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La excepcionalidad jurídica del exilio. Un acercamiento a la expulsión punitiva de las dictaduras militares chilena y argentina

The Legal Exceptionality of Exile. An Approach to Punitive Chilean and Argentine Expulsion of the Military Dictatorships

Mariela Cecilia Ávila

Universidad Católica Silva Henríquez, Chile

Resumen El presente trabajo busca acercarse al problema del exilio como categoría jurídico-política. Con esta finalidad, se hace un recorrido sobre la noción misma de exilio en tanto pena desde sus orígenes en el derecho romano arcaico. Interesa de modo particular ver el lugar que esta institución punitiva ha tenido en la política latinoamericana, tanto en el momento de su constitución política bajo la forma de Estado-nación, como en las últimas dictaduras militares de la región. En vistas a desarrollar un análisis filosófico situado, se revisará el modo en que se instituyó jurídicamente el exilio durante los últimos periodos dictatoriales, especialmente en el caso de Argentina y Chile.

palabras clave exilio; análisis jurídico; dictaduras militares; Argentina; Chile.

Abstract The present work seeks to approach the problem of exile as a legal-political category. To do this, we study the notion of exile itself as a penalty from its origins in the archaic Roman law. We are particularly interested in the place that this punitive institution has had in Latin American politics, at the time of its political birth under nation-states, and during the last military dictatorships in the region. In order to develop a situated philosophical analysis, we will review the way in which exile was juridically instituted during the last dictatorial periods, especially in the case of Argentine and Chile.

Key words Exile; Legal Analysis; Military Dictatorships; Argentine; Chile.

Recibidoreceived 06/02/2018

Aprobadoapproved 15/05/2018

Publicadopublished 30/06/2018

Nota de la autora

Mariela Cecilia Ávila , Escuela de Filosofía, Universidad Católica Silva Henríquez, Chile.

Este artículo forma parte del Proyecto de Iniciación FONDECYT N° 11160148 “Re-pensar el exilio: ampliaciones de sentido para un análisis filosófico en clave latinoamericana”; y del proyecto de investigación “El legado filosófico del exilio español de 1939: razón crítica, identidad y memoria” (FFI2016-70009-R), financiado por el Gobierno de España.

Dirección postal: General Jofré 462, Santiago de Chile, Chile.

Correo electrónico: | ORCID: http://orcid.org/0000-0002-9347-2191

Las Torres de Lucca, Vol. 7, Nro. 12, Enero-Junio 2018, pp. 69-102 . ISSN-e .


Para comenzar, plantearé algunos interrogantes que demarcarán el campo de reflexión en el que pretendo situar el presente trabajo. Me pregunto, por ejemplo, ¿qué implicaría el ejercicio de pensar jurídicamente el exilio con una mirada filosófica?, ¿por qué llevar a cabo tal reflexión?, ¿qué derivas pueden desprenderse de ese análisis en el caso latinoamericano?, ¿es posible hablar de un mismo discurrir jurídico en los exilios del Cono Sur latinoamericano?

Me interesa en principio señalar la valía que representa un acercamiento filosófico al problema del exilio en general, teniendo particularmente en cuenta la complejidad que trae consigo este concepto. Así, la caracterización de Silvina Jensen del exilio como un objeto poliédrico y móvil (2011, p. 1), abre el panorama para, venciendo su invisibilidad estructural (Malkki, 1995), acercarse a este fenómeno, cuya reflexión solo puede establecerse tomando en cuenta las diversas disciplinas que lo constituyen y que tratan de comprenderlo.

Tal como indica Luis Roniger (2014), durante los últimos años en el Cono Sur Latinoamericano, ha habido un mayor desarrollo intelectual sobre ciertos temas relativos al reciente pasado político de la región. Este desarrollo, dice relación principalmente con las violentas dictaduras militares del último cuarto del siglo pasado, así como con sus efectos, consecuencias y, también, con los procesos transicionales de recuperación de la democracia en la región. Esta apertura y abordaje temático de corte teórico-conceptual, se evidencia en una creciente reflexión, plasmada en numerosas producciones literarias, filosóficas, históricas, estéticas, antropológicas, sociológicas, históricas, entre otras.

Pareciera ser entonces, que los años trascurridos desde los golpes militares en la región, han cimentado una temporalidad y una distancia suficientes para abordar reflexivamente estos acontecimientos. Incluso me atrevo a decir, que el análisis de las dictaduras militares es un problema que ya no es posible simplemente eludir, pues su puesta en juicio y desentrañamiento a nivel académico, pero también gubernamental, implican más allá del análisis de un periodo histórico concreto, una necesaria reflexión. Dicha reflexión va en una línea de comprensión del presente, de sus derroteros, y de la constitución política actual, que lleva la clara signatura de dichos procesos.

Por todo lo anterior, acordamos con Luis Roniger cuando establece una relación directa entre la apertura de este campo de análisis, con el creciente desarrollo que ha adquirido la “historia del tiempo presente” (2013, p. 13). Esta área analítica, que no pocas resistencias ha despertado no solo en el mundo de los historiadores, sino también en el ámbito académico de diversas disciplinas, ha abierto un campo de análisis de una riqueza insospechada. Así, una reflexión sobre el tiempo presente, no solo se remitiría al ámbito historiográfico, sino que se ampliaría a otras disciplinas potenciando, en el caso de la filosofía, una ontología del presente.

Sumándose a esta línea de trabajo, este escrito busca acercarse a un análisis jurídico-filosófico del exilio en tanto categoría política, asentándose en un contexto espacio-temporal determinado. Sin embargo, se reconoce que la reflexión aquí esbozada no es la única posible, sino que, aludiendo al carácter complejo, móvil y poliédrico del exilio, esta es una de las posibles miradas con las que se puede lograr un acercamiento al fenómeno.

Aunque el análisis aquí esbozado podría tener un carácter abierto y general respecto al problema del exilio, en este caso y como opción metodológica y hermenéutica, se analizará particularmente el exilio en tanto dispositivo jurídico-político implementado durante las últimas dictaduras militares de Argentina y Chile. Esto permitirá un acercamiento al modo en que esta institución punitiva se ejerció durante los golpes militares, evidenciando el rol y los efectos que con su implementación se esperaba poder obtener.

Primer acercamiento jurídico al exilio

Ahora bien, con el fin de desarrollar un análisis jurídico-filosófico sobre el exilio, es importante llevar a cabo un breve recorrido por los orígenes de esta pena, particularmente desde sus orígenes en el derecho romano, ya que allí residen ciertos rasgos constitutivos que este dispositivo ha conservado hasta la actualidad.

El primer acercamiento a este concepto es en relación con sus orígenes en el derecho romano arcaico, el que más allá de poseer ciertas similitudes innegables con el derecho griego, presenta también claras y constitutivas divergencias.1 En efecto, mientras el derecho griego pondría en práctica el exilio para alejar a los opositores políticos de la escena política pública, el derecho romano arcaico considera al exilio como una pena: una pena sagral, o supplicium (Torres Aguilar, 1993, p. 715). Así, a partir de la aplicación de esta pena, el reo es expulsado de la comunidad y abandonado a su suerte, es decir, que queda completamente desprotegido.

Tal como lo muestra Giorgio Agamben en su trabajo Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (2006), la puesta en práctica de este tipo de abandono jurídico es una forma de desprotección total ante una violencia sin límite. Es la figura del homo sacer, u hombre sagrado, que toma de la obra Sobre la significación de las palabras de Sexto Pompeyo Festo, la que utiliza para ilustrar esto. En la misma línea de Agamben, pero en un análisis netamente jurídico sobre la Ley de las XII Tablas, dice Carmen Barrios de la Fuente “se podría entender que la ‘sacralización’ es, de hecho, un exilio del culpable, siguiendo la ley divina y los sentimientos religiosos de sus conciudadanos” (1993, p. 54). En este caso, la apuesta de la autora reside en pensar la figura del homo sacer —partiendo de la definición de Festo— no como una pena capital de muerte, sino como un exilio, es decir, como la expulsión de la sociedad “que conlleva la ignominia del culpable” (1993, p. 43).

