Editorial: ¿Por qué Gramsci?
Editorial: Why Gramsci?
Ricardo Laleff Ilieff
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Resumen En la presente introducción del dossier se señalan algunos interrogantes acerca de la pertinencia de pensar la política actual junto a la obra de Antonio Gramsci. En ese marco, se efectúa una breve reflexión sobre el problema de la irrupción de las masas propio del contexto de entreguerras y sobre algunos de los elementos que emergen en el neoliberalismo. En efecto, se señala la existencia de una brecha analítica que es condición necesaria para hacer del pensar de Gramsci un modo siempre abierto con el cual tramitar los desafíos teórico-políticos del presente.
palabras clave Irrupción; Masa; Neoliberalismo; Individuación.
Abstract In the present dossier introduction there will be outlined some questions about the accuracy of thinking current politics with Antonio Gramsci’s work. Within this framework, we will formulate a brief reflection about the characteristic problem of interwar period -the emergence of masses-, and also about some of the elements that arise with neoliberalism. Moreover, we will point out the existence of an analytic gap as a necessary condition for making Gramsci’s thought an always opened way to deal with today’s theoretical-political challenges.
Key words Irruption; Mass; Neoliberalism; Individuation.
Publicadopublished 13-12-2017
Nota del autor
Ricardo Laleff Ilieff , Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, y Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina.
Correo electrónico: | ORCID: 0000-0002-9058-6580
Las Torres de Lucca, Nro. 11, Julio-Diciembre 2017, pp. 9-28 . ISSN-e .
I
¿Por qué apelar, hoy, a Gramsci? ¿Por qué hacer de Gramsci un significante que estructure la reflexión sobre la política actual? ¿Acaso las representativas efemérides que se conjugan en el presente año —es decir, el octogésimo aniversario de su fallecimiento y el centenario de la Revolución rusa— resultan razones e incentivos suficientes para ello? ¿O las respuestas deben justificarse, con un gesto más riguroso que solemne, apelando a aquellas categorías analíticas del autor que continúan aún vigentes? En suma, ¿qué es lo que permite justificar, más allá de los modos propios del decir intelectual de nuestra época, la pertinencia de un número especial dedicado al pensar de Antonio Gramsci en una revista internacional de filosofía política? La clave está —como bien ha mostrado Martin Heidegger— en volver una y otra vez a la pregunta, como si en ella ya estuviese cifrada parte de la respuesta. Pero en este caso resulta difícil hacerlo, en tanto no se trata de una única pregunta ni de una única respuesta; y ello porque el interés que genera Gramsci rebalsa toda pretensión embrionaria o nuclear, pues movilizar a su figura conlleva gestos y resultados de los más diversos.
Puede que para el lector no tenga mucho sentido que una presentación como esta devele interrogaciones arquitectónicas de tipo editorial; no obstante debemos poner de manifiesto que, al hacerlo, pretendemos ir más allá de las razones que formatearon a una sección temática. Se trata, empero, de darle rienda a una preocupación acerca de un modo de habitar el ámbito de la teoría y la filosofía política, un modo de hacer de las inquietudes teóricas algo que no clausure sino, por el contrario, favorezca otros modos de interrogar, otras temáticas para discutir, que no tienen por qué juzgarse fieles o herejes para con aquellas mentadas en cierto inicio y que pueden ser, inclusive, más estimulantes e insinuantes que las primeras y, aun así, pueden no dejar de colaborar con ellas.
