíprocamente inconciliables—, naturaleza e historia, en vez de superponerse en un movimiento centrífugo totalitario, se disponen según frentes abiertos y también contrapuestos, para luego volver a implicarse sucesivamente con significados y efectos irreductibles a los de una simple ideología [Foucault, 1999a, p. 451].
Si nos adentramos más en el mérito del discurso foucaultiano, aquello que del conjunto recabamos es una crítica de la interpretación filosófico-jurídica clásica. La traducción de la ley en norma, sea en el sentido negativo de que controla la vida, sea en el positivo que la confía a su lógica interna, a su autonomía de cualquier nomos trascendente, alude a una crítica del derecho en todas las formas que él ha asumido —derecho natural, derecho positivo, derecho soberano.
Si hay algo que para Foucault no funciona, no restituye el movimiento real de la cosa y de los cuerpos, de la subjetivación y de las sujeciones, es el discurso mismo de la ley como confín del poder. Para Foucault la ley no puede proteger la ciudad de la violencia porque ella es, inversamente, su resultado: no el presupuesto, sino la realización de dinámicas políticas jamás separada de actos de batallas, de figuras de guerra, de fragmentos de violencia. No existe una ley apolítica o prepolítica, desde el momento que el fin de la política es precisamente el de modificar las relaciones de fuerza que la ley es llamada a legitimar solamente con posterioridad [Foucault, 2005, pp. 277-278].
La crisis de la categoría de soberanía —es decir, la crítica desconstructiva a la que es sometida por Foucault [1990, pp. 175-176]— determina una convulsión también en la idea moderna de derecho como prerrogativa del sujeto. Y esto no solamente porque el sujeto en cuanto tal, presupuesto a la fuerza que lo define y estructura, no existe; sino porque el mismo concepto de derecho se rompe entre vectores de sentidos diferentes y a veces contrapuestos que hacen corresponder a cada acción una reacción y a cada afirmación una negación, a cada imposición una resistencia.
4.
La concepción arendtiana es opuesta a este punto de vista: la competencia de la ley es proteger el nexo entre libertad y poder de los asaltos de violencia [Arendt, 2009, p. 222 ss.]. Esta silueta contiene, retiene, el juego de la política en los márgenes de una dialéctica no violenta precisamente porque garantiza la preexistencia del derecho. Es exactamente esta función de protección y conjuntamente de estabilización de la acción política lo que hace de la ley un presupuesto necesario de cualquier forma política no totalitaria —así como los muros que impiden a las pasiones civiles descarrilarse fuera de nuestros límites [Arendt, 1998, pp. 564-565].
Aunque se dialectize desde elementos a veces deshomogéneos —o no del todo reconducibles a esta definición, como por ejemplo el discurso sobre la desobediencia civil, que parece forzarla en dirección de un primado de la política que no tolera los límites de la ley [Arendt, 2015, p. 63]—, en general Arendt permaneció fiel a esta perspectiva. No abre un vector significativo de crítica al derecho. Aun cuando reconozca elementos reductivos, paradójicos o antinómicos, como sucede en los debates de los derechos humanos cancelados en nombre de la soberanía nacional.
Queda asentado que la sección de Los orígenes… dedicada al fracaso —o mejor a la aporía— de la noción de derechos humanos constituye una cuota de coraje que alcanza a situar al libro de Arendt en la cima de la literatura política contemporánea. En ella es reconstruida con extraordinaria penetración una situación cuya tragedia paradójica no ha dejado de interpelar a la conciencia contemporánea, también por el modo recurrente con que ahora tristemente regresa: cuanto más se habla de derechos humanos, tanto más se experimenta su imposibilidad de realizarse en un mundo dominado por las filiaciones políticas y también étnicas.
Y no obstante, en el momento en que la autora protesta, implícita y explícitamente, contra los datos de los hechos —esto es, contra la imposibilidad de derechos no definidos desde las reglamentaciones de los estados nacionales—, no imagina una superación posible. Es como si Arendt quedara de algún modo encerrada en el círculo que ella misma denuncia. Y esto no por motivos contingentes, sino por la misma lógica de su discurso, enteramente vinculado a la separación radical entre política y vida humana. Desde el momento que la simple vida, el cuerpo, el dato biológico, no pueden tener una connotación política, no le es imaginable tampoco una condición jurídica.
Desde sus orígenes romanos, el derecho no se refiere al hombre en cuanto ser viviente, sino solo a la persona jurídica, esto es: a un sujeto no coincidente con su propio cuerpo. Este es el presupuesto que Arendt descubre con absoluta claridad en el origen de la historia contemporánea. Solamente que, analizando las terribles consecuencias que conducen en último término al genocidio, ella no niega ni deconstruye teóricamente el dispositivo jurídico que lo funda, limitándose a asumirlo en su antinomia profunda.