En todo caso, lo que interesa remarcar aquí, es que el exilio es antes que nada una pena. El carácter de penalidad expone claramente los vínculos de la práctica exiliar con el ámbito jurídico. En este sentido, es lícito remarcar el peso jurídico de este castigo, pues, tal como indica Luis Aguirre, hay que pensar que “el exilio es la pena que sigue en Roma a ser decapitado, que la cabeza quede expuesta en la plaza pública y que cualquier hombre o mujer la haga, si así tercia, objeto de saña” (2014, p. 28).

De este modo y desde sus orígenes jurídicos en el derecho romano arcaico, el exilio ha estado unido a la expulsión: una expulsión política, en cuyo seno anida de forma ineludible la violencia. En efecto, no es dable pensar la pena del exilio sin atender a la signatura de la violencia que lo atraviesa (Aguirre, 2014). Y esto no solo en relación al derecho romano, sino también en relación a todo tipo de penalidad exiliar, que implica un desplazamiento forzado, a la vez que una obligación de abandonar el seno de la comunidad.

Este recurso jurídico da cuenta del alcance de un poder asentado en lo político, que tiene la prerrogativa de sacrificar ciertas existencias, a fin de que cumplan con la penalidad establecida por algún tipo de delito cometido. Se podría decir entonces que el centro de la institución del exilio está en relación con la expulsión de la comunidad, de su protección y de su proyecto, pero que esto no implicaría simplemente una salida, sino también, la imposibilidad del retorno. El exilio llevaría en sí el abandono y la falta de respaldo total por parte de aquellos que antaño compartían un mundo común y en común. Aguirre (2014) muestra muy claramente lo que significa la expulsión de la comunidad, el quiebre de los nexos y lazos, y sus consecuencias. Sin embargo, más allá del rico análisis que hace Aguirre sobre la comunidad, interesa destacar aquí la relación que establece entre exilio y violencia:

Aventuremos que más que un castigo entre otros (en el régimen penal) y más que una experiencia particular de desplazamiento … el exilio es una mostración singular de violencia: un mecanismo diverso, heterogéneo de palabras, ideas de espacio y umbral, de tiempo e intersticio …. (2014, p. 31).

A esto parece referirse justamente Agamben cuando, en “Políticas del exilio”, al analizar la tradición griega y la romana, pone en evidencia el umbral de indistinción que se abre en relación a la figura del exilio. Como se ha visto, en el derecho griego el exilio era una pena, pero, agrega Agamben, también podía ser considerado como un derecho, pues era la opción que se presentaba a un acusado y que implicaba el alejamiento de la vida en la Polis. Por su parte, como se ha mostrado, y más allá de las derivas que haya tenido el concepto de exilio en el Derecho romano (cfr. Torres Aguilar, 1993), su función es la de castigar, equiparando en muchos momentos la expulsión a la muerte misma. Entonces, este umbral de indistinción en que Agamben sitúa el exilio, se relaciona con esta oscilación respecto a su localización, es decir, entre su pertenencia al ámbito de las penas o al de los derechos.

Sin embargo, me atrevo a observar que más allá de la locación jurídica en la que se piense el instituto del exilio —que aquí situamos claramente del lado de las penas—, hay un elemento que no lo abandona en ningún caso, tal elemento es la violencia. Esta violencia se encuentra anudada a la excepcionalidad que implica la sacralidad, pues quien ha sido expulsado, resta en un ámbito de desprotección, exceptuado de lo humano pero también de lo divino. Entonces, si el exilio fuera efectivamente parte de la esfera originaria del poder soberano exceptuante, donde lo sitúa Agamben, su puesta en práctica mostraría esa compleja relación entre la vida y el poder a partir de la excepción, que se constituye en el entre, es decir, entre un adentro y un afuera de la norma.

Si el exilio parece rebasar tanto el ámbito luminoso de los derechos como el repertorio sombrío de las penas y oscilar entre el uno y el otro, ello no se debe a una ambigüedad inherente a él, sino a que se sitúa en una esfera —por decirlo así— más originaria, que precede a esta división y en la que convive con el poder jurídico-político. Esta esfera es la de la soberanía, del poder absoluto. (Agamben, 1996, p. 12).

Al hablar de la excepción y su relación con el poder soberano, es pertinente retrotraerse a la reflexión de Carl Schmitt, jurista que en su intento de unir la excepcionalidad a la norma, a fin de justificar el accionar del III Reich, desarrolló una vasta obra teórica sobre este recurso. Entonces, el poder absoluto de la soberanía es, según Carl Schmitt (1985), el poder de la decisión, y no de cualquier decisión, sino de aquella que suspende el Derecho. El poder del soberano reside justamente en la prerrogativa de suspender el Derecho, en la posibilidad de situarse a la vez dentro y fuera de él. La categoría de decisión es fundamental en la obra de Schmitt, particularmente a partir del año 1921, cuando en su obra Teología política (2009), da cuenta de la soberanía como el ámbito de la decisión en principio temporal, que puede suspender el decurso del derecho, a fin de garantizar con posterioridad su continuidad.

Es precisamente este recurso jurídico el que posibilita al jurista nazi mantener un nexo entre Derecho y anomia, abriendo un umbral en el que quien ejerce el poder y decide, el soberano, se encuentra tanto fuera como dentro de esta estructura jurídica. Y es precisamente esta estructura —pensada bajo la lógica de un poder absoluto, al decir de Agamben (2007)— la que posibilita ubicar la excepción jurídica como un umbral de exclusión, en el que la violencia queda unida al ámbito legal, pero que, dado su carácter intermedio, no puede ser juzgada por él.

El exilio, al situarse en el ámbito de la soberanía, como muestra Agamben, se sitúa también en el ámbito de la excepción, de la suspensión, y finalmente, de una legalidad puesta entre paréntesis. En efecto, la decisión de interrumpir el derecho abre una brecha espacio-temporal, un umbral de indistinción, en el que la vida queda a merced de una violencia sin ningún tipo de referente legal que la ate a norma alguna.

Si volvemos al derecho romano arcaico, y recordamos el carácter de pena sagral en el que se inscribe el instituto del exilio, cobra pleno sentido el hecho de pensar al exiliado como un hombre sagral, como una vida sagrada. En efecto, el exiliado es aquel que ha sido expulsado de la civitas, su pena debe ser pagada bajo la forma del abandono total. Así, el exiliado, como sujeto puesto en bando, al decir de Jean-Luc Nancy, es arrojado fuera de un marco legal, comunitario y afectivo. Todo lazo es disuelto, y este hombre sagrado debe permanecer sin ningún tipo de protección a la intemperie, una intemperie en la que la violencia tiene la potencia de cobrar cuerpo bajo diversas formas en cualquier momento.

Si bien pareciera que en algunos puntos el análisis de Agamben (2007) respecto al poder soberano y la figura del exilio, se encontrara exento de algún tipo de un cariz histórico, la relación de su reflexión con el pensamiento de Schmitt, pero también con el de Walter Benjamin, atan estos problemas analíticos a momentos históricos específicos. En efecto, cuando Schmitt piensa la unión entre el hecho y el derecho en el caso de la excepción, lo que intenta es justificar jurídicamente el caso del nazismo. Del mismo modo, el uso excepcional de la violencia caería en este umbral, cuyo fin sería la protección del Derecho a como dé lugar, pues de que se trata finalmente es de garantizar su restitución, cuando el momento de caos o tumultus haya pasado.

En este marco, el exilio se constituiría en un elemento clave al interior de la excepcionalidad legal, y sería precisamente aquel elemento que permitiría desarrollar una lectura jurídica de este recurso temporal. Así, algo que en principio puede parecer obvio, como el hecho de que el exilio tenga una relación directa con la excepcionalidad jurídica, cobra carices y ribetes particulares. La suspensión no es una mera suspensión per se, sino que lo que cobra preponderancia con este análisis, es ese entre que se genera entre la ley y la anomia, entre el hecho y el derecho, entre la protección y la desprotección, y finalmente entre la vida y la muerte.