Si nos hemos permitido proponer preguntas actuales sobre Gramsci, con Gramsci, más allá de Gramsci y a pesar de él también, ha sido porque partimos de la premisa de que solo de un modo múltiple, disruptivo y subversivo es posible escapar tanto de la nostalgia, la añoranza y la bohemia de lo que no fue o de lo que fue y no puede seguir siendo, como de los sendos moldes de la burocracia del conocimiento. De este modo, entonces, las efemérides históricas carecen de un protagonismo estelar. Aun respetando y siendo conscientes de los importantes rasgos conceptuales que no se pueden obviar, Gramsci es, para nosotros, atemporal, es decir, aun cuando nosotros mismos hemos buscado ser fieles a su pensamiento en lo que concierne a uno de sus rasgos nodales —esto es, haber estado lúcidamente situado en los hilos de su época con sus genealogías y cortes característicos, con sus filos deshilachados y oxidados, y con sus aristas igualmente punzantes e hirientes—, sabemos que la situación siempre está por definirse y los hilos continuamente por rastrearse. Decir que ir a Gramsci es no dejar de pensarnos a nosotros, no se contradice con afirmar que ese ir —que no es más que un eterno volver— informa un espacio imposible pues, con todos los reparos y continuidades del caso, el tiempo de Gramsci no es el nuestro y eso va más allá —o acaso explica aún mejor— su urgente actualidad.
Con esto aparece otro aspecto que debe sopesarse y que estriba en el hecho de que el tiempo de Gramsci no es el nuestro porque el suyo se caracterizó por la irrupción de las masas en política; el nuestro, en cambio, se halla moldeado por el de la individuación masificada. Reparar en esto acentúa una distancia contextual ingobernable y, al mismo tiempo, visualiza un acercamiento con el autor que traza su presencia en otros planos de nuestra época. Es que el tópico de la irrupción permite observar, en el enfoque gramsciano, una serie de modulaciones conceptuales que engloban disputas teóricas y plantean singularidades acerca de la praxis política, permitiendo, asimismo, problematizar en torno a ciertas particularidades de nuestra época; época atravesada por un paradigma que tiende a desestructurar los vínculos ético-políticos y a mantenerlos —allí cuando emergen— en un registro individual, particularizado y “corporativo”. De esta manera, decir que el tiempo de Gramsci no es el nuestro señala que el suyo se caracterizó por el individuo que se masifica, por los grandes contingentes que combatieron y compitieron entre sí; el nuestro, en cambio, se halla moldeado por una articulación mucho más compleja entre esas dimensiones que en la psicología de las masas aparecían en contraposición, pues el neoliberalismo extiende su imperio influyendo cada vez más en la subjetividad, mediatizando tecnológicamente la vida, erigiendo el imperativo del consumo y de la repetición del goce, estableciendo en consecuencia importantes mecanismos de control. En este marco, la irrupción nace ya constreñida por una subjetividad anclada en el fuero interno, que debe romper el cerco de esa politicidad expresada y negada desde la más absoluta esfera privada.
Con Gramsci, entonces, se puede observar la imposibilidad de eliminar a la irrupción de lo político y de condensar lo real, al mismo tiempo que se pone de manifiesto los intentos —también propios de la politicidad— por simbolizar la emergencia de un actor, por dirigirla e incluirla en un entramado de significaciones mayores a tono con la lucha hegemónica. Si bien no podemos tratar aquí el problema de la irrupción gramsciana con la profundidad que amerita, sí creemos necesario dejar inventariado algunos de sus rasgos más eminentes a los fines de introducir una —y solo una— inquietud actual a partir de su estela.
II
Para el Gramsci de L’Ordine Nuovo el capital debió apelar, en el período de entreguerras, a la represión ilegal como modo de sostener la legalidad del Estado capitalista (Gramsci, 1979, p. 64). Así nació el fascismo, movimiento de masas cuyo objetivo consistía en ceñir a los grupos subalternos despertados por la Primera Guerra Mundial. En este contexto, las masas se enfrentaban a otras masas. Se trataba, por tanto, de la irrupción política por fuera de los canales institucionales propios de un liberalismo estéril —poco desarrollado en la península e insuficiente para contener las tensiones regionales que se manifestaban, inclusive, entre los grupos dominantes—. La política dejaba de ser entonces la de las elites y los parlamentos, también la de los consejos de fábricas, y aparecía como un fenómeno que desbordaba todas las esferas de la vida social.