Porque para hacerlo, para proponer una relación diferente entre ius y humanitas, entre norma y vida, entre derecho y cuerpo, debería renunciar al presupuesto antivitalista, o antibiologista, de su teoría y cruzarse con el discurso al que de allí a algunos años más tarde arribaría Foucault en términos de biopolítica y por lo tanto de crítica del sujeto-persona separado de la corporeidad [Esposito, 2006, pp. 241-242].
Sé bien cuán complejo y jaspeado de mil matices es el discurso sobre la subjetividad en Arendt. Cómo se puede sostener que había revocado el carácter metafísico a través de una perspectiva destinada a volver hacer añicos la concepción personalista e individualista de la tradición filosófica. Toda una parte de sus concepciones va, en efecto, en esta dirección.
Y no obstante, precisamente en relación con la esfera de la ley, y más precisamente la relación entre política y ley, mi sensación es que su manera de pensar no se libera de una noción de sujeto verdaderamente externa a la teoría clásica. Y que esto no sucede por el persistente rehuir de poner la política y el derecho en relación directa con la vida biológica. Este obstáculo —al que siempre permaneció fiel— le impide romper el diafragma que en la tradición jurídica se interpone entre la persona y el cuerpo, entre el ser viviente y la máscara que lo recubre.
En este sentido es como si Arendt permaneciera ligada a un elemento de trascendencia —a la diversidad, o a la diferencia, entre el sujeto, el actor, el héroe político y su mismo modo de ser, su simple presencia en cuanto hombre o mujer. Exactamente el pasaje, o el salto, intentado unos pocos años después por Foucault en el corazón de la inmanencia, o como ha dicho Deleuze, en un pensamiento del afuera [Deleuze, 1987, pp. 115-116].
Cuando Foucault desgaja la esencia de la subjetividad en el proceso de subjetivación, cuando dispersa al individuo en los fragmentos de su experiencia exterior, cuando descentra la persona en el modo de lo impersonal, me parece que abre una puerta en el pensamiento que Arendt no vio, precisamente por estar encandilada ante la luz de la acción política.
Que tal pensamiento del afuera —esto es, de la implicación, ciertamente problemática, entre vida y política— no predisponga de por sí un discurso afirmativo sobre derechos humanos como derechos de los cuerpos de los hombres, es evidente. Mas esto no quita que solamente a partir de la doble deconstrucción de la idea de derecho por un lado y del concepto de persona por el otro —mensaje actualizado por Foucault como escolta de Nietzsche y en paralelo con Deleuze— es posible imaginar algo así como una norma de vida: no una norma aplicada desde lo alto y desde el exterior de la vida, sino una norma desde la vida misma, desde su dimensión a la vez impersonal y singular.
Precisamente esta indistinción entre vida y norma, este carácter de la vida que no es definible ni normal ni normativo, pero constitutivo de la propia norma, como dice también Georges Canguilhem [2011, p. 92 ss.] según una línea que llega precisamente a Foucault, hace relevante aquella noción de biopolítica afirmativa —no política sobre la vida, sino de la vida— a cuya elaboración buscamos contribuir [Esposito, 2005, pp. 201-204, 2006, p. 292 ss.].
Lo que es, lo que podría ser, una política que tendría a la vida como sujeto y no como objeto, no es un dato ahora conocido. Solo se puede, por ahora, extraer por vía negativa, como el reverso, de eso que fue la terrible biopolítica novecentista. Lo que es seguro es que en el momento en que la vida misma deviene sujeto de la política, aquel sujeto, aquella subjetividad, no tendrá nada de aquello que la tradición filosófica ha pensado en la forma del sujeto-individuo, del sujeto-persona o también del sujeto universal. El sujeto-de-vida, la vida como sujeto de experiencia, no puede tener sino un carácter a la vez singular e impersonal.
Yo creo que sobre este elemento impersonal y singular, eso que define un pensamiento de la tercera persona, esto es de la no-persona, se debe regresar. Si hay un punto en el que la diferencia con el pensamiento de Arendt [2009. pp. 210 y 217] se advierte más claramente, es propiamente el contraste entre la luz que circunda los héroes de la política arendtiana, que les da la visibilidad en que se dibujan sobre los hombres comunes, y la sombra, la oscuridad, la opacidad de los hombres infames de los que habla Foucault [1996, p. 122] en uno de sus textos más celebres: hombres literalmente si rostro, inmersos en el carácter impersonal, genérico, anónimo de nuestra vida biológica.
Si Arendt es la pensadora de la luz, de la trascendencia y de la mirada, Foucault es el filósofo de la sombra, de la inmanencia y de la fuerza. Si aquella está de parte de lo que es absolutamente personal, el otro pertenece al lenguaje de lo impersonal. No sé sobre cuál de los dos se habla hoy con más intensidad, quién relata mejor las vicisitudes del hombre mundializado, aunque no he ocultado mi opción personal. Acaso deberemos reintentar activar una perspectiva que, sin extraviar la diferencia profunda entre sus discursos, se arriesgue a entrecruzar productivamente sus trayectorias.
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