Este entre vendría a ser el espacio donde el exilio se despliega, quedando el exiliado a merced de una violencia desatada, pues no hay entre el hecho y el derecho ningún elemento legal que la una a un cuerpo jurídico. Precisamente, el entre que se despliega entre el caso normal y el caso excepcional, al que Agamben (2006) siguiendo a Nancy propone llamar bando, reflejaría sin ambages el modo en que la vida humana se abre a una violencia siempre desplegable. Ese espacio del bando configuraría al exilio como la vida desprotegida y desnuda de aquellos y aquellas que excepcionalmente quedaron entre paréntesis del marco legal.

Si bien este análisis no busca derivar, al menos en este caso, en una reflexión sobre la comunidad, considero importante la reflexión de Arturo Aguirre al respecto, quien busca interpelar la figura de la comunidad, y para ello inquiere “¿es posible cualquier comunidad política que al conformarse no advierta desde su propia configuración positiva, aquella que arraiga, la figura del exilio?” (2012, p. 4). Como hemos visto, problema que tanto Aguirre como Roniger profundizan, todas las comunidades desde el momento de su constitución han considerado e instituido la pena del exilio en sus marcos legales.

Pareciera, entonces, que el exilio traza una frontera entre el adentro y el afuera, entre nosotros y los otros, entre los que comparten algún rasgo y aquellos que no lo tienen o lo han perdido. El exilio como forma punitiva expulsa de la comunidad, de la unidad y de la protección ciertas vidas, dejándolas abandonadas ante la totalidad de un poder soberano que transita por los límites del hecho y el derecho.

El exilio desde la experiencia latinoamericana

La conformación de la comunidad, como se indicaba en el apartado anterior, implica configurar a la par de la unión una des-unión. Es decir, buscar lo común y aunarlo, implica también dejar afuera a aquello que por algún motivo no es, o deja de ser, parte de lo común para convertirse en lo otro.

Este despliegue político primigenio, que contempla en su propia conformación la figura del instituto del exilio, en tanto la posibilidad de expulsar o dejar fuera algún elemento puede ser rastreado también en los modos de configuración de las naciones latinoamericanas. Incluso desde antes de la colonia, como indica Roniger (2014), se hace presente el recurso político al exilio, pero es quizá a partir de los procesos independentistas nacionales de la región, cuando el exilio cobra mayor preponderancia en la arena política.

En esta línea, acordamos con Sznajder y Roniger (2013) cuando indican que es incluso posible leer la conformación de las políticas latinoamericanas a partir de las prácticas exiliares instituidas por estas jóvenes naciones, lo que da cuenta del exilio como un recurso político presente desde los inicios de las primeras configuraciones nacionales. Ciertamente, abordar un análisis con una clave de lectura centrada particularmente en el exilio, mostraría otras líneas historiográficas, y develaría nuevas formas de percibir y comprender la constitución de los Estado-nación latinoamericanos y su devenir político hasta la actualidad.

Siguiendo esta línea de análisis en la que el exilio es visto como un dispositivo de castigo, tal como lo muestran Luis Roniger (2014) y Silvina Jensen (2004), es posible decir que la conformación política de América Latina en general, y en este caso de análisis del Cono Sur en particular, parece haber sido una larga e ininterrumpida sucesión de expulsiones y destierros. En efecto, el carácter punitivo en las jóvenes naciones latinoamericanas, incluso antes del siglo xix, se valió de la fórmula “encierro, destierro, entierro” (Roniger, 2014, p. 110), cuya puesta en práctica daba por resultado un juego de movilidad e intercambio de fuerzas constante.

Durante estos procesos de conformación de los Estados-nación, el exilio se constituyó en un mecanismo de expulsión institucionalizado por las clases gobernantes, cuyo fin era perpetuarse en el poder, a la vez que mantener un proyecto político y económico que los beneficiara. En este sentido, Roniger explica:

Conscientes de su propia debilidad numérica y fragilidad en el poder, las elites gobernantes vieron en el exilio político un mecanismo particularmente favorable para mantener la estructura jerárquica de la esfera política en las naciones iberoamericanas luego de la independencia. (2014, p.73).

En esta misma línea de razonamiento, y para evitar a su vez conflictos ascendentes de sangre sin fin, las clases gobernantes preferían expulsar del territorio antes que asesinar a los líderes opositores políticos. Por todo lo anterior, el recurso al exilio político fue una de las formas más habituales de castigo durante el siglo xix, y aunque las expulsiones no eran necesariamente patrimonio de un partido, sino que respondían a los avatares de la contingencia política, los exilios podían reconfigurarse y cambiar de bando constantemente. Así, aquellos que en un momento en particular habían expulsado a sus compatriotas, podían ser ellos mismos expulsados debido a cambios políticos.

Un dato no menor, que sin embargo creo importante remarcar, pues marca una clara diferencia respecto a posteriores modus operandi de la práctica exiliar, es que las expulsiones durante los periodos de conformación de los Estado-nación latinoamericanos, estaban destinadas solo a aquellos políticos que pertenecían a las clases acomodadas. Solo los miembros de la elite eran los que tenían los medios económicos y de influencias, así como contactos afuera de sus respectivos países, como para optar al destierro, y así evadir el encierro y el entierro.

El castigo que adoptaba las formas de encierro y entierro, entre tanto, se desplegaba en las clases populares de la oposición política, aquellas que por sus condiciones de vida asentadas en la precariedad, tenían menos o ninguna posibilidad de exiliarse. Es decir, los políticos pobres y sin influencia no tenían prácticamente opción al exilio, y la pena que desencadenaba su adhesión política, se materializaba en la cárcel, el encierro, o con la muerte, el entierro.

Si bien considero que el análisis de la conformación de los Estados-nación latinoamericanos en clave de lectura a partir del exilio, es mucho más complejo y profundo, creo que a los fines de esta investigación lo dicho es suficiente, por dos motivos. En efecto, por un lado, considero que el análisis precedente basta para mostrar el modo en que el recurso al exilio ha estado presente en el territorio latinoamericano desde sus comienzos políticos, constituyéndose en la forma punitiva política por antonomasia durante buena parte del siglo xix. Por otro lado, el análisis precedente permite mostrar una de las principales características que adquiere el exilio durante el siglo xx: su masificación y transversalidad tanto en el plano político, como económico y cultural.

Precisamente a este punto me interesa llegar de modo particular, pues con el correr del tiempo y ya en el siglo xx, la pena del exilio, que en principio estaba destinada casi exclusivamente a los miembros de la elite, fue extendiéndose a toda la población. En efecto, este recurso punitivo sufrió una suerte de transversalización al ampliar notablemente su espectro de acción, tanto en el número de exiliados, como en las clases sociales afectadas, pues ahora incluía entre sus líneas a la población que conformaban los estratos medios y bajos. Al respecto dice Roniger:

Los procesos detrás de la utilización del exilio político habían cambiado desde el siglo xix. Los exiliados incluían ahora tanto a miembros de la élite política así como una amplia gama de activistas políticos, sindicalistas, intelectuales, estudiantes, e incluso personas desconectadas de cualquier actividad pública o participación política. La nueva lógica de la desmovilización afectaba a individuos de todos los segmentos sociales. (2014, p. 113).

La creciente transversalización del exilio en las diversas clases sociales, durante el siglo xx en América Latina, es quizá uno de los rasgos diferenciales que adquiere este recurso punitivo respecto a los periodos anteriores en la región, cuyo punto culminante son, sin duda, las expulsiones masivas derivadas de los Golpes Militares que asolaron el Cono Sur en el último cuarto del siglo pasado.