Ya en prisión, Gramsci reflexionó de forma más acabada sobre este contexto de derrota revolucionaria y de victoria de la reacción. Para ello procuró volver hacia la historia de Italia, señalando con ese gesto la importancia de pensar las particularidades en donde se desenvuelve la praxis política. En tal virtud, junto a la vicisitudes que lo tuvo como protagonista de las décadas de los años 20 y 30, comenzó a analizar el proceso de unificación italiano y la perdurabilidad de su estructura en su contemporaneidad.
Ambas experiencias históricas —el Risorgimento y el fascismo—aparecían asociadas por un mismo diagnóstico que indicaba la necesidad teórico-política de establecer una articulación nacional-popular en vistas de fundar un nuevo bloque de poder diferente a aquél garantizado desde la segunda mitad del siglo xix por una suerte de pacto entre la burguesía del norte y los terratenientes del sur. Para ello resultaba crucial la irrupción del campesinado en la vida política. De modo que si bien el proletariado debía ser el actor por excelencia de la revolución —dirigido, claro está, por el partido comunista—, era menester sacar de la pasividad al campesinado, dotándolo de un politicidad para que emergiera como actor decisivo en la esfera pública. De allí que Gramsci mostrara a partir de 1932 la pertinencia del análisis de Maquiavelo (Frosini, 2014); análisis que, a su criterio, continuaba estando vigente en sus aspectos más fundamentales. Como indicó en los Cuadernos de la cárcel, fue el florentino quien observó que resultaba “imposible cualquier formación de voluntad colectiva nacional-popular si las grandes masas de campesinos cultivadores no irrumpen simultáneamente en la vida política” (Gramsci, 1981-2000, t. 5, p. 17).
Con su hermenéutica, Gramsci parece haber señalado que Maquiavelo solo concibió la irrupción campesina a través de algún tipo de catalización, ya sea porque el florentino la infirió de una milicia con un condottiero —tal como figuraba en El arte de la guerra o El príncipe— o a través de las tribus que produjeron los tumultos y la secesión del Monte de Aventino —conformando así a la célebre república romana tematizada en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio—. Como se sabrá, esto dio lugar a la conocida analogía y actualización desplegada por Gramsci en torno a que el moderno príncipe ya no podía ser una individualidad eminente como en tiempos de Maquiavelo, sino un actor colectivo ligado a las masas proletarias. Pero este es solo un primer nivel de la hermenéutica gramsciana en torno a Maquiavelo que habilita otros igual de sugerentes. En este sentido, es justamente la noción de “mito-príncipe” (Gramsci, 1981-2000, t. 3, p. 225) la que permite observar algunos aspectos claves para estas líneas.
Como nadie en su época, Georges Sorel, el polémico responsable de las Reflexiones sobre la violencia, hizo hincapié en cierta dimensión pasional de la política que, en las propias palabras de Gramsci, permitían “un impulso inmediato a la acción”, a los fines de hacer “entrar en juego sentimientos y aspiraciones” (Gramsci, 1981-2000, t. 3, p. 284). Por consiguiente, la tematización sobre la irrupción excede a la primera instancia organizacional, ubicándose otra dimensión —aún más primaria— a través de la noción soreliana de mito. Pero esta no dejó de ser procesada por la crítica, dictaminando Gramsci que Sorel se equivocó al desconocer que el mito tenía indefectiblemente un anclaje en el sentido común y, por tanto, debían analizarse sus contenidos de forma cuidadosa, advirtiendo sus raíces históricas y sus vínculos con modos de concebir y actuar en el mundo, en suma, su relación con la dominación de clases. Resultaba clave repensar su estructura específica y su productividad en el marco de una visión coherente sobre el mundo; es que Sorel solo había visto el efecto del mito, transformándolo en algo vacuo pero sumamente potente para la revolución, olvidándose así de la importancia de sus contenidos y remarcando únicamente sus efectos vitalistas en aquellos sujetos que recibían su representación imaginaria y abandonaban su lugar de trabajo para efectuar la huelga general proletaria. Es por ello que, para Sorel, daba lo mismo el mito de los primeros cristianos con sus mártires o el mito de Mazzini con su ímpetu inclaudicable, o cualquier otro, siempre y cuando conllevara un impulso hacia la acción revolucionaria sin mediación intelectualista alguna. En consecuencia, aparece como evidente el motivo por el cual, desde la óptica gramsciana, la experiencia mentada por Sorel no podía dar cuenta de la complejidad de la lucha hegemónica con sus múltiples trincheras siendo, por ende, una apuesta estéril. A diferencia del autor francés —quien abjuraba del partido e inclusive reducía el papel del sindicato a la acción más espontánea en el lugar de trabajo—, para Gramsci debía ser el nuevo príncipe el encargado de organizar la irrupción política y movilizar los mitos necesarios para gestar una relación de “mismidad” entre el líder y el pueblo, los gobernantes y los gobernados (Frosini, 2014). Todo ello se debía hacer tomando los recaudos necesarios que se desprendían de una perspectiva teórico-política más compleja, acorde a una lectura dinámica sobre el acontecer histórico y su presente.