Tal como indica Danny Monsálvez Araneda (2012), aunque las Doctrinas de Seguridad Nacional no constituyen un proceso homogéneo en la región, es posible rastrear ciertos rasgos comunes, lo que permite vislumbrar ciertas prácticas y semánticas comunes entre las dictaduras de la región. En efecto, entre estas prácticas destaca la fuerte represión y violencia estatal sobre la población, cuyo fin era la desmovilización popular a fin de reorganizar la arena política, e instaurar un sistema económico, político y moral, que diera cuenta de un modo de vida particular.

Para lograr lo anterior, la población fue concebida por las juntas militares a partir del binomio amigo-enemigo desde la categorización schmittiana. En este quiebre al interior de la población, el dispositivo del exilio jugó un rol preponderante, pues su papel disuasorio mediante la violencia se instaló en el corazón de las prácticas terroristas institucionales. En esta línea, y respecto al disciplinamiento social impuesto por el terrorismo de Estado en Argentina, dice Marina Franco: “Como parte de ese mecanismo represivo que las fuerzas militares extendieron a todo el entramado social, el exilio fue utilizado como otra forma de ‘erradicación del enemigo subversivo’” (2006, p. 1).

Si bien la reflexión de Franco (2008) se refiere al caso argentino, acordamos con Silvina Jensen cuando indica que las Doctrinas de Seguridad Nacional y la alianza represiva de los países limítrofes permitirían, a su vez, ver los exilios del Cono Sur desde una perspectiva común (2011). Es decir que el dispositivo del exilio, con sus diferencias y particularidades nacionales, se aplicó en la totalidad de la región como un recurso político punitivo de disciplinamiento, que expulsó a miles de vidas de los territorios nacionales, dando por resultado mecánicas disuasorias y de terror similares.

Ahora bien, en lo que sigue, se profundizará en la reflexión sobre los exilios circunscritos a las últimas dictaduras militares de la región. En este sentido, es importante aclarar que dicho análisis tendrá como centro el caso chileno y el argentino. Esto dice relación con la especificidad y efectiva declaración jurídica de la figura del exilio que se busca analizar en el caso de ambos países. En efecto, mientras que en Chile el exilio aparece ya en los primeros bandos militares luego del golpe militar, en Argentina no se instituyó jurídicamente como pena, aunque las expulsiones masivas adoptaron otras variantes. Esta distinción en el plano jurídico en ningún caso resta importancia o valía a la expulsión violenta de la población en el caso argentino, pero sí muestra otro modus operandi de la Junta Militar argentina frente al instituto del exilio, lo que decanta en otro modo de afrontar este castigo.

El exilio como dispositivo jurídico-político: el caso de Argentina y Chile

Para comenzar este apartado, que entra ya en la materia de análisis que da título a este artículo, se analizará la institución del exilio tanto en Chile como en Argentina. Dicho análisis, como se indicó, se centrará específicamente en las últimas dictaduras militares del Cono Sur, a fin de vislumbrar la estructura jurídica relativa al exilio que presentó cada una de las juntas militares. A partir de ciertas diferencias estructurales, se observa en principio que en el caso chileno la declaración de la pena del exilio se llevó a cabo casi inmediatamente en el momento del golpe, mientras que en el caso argentino, esto no ocurre, pues no hubo tal institucionalización. En este sentido, y para dar paso al análisis, citamos a Franco, quien explica: “Es importante señalar que, a diferencia del régimen chileno, la dictadura argentina no impuso oficialmente la salida y prohibición de regreso, es decir, no instituyó la pena del exilio como tal (si bien hay casos de expulsiones directas)” (2006, p. 1).

La Argentina y su último gran exilio

A fin de reflexionar sobre la pena del exilio en Argentina, tomamos el periodo que va desde el año 1973 hasta el año 1983, con un evidente adelanto en tres años respecto a la última dictadura militar, cuyo inicio fue en marzo de 1976. Este desfase temporal se debe a que ya entre los años 1973 y 1974 es posible observar una creciente masa de exiliados que debían abandonan el país. En esto seguimos a Silvina Jensen, quien dice respecto a su propia investigación: “En este sentido, aunque genéricamente referiremos al exilio del `76, incluimos en este grupo a los argentinos que salieron como consecuencia de la violencia ejercidas por bandas parapoliciales y paraestatales, la más conocida de las cuales es la Triple A” (2004, p. 35). Así, a partir de 1973 se da la primera oleada de argentinos exiliados que se intensifica a partir de 1976 (Jensen, 2004, p. 262). Marina Franco sigue esta misma línea al afirmar que aunque "la mayor cantidad de salidas forzadas se haya producido después del golpe de estado, la represión y el exilio comenzaron mucho antes, en particular con el inicio de las actividades de la Triple A a fines de 1973” (Franco, 2008, p. 18).

Si bien no es la intención de esta investigación el cuantificar el fenómeno del exilio, creo que es interesante traer aquí a colación la dificultad que implicaría el intento de hacerlo, y esto por dos motivos. El primero de ellos debido a que no existe un número claro sobre el exilio argentino (Yankelevich, 2010, p. 24). Es decir, por diversas razones, entre las que se cuenta la falta de registro oficial de Migraciones por el lapso de varios años, no hay una cifra oficial al respecto. Sin embargo, una referencia aproximativa puede tomarse del debate de la Cámara de Diputados de la Nación, que cifró en alrededor de 500.000 exiliados durante el periodo de nuestra investigación (Jensen, 2004). Por otra parte, autores como Franco (2008), atendiendo a un cálculo entre las salidas del país (durante los años en que se tiene registro) y a los registros de los países de acogida, centra la cifra en alrededor de 300.000 exiliados. Considero en este sentido, que es decisiva la inexistencia de un registro claro de exilios durante el periodo, lo que da cuenta no solo de la difícil situación legal y jurídica que atravesaba el país, sino también de la complejidad que entraña en fenómeno mismo del exilio, que por sus características propias, es muy difícil de cuantificar.

En segundo lugar, me interesa evidenciar que la cuantificación, aunque estimativa, da cuenta del número de existencias que se vieron afectadas por esta pena, número que sin duda se debe multiplicar. Si bien quizá los expulsados coincidan con algunos de estos números, la cantidad de afectados por el fenómeno del exilio es mucho mayor, ya que la familia que se queda, la familia que se va, o los hijos que nacen en el exilio y después deben retornar, y que no aparecen cuantificados en las estadísticas, sufren la pena del exilio también.

Ateniéndose al marco jurídico relativo al exilio en el caso argentino, es posible ver, como se ha indicado ya, que no hubo una institución oficial de esta pena, lo que sí ocurrió en el caso chileno. En Argentina se hizo uso del Artículo 23 de la Constitución Nacional, que da la opción, en caso de Estado de sitio, a abandonar el territorio. La letra del artículo constitucional es la siguiente:

En caso de conmoción interior o de ataque exterior que pongan en peligro el ejercicio de esta Constitución y de las autoridades creadas por ella, se declarará en estado de sitio la provincia o territorio en donde exista la perturbación del orden, quedando suspensas allí las garantías constitucionales. Pero durante esta suspensión no podrá el presidente de la República condenar por sí ni aplicar penas. Su poder se limitará en tal caso respecto de las personas, a arrestarlas o trasladarlas de un punto a otro de la Nación, si ellas no prefiriesen salir fuera del territorio argentino.

La opción de abandonar el territorio fue dada solo a los presos políticos que no tenían causas ni procesos en curso, y que estaban a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Sin embargo, más que una opción, la aplicación de este artículo constituyó una expulsión, con su consabida imposibilidad de retorno al territorio nacional. El Estado de sitio decretado por Isabel Martínez de Perón puso en práctica la aplicación del Artículo 23, con sus marcadas manipulaciones e interpretaciones varias, lo que dio inicio a un proceso de deportación en el territorio nacional.

No obstante, tal como indica Jensen (2004, p. 245), la Junta Militar en el año 1976 anuló mediante el Decreto 21.338 el Artículo 23, impidiendo que la posibilidad de salir del territorio que ya se había dado a numerosos prisioneros a disposición del P.E.N, quedara anulada. Según Franco (2006), este derecho fue restituido con restricciones en 1977, funcionando a discrecionalidad de la Junta Militar. Fue recién en 1979 que se volvió a hacer uso de este derecho.

En esta línea, y para comenzar un análisis sobre los Decretos, hay que retrotraerse al primero de ellos, que si bien no alude al exilio propiamente, fue el que dio inicio a un terrorismo de Estado desatado. En efecto, el Operativo Independencia, instituido bajo el Decreto 261 en febrero de 1975, con el fin de aniquilar la guerrilla subversiva en el monte tucumano, dotó a las Fuerzas Armadas de un gran poder sobre la sociedad civil, posibilitando la persecución, tortura, aniquilación y desaparición de los subversivos.

En el mismo año, 1975, pero en el mes de octubre, a raíz del ataque de Montoneros al regimiento de Monte 29, en la provincia de Formosa, el P.E.N. sancionó los “Decretos de aniquilamiento”, Nº 2270, 2271, y 2272, que ampliaban el accionar represivo contra la subversión y lo extendían a la totalidad del país, demarcando ciertas áreas como prioritarias. El Decreto Nº 2270 creaba el Consejo Nacional de Defensa y el Consejo de Seguridad Interna, controlados por las Fuerzas Armadas. Mientras que el Decreto Nº 2271 disponía, mediante el Ministerio del Interior, que las policías nacionales y provinciales, así como los servicios penitenciarios, quedaran bajo control del creado Consejo de Defensa. Así, los dos primeros decretos situaban a los comandantes de las tres armas junto al poder presidencial, con el fin de aplacar la avanzada de la izquierda, y en conjunto buscar estrategias para derrotar a la guerrilla y a los subversivos. Por su parte, “El decreto, 2272 se convertiría en la argucia legal con la cual los militares intentarían justificar la matanza que desatarían en los años siguientes” (Canelo, 2005, p. 40). En este punto, cuando se habla de matanza, se alude a los secuestros, torturas, desapariciones y exilios que tuvieron lugar durante el periodo. En efecto, la totalidad de la población, y no solo los subversivos, fueron blanco de una violencia aniquiladora orquestada desde un Estado Terrorista, que tomó bajo su mando un poder de decisión absoluta, entre los que debían vivir y los que debían morir, entre los que pertenecían al gran relato impuesto de Nación, y los que eran traidores a la Patria, y por lo tanto, debían abandonar el país.

Si bien los tres decretos del año 1975 son de vital importancia para comprender jurídicamente este periodo, quizá el principal sea el “decreto de aniquilamiento” número 2772 por el cual:

Las Fuerzas Armadas, bajo el comando superior del presidente de la Nación, que será ejercido a través del Consejo de Defensa, procederán a ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a los efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país (Clarín, 9/10/1975, p. 17). El manto de legalidad que ofrecían los decretos, y la autonomía en la represión que otorgaba el poder político a las Fuerzas Armadas, fue una exigencia de los comandantes; a cambio se comprometían a no derrocar al gobierno. (Borrelli, 2012, p. 4).

Sobre esta primera aproximación al ámbito jurídico que dice relación con el exilio como un dispositivo punitivo en la Argentina entre 1973 y 1983, podemos destacar varias cosas. En principio, la derogación del Artículo 23, que posibilitaba la conmutación de la pena de cárcel por la pena de exilio. La opción que otorgaba este artículo constitucional, entre los años 1973 y 1976, no tuvo un carácter de opción, sino más bien de obligación. En efecto, este derecho constitucional que operaba durante los periodos de Estado de sitio puso en práctica la expulsión obligatoria de los detenidos a disposición del P.E.N. Por lo tanto, aunque no se haya instituido con claridad la pena del exilio en este periodo, si hubo una clara práctica exiliar, que no cesó con la derogación de este artículo, sino que se incrementó considerablemente en los siguientes años.

Precisamente, los Decretos de Aniquilamiento, así como el anterior Operativo Independencia, intentaron dar un marco de legalidad al accionar terrorista del Estado argentino. La ampliación de poderes a las Fuerzas Armadas durante un periodo democrático, aunque se hayan firmado los decretos bajo extorsión e incluso se utilizara la palabra aniquilación para referirse al destino de cierta parte de la población, es el resguardo jurídico que buscaron los mandos militares al momento de justificar sus acciones de violencia desmedida.

Otro elemento importante a destacar es que el Decreto Nº 2272, sitúa el accionar de las Fuerzas Armadas al alero de las órdenes del Presidente de la Nación. Estos edictos, decretados pocos meses antes del Golpe Militar de 1976, desbrozaban ya el terreno para actuar bajo un marco de ilegitimidad que implicaba la asunción del gobierno de la Nación Argentina por la Junta Militar. Así, la Junta Militar, cuyo primer presidente designado fue Jorge Rafael Videla, asumió un lugar de soberanía al decidir sobre la mantención indefinida del Estado de sitio promulgado por el gobierno Constitucional de Isabel Martínez de Perón.

El rol que jugó la Junta Militar, centrado principalmente en la figura de Videla, fue el de la aniquilación de una parte de la población bajo el paradigma de la persecución, el encierro, la tortura, la desaparición y la expulsión. La violencia estatal desatada en el periodo por un decreto jurídico incrementó el exilio de un vasto sector de la sociedad, que debía purgar la pena de ser una especie de cáncer que amenazaba la totalidad del cuerpo social.

Entonces, aunque en el caso de Argentina no hubo una declaración expresa sobre la pena del exilio, esta estuvo presente tanto en el Artículo Nº 23 de la Constitución Nacional, como en los posteriores decretos del año 1975, mediante los cuales se desató una violencia sin precedentes que, sin duda, empujó a una parte de la población al exilio, como modo de salvar la vida ante un castigo inminente que se materializaba con la desaparición, a la vez que impidió su retorno al país.

Como reza el título de este apartado, este es un primer acercamiento al problema del exilio desde una perspectiva jurídica en el caso argentino, y más allá de las reflexiones que han decantado del análisis mismo, este oficia, a su vez, como un patrón comparativo con el caso de Chile, que revisaremos a continuación.

Institucionalización y exilio. El caso de Chile

El periodo de análisis del exilio en Chile coincide con los años del gobierno dictatorial de Augusto Pinochet Ugarte, es decir desde el año 1973 hasta el año 1990. Por ello, la etapa de análisis jurídico del exilio en Chile comienza con el Golpe Militar en 1973, y finaliza con el retorno de la democracia en 1990.

A diferencia de lo que ocurre con el caso argentino, en Chile ha habido un trabajo más profundo y duradero sobre el exilio, gestado principalmente por organizaciones no gubernamentales, que se han ocupado del problema desde sus inicios. Quizá el ejemplo más claro sea la Vicaría de la Solidaridad, creada a solicitud del Cardenal Raúl Silva Henríquez para reemplazar el Comité Pro Paz, convirtiéndose en bastión y refugio para los familiares de secuestrados, desaparecidos y exiliados. Alrededor de la Vicaría se nucleó un grupo de personas que luchó sin descanso y por todos los medios contra las atrocidades del gobierno militar. Es gracias al trabajo de este tipo de organizaciones, que hay un importante registro sobre los exiliados chilenos. En el caso chileno existen entonces ciertas cifras, que aunque mantengan cierta oscilación -menor en todo caso respecto a Argentina-, se han constituido en una suerte de corpus de datos, que han servido para análisis tanto en el plano nacional como internacional. Es así como la Liga Chilena de Derechos del Hombre habla de 400,000 exiliados durante el periodo, la Oficina Nacional del Retorno de Chile de 200,000 y la Vicaría de la Solidaridad de 260,000 (Rebolledo, 2006; Monsálvez, 2012). De hecho, el Informe Anual del año 2017 del Instituto Nacional de Derechos Humanos, en el apartado dedicado a otras víctimas reconocidas por el Estado, además de los torturados y desaparecidos, cifra en 260.000 los exiliados chilenos, basándose en los datos aportados por la Vicaría de la Solidaridad.2

Ateniéndonos al hecho jurídico, es posible afirmar que el gobierno militar introdujo un quiebre en la legalidad constitucional de la nación, generando una excepcionalidad por 17 años. En efecto, desde la derogación de la Constitución de 1925, en el año 1973, hasta el año 1990 no hubo un marco constitucional legal en Chile. Solo en el año 1990 se instaura de forma plena la Constitución del 80’, que comienza a operar en 1981, y que es la que rige al país hasta hoy en día.