La crítica a Sorel tenía un reverso que denunciaba el peligro de olvidar la dimensión política de lo militar, cuestión que el sardo le imputaba a Trotski y a Luxemburgo con sus cosmovisiones sobre el ataque frontal al Estado. De modo que así como la violencia no podía desplegarse a partir de una representación mítica de los proletariados para efectuar una huelga general que implicaba abandonar espontáneamente el lugar de trabajo, tampoco podía entenderse la culminación de la revolución como la mera conquista de los edificios estatales. En una Era tabicada por las cosmovisiones y las prácticas burguesas, Gramsci señalaba la necesidad de reunificar teórica y prácticamente aquello que aparecía escindido. Es por ello que, tras la toma del Estado, manteniendo el objetivo de eliminar las distancias entre las clases y los hombres, la tarea hegemónica continuaba siendo fundamental, dado que, de no advertírselo, ello podía condenar la suerte del proceso revolucionario.
Todos los elementos movilizados aquí, de manera muy sucinta, caracterizan un tiempo que se contrapone al nuestro pero que sirve para ver un hilo que hace de Gramsci una presencia del pensar político hoy, inclusive allí donde solo parecen emerger distancias. En este sentido, hemos visto cómo, desde la óptica gramsciana, en las primeras décadas del siglo xx las masas se enfrentaron a otras masas apelando a la violencia pero también mostrando la existencia de una competencia crucial en los diversos canales propios del consenso, competencia que pretendía cifrar la expresión política a un tipo de subjetividad particular —ya sea revolucionaria (comunista) o contrarevolucionaria (fascista)—. Asimismo, la revisión gramsciana de la experiencia del Risorgimento mostró que el Partido de Acción no fue su sector dirigente debido a la incapacidad de su cúpula, a lo que además se le sumó que el Piamonte —con una sútil e inteligente directiva de Cavour— empleó el transformismo y la cooptación de los líderes populares para imposibilitar la conformación de un movimiento jacobino. Estas cuestiones denotan cómo la irrupción condensaba un buen número de problemáticas nodales y ocupaba un lugar crucial en las reflexiones gramscianas. Manifestarlo, además, permite indicar algunos rasgos de la política actual, no solo desde el contraste sino también desde una suerte de exploración por la misma brecha abierta por Gramsci. En tal virtud, una categoría como la de “cesarismo” —ampliamente utilizada en su significado más literal pero poco trabajada en su posible progresión— permite avanzar en el desciframiento de ciertas líneas de la politicidad de nuestra época.