El modo de gobierno de la Junta Militar durante el periodo dictatorial se realizó a partir de bandos militares, edictos y decretos. La finalidad de estas comunicaciones con fuerza de ley fue la de dar un marco legal a un contexto inconstitucional. Dichos bandos (cuyo fin original era la exclusiva organización de las tropas militares y no del cuerpo civil) comunicaban los lineamientos de acción a la ciudadanía, a la vez que justificaban un accionar violento y asesino ante su incumplimiento. Así, los hermanos Garretón expresan:

La funcionalidad normativa de los bandos no se agota en esta generación de una institucionalidad del golpe y de los actos de la Junta Militar, sino que abarca las conductas de la vida cotidiana, tanto para castigar y reprimir, como para premiar y fanatizar. (1998, p. 18).

Los bandos militares, sobre todo en los primeros meses que siguieron al golpe, fueron los lineamientos para la construcción de una nueva nación chilena que promulgaba valores políticos, económicos, sociales, morales y sexuales, de carácter occidental y cristiano. Y es en estos designios militares, donde se evidenciaba con mayor claridad la necesidad de eliminar a un enemigo político interno, que se oponía y dificultaba el surgimiento de la nueva nación.

A partir de decretos con fuerza de ley, bandos y edictos (Loveman y Lira, 2000), se buscó legitimar la aniquilación del enemigo, un otro al que era necesario expulsar del territorio (Rebolledo, 2006, Ávila, 2013) para instaurar el control y el orden. En Chile, durante los 17 años de Estado de Excepción que instaló la dictadura (Cassigoli, 2011) se habitó en un Estado de golpe (Garretón, 1998) que puso en práctica una sistemática e instituida expulsión de ciudadanos del territorio nacional (Rebolledo, 2006). Este Estado de golpe, comenzó a operar con el Decreto Ley 1, del mismo 11 de septiembre, que:

Daba por constituida la Junta de Gobierno, la cual asumía el “Mando Supremo de la Nación”….Conjuntamente, los Decretos Leyes 3 y 4 del 18 de septiembre de 1973, declaraban “Estado de Sitio” y “Estado de Emergencia” en todo el territorio nacional, dejando en claro de acuerdo al Decreto Ley número 5 que el “Estado de Sitio decretado por conmoción interna” debía entenderse como “Estado o Tiempo de Guerra”. (Monsálvez Araneda, 2012, p. 11).

Remitiéndonos al caso de la institución de la movilidad y el exilio de la población durante la dictadura militar, es posible encontrar una primera referencia al respecto en el Bando Militar Nº 40, del 20 de septiembre de 1973. Este bando indica que debido al robo de elementos para fabricar pasaportes y documentos de viaje, siendo responsables de este delito extremistas chilenos y extranjeros, se debe remitir toda información de quien desease viajar al exterior. Esto es, que las empresas de viajes deben brindar a la P.D.I. (Policía de Investigaciones) los datos de aquellas personas que consultasen por algún tipo de viaje para abandonar el país, so pena de acciones legales. Es decir que, a días del golpe de Estado, es la Junta militar la que decide quién se va y quién se queda dentro del territorio chileno, prohibiendo todo tipo de movilidad voluntaria.

Ahora bien, es en el Decreto de Ley 81, promulgado el 11 de octubre y publicado el 6 de noviembre de 1973, donde se evidencia una clara institucionalización del exilio. Me detendré particularmente en el análisis de este decreto que posibilita ver con mayor claridad el ámbito jurídico en el que se despliega la pena del exilio durante este periodo en Chile.

Así, el Decreto de Ley 81 indica, en principio, y apoyándose en los Decretos de Ley 1 y 5 —que conformaban la Junta Militar y declaraban el Estado de Sitio o Guerra, respectivamente— la necesidad de velar por la seguridad del Estado, tanto en el orden interno como en la normalización de actividades nacionales. En vistas a esta necesidad, este decreto ordena que aquellas personas que han sido llamadas por la Junta Militar debieran comparecer, so pena de que recaiga sobre ellas una sanción penal acorde a lo que la necesidad de mantener la seguridad del Estado dictamine. Y frente a la posibilidad de que no se acuda al llamamiento público, a fin de resguardar la Seguridad del Estado, se presentan 5 artículos. El artículo 1 de este decreto indica:

El que requerido por el Gobierno, por razones de seguridad del Estado, desobedezca el llamamiento que públicamente se le haga para que se presente ante la autoridad, sufrirá la pena de presidio menor en su grado máximo o extrañamiento mayor en su grado medio. (Decreto Ley 81).

Este llamamiento, que se hacía mediante el Diario Oficial, otorgaba 5 días para que el solicitado se presentase, si estaba en territorio nacional, y 40 días, si se encontraba en el extranjero. Al estar la nación en un Estado de Guerra, tanto el delito como el juicio serían reconocidos por el Código de Justicia Militar. Si el requerido fuese encontrado culpable del delito por el que se le juzga: “El Tribunal podrá asimismo, en tal evento, aplicar en lugar de la o las penas privativas de libertad que correspondieren la de extrañamiento por el doble del tiempo de duración de aquélla o aquéllas” (Decreto Ley 81).

El artículo 1 del Decreto Nº 81, refuerza el Estado de Guerra en el que se encuentra el país, anulando todos los derechos civiles y garantías de ciertos ciudadanos, aquellos requeridos. Y es esta condición bélica la que daba a las juntas la prerrogativa legal para juzgar mediante tribunales militares a civiles. En este sentido, Snajder y Roniger dicen: “El Decreto Ley 81, legalizó el exilio administrativo como procedimiento ejecutivo a usarse a discreción de los gobernantes” (2013, p. 279). Aparece aquí la figura del extrañamiento, que queda instituida como prerrogativa del Ministro del Interior y de Defensa Nacional.

En efecto, el artículo 2 de este Decreto Ley 81, escudándose nuevamente en el Estado de Guerra, indica que “el Gobierno podrá disponer la expulsión o abandono del país de determinadas personas, extranjeros o nacionales, por decreto fundado que llevará las firmas de los Ministros del Interior y de Defensa Nacional”. Lo llamativo aquí, es que para ejecutar la expulsión de los habitantes nacionales o extranjeros, se requiera la firma de Ministros y no de Ministerios. Este artículo evidencia una clara personificación de la ley y sus atributos, pues no es una instancia institucional la que decide sobre el caso particular, sino que es un sujeto particular quién decide si expulsa o no a otro sujeto. Este atributo, que roza la soberanía, al abandonar a su suerte a quien se expulsa de la comunidad, recayó directamente sobre las figuras de los Ministros del Interior y de Defensa Nacional, quienes presidían ministerios intervenidos.

En esta misma línea, el artículo 3 indica que quien hubiera sido exiliado por medio de este Decreto, hubiera abandonado irregularmente el país, o hubiese sido asilado, solo podría retornar al país si fuera avalado por el Ministro del Interior, quien recibiría la petición vía consulado, y que podría negarse a ella por la necesidad de protección de la seguridad del Estado.

Ahora bien, el artículo 4 deja en claro que quien intentara regresar de modo clandestino al país con el fin de atentar contra la seguridad del Estado, será sancionado con la pena máxima de presidio o con la muerte. El artículo 5 completa al anterior, indicando que quien sea cómplice de ayudar de algún modo a algún condenado por este decreto, será sancionado con la misma pena que le corresponde al culpable, pero aumentada en un grado. El juicio de estos casos, nuevamente, tendría como injerencia a un tribunal militar y no a un tribunal civil, ya que estos son considerados delitos contra la seguridad del Estado, lo que amerita la totalidad del peso de la violencia y la ley. Siguiendo en esta línea, me parece fundamental el alcance que hace Danny Monsálvez Araneda al respecto:

Como una forma de complementar aquellas medidas de control y por medio del Decreto Ley número 175 de diciembre de 1973, la Junta modificó el Artículo 6º de la Constitución Política de 1925, al señalar la “necesidad de legislar sobre la situación de los nacionales residentes en el extranjero que promueven o ejecutan actos gravemente lesivos para los intereses esenciales del Estado”. El gobierno acordó agregar en los dos últimos incisos del Artículo 6º de la Constitución, la pérdida de nacionalidad para aquellos que atenten “gravemente desde el extranjero contra los intereses esenciales del Estado durante las situaciones de excepción previstas en el Artículo 72, número 17 de esta Constitución Política”. (2012, pp. 13-14).

La promulgación de la pérdida de la nacionalidad da un paso más allá respecto a la institución jurídica del exilio en Chile. En efecto, esta promulgación tiene alcances que se complementan con la Ley 604, de agosto de 1974, que refuerza la imposibilidad de retorno de los chilenos en el extranjero. Como explica Jaime Esponda,

Mediante el D. L. 81 no se podía impedir el ingreso de disidentes que habían viajado regularmente al exterior. Para llenar este vacío se dicta, en agosto de 1974, el Decreto Ley 604. Ahora el Gobierno podrá prohibir ese ingreso, aunque no rija en el país un estado de excepción constitucional. (1981, p. 701).

Se atribuye aquí al Ministerio del Interior, mediante este nuevo decreto, la prerrogativa de suspensión del pasaporte de quienes estén impedidos de retornar al país, convirtiéndolos en apátridas, sin posibilidad de pertenencia o respaldo legal de su país.

En este punto quisiera detenerme, ya que la imposibilidad de retorno es la otra cara del exilio, quizá la menos visible pero la más duradera y compleja. Cuando se piensa en el exilio, generalmente se piensa en la partida, en la expulsión con toda la violencia que ello conlleva. Sin embargo, ese es el principio de un largo proceso que se dilata en la imposibilidad del retorno. La estadía en los países de acogida es una estadía forzada, muchas veces no deseada, que genera diversos modos de existencia y complejos procesos de subjetivación. En el caso de Chile, la imposibilidad de retorno, en el caso de Chile, se encontraba regulada jurídicamente, tanto para chilenos como extranjeros en el Decreto Ley 81 que, como se indicó, se complementa con el Decreto Ley 604.

Este Decreto, 604, amplía las prerrogativas de la Junta Militar, que recaen en el Ministerio del Interior, y más precisamente en el Ministro del Interior, para decidir sobre el ingreso al país de chilenos que se encontraban en el extranjero. Las causales que explicita este artículo están en relación con las doctrinas que promulguen la alteración del orden social o de gobierno del país, los sindicados como militantes de tales doctrinas, los que cometan actos contrarios a los intereses del país, y aquellos que constituyan un peligro para la nación a juicio del gobierno. Tal como indica Alfonso Insunza,

Este D.L. 604 es un perfecto ejemplo de la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional en una legislación represiva-representativa, pues basta el solo juicio del gobierno para impedir a un chileno su entrada al país, por considerarlo un peligro o una amenaza para la estabilidad institucional. (1983).

Estas causales, sumidas en una falta de claridad evidente, se dirimían según el arbitrio del Ministerio del Interior, que tenía la prerrogativa, a su vez, de decidir, vía solicitud consultar de los antecedentes del solicitante, la posibilidad de reingreso legal de los exiliados caso a caso. La decisión recae nuevamente sobre el Ministro del Interior, quien apoyándose en el Decreto Ley 81 y 604, debía permitir o no el reingreso.

Coincido con Loreto Rebolledo cuando indica en este punto que,

Se traspasó al Ministerio del Interior la competencia sobre esta materia, transformando la pena del exilio en una decisión administrativa y no judicial, lo cual abrió la puerta a la aplicación de estas sanciones a cualquier persona considerada “indeseable” a discreción de las autoridades gobernantes. (2006, p. 21).

Sin embargo, creo que lo administrativo y lo judicial quedan anudados en estos procesos, y que sería complejo establecer una distinción tajante, ya que la discrecionalidad del gobierno frente a aquellos considerados peligrosos e indeseables,3 tenía una estructura jurídica que respaldaba las acciones y, sobre todo, las decisiones.

Esto puede verse en los años posteriores, cuando incluso comienza a regir la Constitución del 80’ y se asegura en el Artículo 19 que:

Toda persona tiene el derecho a residir y permanecer en cualquier lugar de la República, trasladarse de uno u otro y entrar y salir de su territorio, a condición de que se guarden las normas establecidas en la ley y salvo siempre el perjuicio de terceros. (Insunza, 1983).

Por su parte, el Artículo 39 expresa que los derechos de los ciudadanos solo pueden ser afectados bajo situaciones de excepción constitucionales, cuya característica es su transitoriedad, que mediante el artículo 40 se otorgan al Presidente de la República el poder para decretar el Estado de Sitio.

A medida que se recorren los artículos de la Constitución del 80’, se observa que lo que se declaraba en el artículo 19, comienza a perder valía, pues el artículo 41 declara:

Por la declaración de Estado de Sitio el Presidente de la república podrá trasladar a las personas de un punto a otro del territorio nacional … y expulsarlas del territorio nacional. Podrá además restringir la libertad de locomoción y prohibir a determinadas personas la entrada y salida del territorio. (Rebolledo, 2006, p. 23).

Si bien en el artículo se aclara que las medidas excepcionales solo rigen para periodos excepcionales, en el caso de la expulsión del territorio nacional, así como la prohibición de ingresos “mantendrán su vigencia pese a la cesación del Estado de Excepción que les dio origen en tanto que la autoridad que las decretó no las deje expresamente sin efecto” (Rebolledo, 2006, p. 23).

De este modo, se observa cómo en la constitucionalidad chilena, más precisamente en la Carta Magna de 1980, se mantiene la institución del exilio, aún con el cese de la situación excepcional que le dio origen. A esto parece referirse Insunza cuando dice:

El gobierno tiene facultades de Estado de Excepción y de peligro que en realidad son permanentes y que consecuente con su doctrina de Seguridad Nacional, jamás renunciará, ya que para él es necesario e indispensable mantener estas facultades para combatir la subversión latente…. (1983).

El exilio en Chile finaliza en agosto del año 1988, cuando “a través de los decretos leyes 1.197 y 1.198 publicados en el Diario Oficial, se levanta el estado de emergencia y el estado de peligro de perturbación de la paz en todo el país, en vísperas del Plebiscito” (Rebolledo, 2006, p. 24).

Se observa así que en Chile, el instituto del exilio durante la última dictadura militar nace por decreto en el año 1973, y finaliza, también por decreto, 15 años después, con miles de expulsados y desnacionalizados. Este recurso punitivo, a través de su institucionalización jurídica, jugó un rol fundamental en el mantenimiento de la Junta Militar en el gobierno del país, y más aún, en la perpetuación de Pinochet Ugarte en el poder. A modo de ironía, podría decirse que, según Jesús Rodríguez, la respetuosa relación con la Constitución, las instituciones y las leyes que caracterizaba a Chile como una de las democracias más vigorosas de América (2011, p. 32), en el caso del exilio buscó seguir la misma línea, pues tanto su inicio como su finalización, fueron por decreto, por un decreto oficial.

Conclusiones provisorias

Como se indicó al inicio de este trabajo, lo que se ha presentado aquí es uno de los posibles acercamientos al exilio en tanto categoría jurídico-política. En efecto, se ha intentado pensar el exilio como un dispositivo punitivo, que desde sus orígenes en el derecho romano arcaico, ha marcado un quiebre tanto al interior del discurrir legal de una nación como de la comunidad.