En el cuaderno 9 del año 1932, Gramsci señaló que “el cesarismo moderno más que militar es policíaco” (Gramsci, 1981-2000, t. 4, p. 105), por lo que el clásico fenómeno del golpe castrense le cedería su lugar preeminente a la influencia de los recursos económicos que corrompen, intiman o articulan situaciones en favor del status quo (Gramsci, 1981-2000, t. 5, p. 65). De manera que las salidas de las situaciones de algidez de una comunidad resultarían cada vez más policíacas que militares, en tanto el elemento técnico de la vigilancia y del control superarían en eficiencia a las acciones de tipo castrense ligadas, de por sí, a los estruendos de ciertos sistemas de armas. Si volvemos la mirada a los últimos acontecimientos de nuestra época, podemos observar que esta parece ser una tendencia significativa de la misma, manifestada, por ejemplo, en las modalidades bélicas implementadas por las principales potencias mundiales, en las cuales la securitización pasa a suplantar al clásico paradigma militar de la invasión, con un tipo de técnica específica, con dispositivos armamentísticos cada vez más impersonales (Laleff Ilieff, 2014).
Del mismo modo es posible observar otro fenómeno que se desarrolla en paralelo y de una forma más cotidiana y silenciosa, sustentado en la adquisición progresiva de inagotables fuentes de información que, unas con otras, conforman un tejido de control compuesto por innumerables datos que hacen del capitalismo un sistema de alcance planetario pero también atento a la singularidad, masificando la individuación, reestructurándola. Es por ello que, en cierto modo, no se trata tanto del estado de excepción que Giorgio Agamben (2004) ubicó como paradigma de la política contemporánea tras los acontecimientos de las Torres Gemelas de Nueva York —con su consecuente puesta en marcha de dispositivos extraordinarios—, sino de cómo el control opera cada vez más en un registro de la cotidianidad, mostrando nuevas aristas del problema del consenso, en donde los individuos se exponen voluntariamente a entregar datos sobre pensamientos, deseos, consumos, conversaciones y hábitos sin conocer efectivamente qué es lo que sucede con esos datos y quién los tiene a mano y para qué. Hace falta repensar, en suma, al problema de la técnica. Todo ello ha salido a la luz en los últimos años y no deja de remarcarse su carácter sistémico, ya sea con las filtraciones de Edward Snowden, con el debate sobre la seguridad informática presente en la última campaña presidencial de los Estados Unidos o con las noticias que evidencian que los Estados poseen verdaderos ejércitos de hackers para defender su soberanía e incidir en la de otros. De este punto tampoco escapan las discusiones sobre los nuevos métodos de votación en las democracias occidentales, ligadas todos ellas a las nociones de ingobernabilidad del mundo de las telecomunicaciones y, al mismo tiempo, a las presunciones de que la Globalización lejos está de ser un fenómeno externo a lo político. Hoy, más que nunca, resultan evidentes las mutaciones de ese liberalismo defensor de la esfera privada con este neoliberalismo que resignifica ciertas categorías. El individuo ha pasado a ser un dispositivo mismo del neoliberalismo, así como también su fundamento y su objetivo. Todo ello hace, en suma, que la técnica política evolucione en las modalidades de sus intervenciones y que emplee medios más cotidianos y menos llamativos de control. Emergiendo, como Gramsci bien ha mostrado, un paradigma seguritista de la crisis como evolución al paradigma dictatorial. Sobre esta línea vale la pena continuar explorando.
Ahora bien, desde ya que no se trata de negar la irrupción de las masas —pues sigue siendo un factor clave de la política— pero el signo distinto de esta época no es su surgimiento, sino su debilidad; debilidad que emana de la dificultad por encontrar usos que el sistema no procese y esterilice y que pueda subvertir algunos de sus rasgos. Ya no se trata solamente de dirigir a las masas que han emergido, ni de competir por ellas en estructuras partidarias —allí parece no radicar el gesto novedoso de la época—, sino de que el neoliberalismo evita su emergencia —siempre factible de ser tumultuosa, potente y disruptiva— allí cuando muestra la fractura de lo social. Ahora bien, cuando efectivamente emergen, se las busca reconducir hacia la apoliticidad, evitando, por todos los medios, su articulación con otras causas. El neoliberalismo trata, parafraseando Gramsci, de que la politicidad no evolucione más allá de lo corporativo. De allí que los reclamos de organizaciones no-gubernamentales —por más justos que estos puedan parecer— no resultan disruptivos, sino que pasan a conformar el rostro mismo de la moralidad admitida, una suerte de espacio de verificación que rectifica ciertas anomalías.
En suma, la política ha quedado como una ámbito más de preferencia, regulada desde lo privado, desde las redes sociales, desde el “yo”, desde la significación individual, dificultándose así un lazo ético-político.
III
Por todo lo dicho —y por lo que se puede llegar a decir—, el pensamiento de un autor tan relevante como Antonio Gramsci merece ser discutido más allá de los gestos eruditos que estructuran al mundo académico; más allá también del interés exegético que generan las finas reposiciones y la densidad conceptual de una pluma que alumbró un contexto de nodal importancia para la historia de Occidente. Merece ser discutido y revisado no solo por las afinidades ideológicas que puedan existir entre su postura y la nuestra, o por la empatía que una biografía plagada de dificultades genera, sino porque su decir —intrincado, polémico y vigoroso— nos llega aún activo y desafiante. Es verdad que tanto las distintas revisiones contemporáneas sobre su obra como las influencias manifiestas que en muchos autores supo ejercer —con tonos y grados disímiles—, han colaborado mucho para ello, pero también es verdad que esos mismos elementos constituyen el signo más notorio de una actualidad; actualidad derivada del hecho de que a través de nosotros Gramsci parece estar siempre presto a continuar diciendo cosas relevantes sobre la contingencia. Sin embargo, lo que sabemos es que ese Gramsci solo existe para nosotros como fantasma que elaboramos para tramitar con nuestra situación epocal. Ese resto, eso que aún creemos que no se dijo sobre Gramsci, eso que efectivamente sí dijo Gramsci y que creemos necesario reponer, o lo que pensamos que Gramsci no terminó de decir y que con él podemos llegar a decir nosotros para completar o mejorar sus aportes —en un gesto de empatía, admiración y hasta de incrédula soberbia—, denota la productividad de una tarea que no cesa.
De manera que existe —existirá siempre— una brecha para indagar políticamente a partir de ese Gramsci reconstruido con sólidos y documentados argumentos, con originales y renovadas reposiciones. Lo dicho no anula la premisa de que se tratará siempre —como todos los cruciales— de un autor incompleto, heterogéneo y fragmentado —y eso más allá de sus modos propios de escritura— pero sumamente potente. De manera que, en cierto sentido, la compresión de Gramsci está perdida, por lo que solo nos queda su interpretación, reconstruir su polemicidad, medir los aportes de aquellos múltiples significados reactivados por una teoría que no puede vanagloriarse, y así consumirse, en la solidez de sus propios enunciados.
En tal virtud, no es una exageración señalar que este dossier de Las Torres de Lucca cumple acabadamente con responder heterogéneamente con los interrogantes anteriormente señalados; heterogeneidad que no estriba en el aislamiento de cada uno de los aportes sino en la visibilidad de una suerte de entramado en donde los artículos discuten entre sí con mayor o menor intensidad, y que no dejan de hacerlo, en parte, por el carácter polemológico de lo político que todos ellos asumen como rasgo de la contemporaneidad.
En este sentido, el número se inicia con el escrito de Lucio Oliver “Gramsci y la noción de catarsis histórica. Su actualidad para América Latina”, en el cual su autor sostiene que no se trata de observar la productividad heurísticas de la categoría catarsis sino de señalar que son “las luchas sociales y políticas latinoamericanas las que plantean la exigencia hoy día de un concepto” semejante, a los fines de que los mismos sectores populares rompan con su condición de subalternidad en el capitalismo actual.
Luego, Fabio Frosini entrega su preciso trabajo intitulado “¿Qué es la ‘crisis de hegemonía’? Apuntes sobre historia, revolución y visibilidad en Gramsci”, en donde repasa la noción de hegemonía vinculándola con la filosofía de la praxis, confiriendo así un abordaje sugerente que discute de lleno con la interpretación laclausiana que concibe al momento de crisis como el de un “vaciado” del sistema discursivo y no como un momento de disgregación tal como —argumenta el especialista italiano— lo habría concebido el propio Gramsci. En cierta medida, el planteo de Frosini permite generar cierto encuadre de aquellas discusiones que los artículos subsiguientes del dossier proponen.
En “Gramsci contemporáneo: ecos de la voluntad nacional-popular en América Latina” Martín Cortés reflexiona sobre cómo la noción gramsciana presente en el título de su trabajo muestra, por un lado, “la necesidad de inscribirse en una historia” por parte de los sujetos políticos y, por otro, la importancia de pensar un momento “jacobino” tendiente a la producción de una unidad política. En este marco, Cortés pondera la categoría “traducción”, indicando críticamente algunas aristas de los debates más actuales sobre las realidades políticas de la región.
Por su parte, en “Populismo y revolución pasiva. Sobre ‘los usos de Gramsci’ en América Latina”, Pablo Pizzorno repone aquellos estudios recientes que compararon los denominados gobiernos progresistas latinoamericanos con los populismos clásicos. Con el objeto de problematizar acerca de si las modalidades populistas resultan una suerte de clausura “desde arriba” de ciertas dinámicas sociales, se concentra en la noción de “revolución pasiva”. Finalmente, termina su escrito por efectuar una relectura de los orígenes del peronismo tomando como eje a dicha clave interpretativa.
En el caso del escrito “El sentido común en la teoría del Estado de Antonio Gramsci. Reflexiones con vistas al porvenir sudamericano”, Luciano Nosetto analiza la relación entre sentido común y ética estatal distinguiendo una serie de tensiones que permiten “ganar claridad sobre la tarea de una reforma intelectual y moral en condiciones de proveer el fundamento ético del Estado”, para así finalizar con algunas reflexiones sobre la noción de populismo y de lo nacional-popular tomando como base las experiencias de los últimos gobiernos progresistas.
Tras efectuar un análisis sobre el rol de los intelectuales en el pensar de Rosa Luxemburgo y en el de Antonio Gramsci, Sevgi Doğan repasa en “Analysis of Intellectual Movement as Political Action through Gramsci and Luxemburg” el papel de los intelectuales en la Turquía actual sopesando su dimensión de resistencia para con el gobierno de Recep Erdogan.
Finalmente, en la sección de traducciones, ofrecemos por primera vez en castellano el importante texto de Andreas Kalyvas denominado “Soberanía hegemónica: Carl Schmitt, Antonio Gramsci y el príncipe constituyente”. Allí su autor despliega un interesante y original abordaje entre los pensadores mencionados proponiendo, además, una categoría que repase críticamente las oquedades de la noción schmittiana de soberanía y de la noción gramsciana de hegemonía.
Referencias bibliográficas
Agamben, G. (2004). Estado de excepción. Buenos Aires, Argentina: Adriana Hidalgo.
Frosini, F. (2014). Democracia, mito y religión: el Maquiavelo de Gramsci entre Georges Sorel y Luigi Russo. Cultura Acadêmica, pp. 1-13.
Gramsci, A., Gerratana, V. (Ed.). (1981-2000). Cuadernos de la cárcel (Vols. 1-6, A. M. Palos, Trad.). Ciudad de México, México: Era.
Gramsi, A. (1979). Sobre el fascismo. Ciudad de México, México: Era.
Laleff Ilieff, R. (2014). El avance de la despolitización. Notas sobre la guerra contemporánea a partir del pensamiento de Thomas Hobbes y Carl Schmitt. Revista Enfoques: Ciencia Política y Administración Pública, 12(20), 11-30.
Sorel, G. (2005). Reflexiones sobre la violencia. Madrid, MD: Alianza Editorial.