En la introducción de este escrito se planteaban una serie de interrogantes, a los que si bien no daremos cabal respuesta, sirven de guía para hilvanar una suerte de conclusión. Tales preguntas, que inquieren: ¿qué implicaría el ejercicio de pensar jurídicamente el exilio con una mirada filosófica?, ¿por qué llevar a cabo tal reflexión?, ¿qué derivas pueden desprenderse de ese análisis en el caso latinoamericano?, ¿es posible hablar de un mismo discurrir jurídico en los exilios del Cono Sur latinoamericano?, serán los hilos conductores para esbozar algunas ideas finales sobre la relación entre el exilio y el ámbito jurídico.

Ciertamente, la intención aquí ha sido la de pensar el exilio filosóficamente, poniendo el acento en su perspectiva jurídica, y esto por varios motivos. En principio, me interesa destacar que el exilio, más allá de su momento político o histórico, es siempre una pena, un castigo, y en tanto tal, es un dispositivo gubernamental, que se rige, ya sea explícitamente o no, desde el ámbito de lo jurídico. Entonces, el exilio, aquel exilio político, que se constituye como una pena de expulsión del territorio, pero también de un modo de vida y de la comunidad, y que recae sobre aquel que ha sido encontrado culpable de algún delito, sigue conservando la signatura del bando que le dio origen. Con esto quiero decir que, más allá del paso del tiempo y de los procesos políticos e históricos, el exilio continúa operando como una penalidad, que abandona a su suerte a quienes expulsa de la comunidad. Tal expulsión, como se vio a partir del caso chileno, puede llegar incluso a la desnacionalización, pero aunque no se arribara a tal punto, implica per se una desprotección total desde la perspectiva legal y, también, desde una perspectiva identitaria, pues el expulsado deja de ser parte de una comunidad que lo acogía y daba sentido con sus costumbres al discurrir cotidiano.

El entre que abre el exilio en la existencia de los Estados-nación se replica en aquellos sujetos que son expulsados. Porque como se indicó, el exilio tiene una relación particular con el Estado de Excepción, que es el que posibilita legalmente la expulsión del territorio. La excepcionalidad permite que ciertas vidas, que por algún u otro motivo son consideradas indeseables, queden a merced de la violencia, que puede materializarse bajo la forma de la tortura, la muerte o la pena del exilio. La falta de respaldo de todo tipo que sufre el exiliado pone su existencia en una suerte de paréntesis, que aísla lo que era de lo que es, y también de lo que podría ser, porque la imposibilidad de retorno que conlleva el exilio imposibilita un discurrir cotidiano, tanto desde una perspectiva temporal como espacial.

Como se ha visto, este paréntesis se ha replicado numerosas veces en la historia de las naciones latinoamericanas, instaurando el exilio como una de las penas más utilizadas por los diferentes gobiernos. Si bien esta penalidad tuvo algunas modificaciones durante el siglo xx, tales como su masificación y extensión a todas las clases sociales, mantuvo su cariz de violencia en los diferentes periodos en los que fue aplicada. El caso que aquí revisamos de modo particular está relacionado con las últimas dictaduras militares del Cono Sur, especialmente en el caso de Chile y Argentina.

El hecho de escoger estas dos naciones reside en que si bien ambas vivieron procesos políticos similares, pues casi coetáneamente sufrieron gobiernos militares asentados en la violencia y el terror, respecto al exilio, encontramos algunas divergencias. Quizá la más importante de estas diferencias resida, precisamente, en el aspecto jurídico con que se instauró esta pena, pues mientras que en Argentina no hubo una declaración formal al respecto, en el caso de Chile el exilio fue instituido y derogado por decreto.

En efecto, estas diferencias jurídicas respecto a este castigo ponen de manifiesto el modo en que dos gobiernos dictatoriales actuaron de diversa manera frente a la imposición de una penalidad de la que, en ambos casos, se hizo uso y abuso. Mientras el gobierno militar argentino no hizo referencia legal sobre el exilio, sí lo puso en práctica como una de sus metodologías terroristas, que revistió un papel primordial en la lucha contra la subversión. El exilio en Argentina comienza antes del golpe de Estado de 1976, y se prolonga en la práctica de un gobierno terrorista y asesino, que mediante la erradicación de aquellos que consideraba indeseables, buscó aleccionar a la sociedad a fin de moldearla según sus intereses y necesidades políticas.

El exilio en Argentina no tiene un registro tan claro, y los lugares a los que se dirigen principalmente los expulsados no son los mismos que a los que se encaminan los chilenos. Desde esta perspectiva, podemos decir también que no hubo, como en el caso de Chile, un levantamiento o derogación de esta pena. El exilio se practicó, al igual que los secuestros y la tortura, de modo completamente subrepticio y alejado de todo nexo jurídico. Por lo mismo, no es posible encontrar algún documento que decrete el fin de su puesta en práctica.

Chile, por su parte, buscó establecer un claro respaldo jurídico tanto para el exilio, como para el gobierno militar en general. Por ello, en los bandos militares se observa con claridad el modo en que las diferentes esferas de la vida de la ciudadanía comenzaron a ser reglamentadas. Así, la institución del exilio que es una de las prerrogativas del gobierno militar, se desglosa al interior de diferentes decretos. En efecto, en estos edictos hay alcances relativos a la salida del país, pero también a la imposibilidad del retorno, y al modo en que se debía operar en caso de que algún exiliado intentara regresar de modo ilegal a la nación. Se observa así toda una estructura jurídica alrededor de este instituto, qué más allá de controlar la entrada y la salida del territorio, parecía querer controlar la existencia del exiliado en su totalidad.

Lo anterior cobra mayor claridad conceptual cuando se recuerda el peso que tenían ciertas figuras en relación al exilio, como el propio presidente a través de la decisión sobre la excepcionalidad legal, pero también el Ministro del Interior con su venia para el regreso. El exilio parece ser entonces en el caso chileno una suerte de dispositivo punitivo muy bien organizado, en el que todas las posibilidades de salida, entrada y las penas que estas acciones conllevaban, parecían estar completamente reglamentadas tal como puede observarse en los distintos bandos militares, que van complementándose para no dejar elementos al azar.

Estamos así frente a dos modos de operar jurídicamente frente al exilio, uno que dice relación con una planificación y legalización concreta y evidente, y otro que actúa por omisión legal, es decir, que no construye un aparato jurídico explícito alrededor de esta pena, pero que, sin embargo, sigue poniéndola en práctica. Ahora bien, estos diversos modos de operar jurídicamente respecto al exilio no implican que en uno u otro caso haya habido una suerte de debilitamiento en la aplicación de esta pena. Por el contrario, en ambos países se hizo un uso descarnado de este castigo, que contempló una violencia y una saña casi irracional.

A modo de cierre, quiero indicar que la pena del exilio no finaliza cuando termina el periodo político que le dio origen. Por el contrario, el exilio se perpetúa en el tiempo, e incluso, no recae solo sobre el cuerpo del exiliado, porque quienes lo rodean viven este castigo en carne propia. Por ello, ni el exilio argentino ni el exilio chileno terminó en 1983 o en 1990. Por el contrario, esta es una problemática que sigue latente, que se encuentra enquistada en el cuerpo social y que sigue afectando a miles de vidas, tanto dentro como fuera de los territorios nacionales. Entonces, mientras haya sujetos que aún sufran la pena del exilio y sus consecuencias, y mientras los Estados-nación y sus políticas deban construirse a partir de estos sucesos en vez de olvidarlos, tiene y tendrá sentido y valía reflexionar sobre estos problemas y sobre el modo en que reconfiguran nuestro presente.

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Notas Notes

1 Según Manuel Torres Aguilar (1993), en su excelente trabajo sobre el exilio en el derecho romano, la figura del exilio en la Grecia antigua tendría una función de carácter más político que punitivo. Esto porque su función sería más la de evitar la participación política del exiliado en los asuntos de la Polis, que la de ser un castigo capital. Se evidencia así que el exilio en el derecho griego antiguo no tendría la misma finalidad que en el derecho romano, cuya puesta en práctica dice relación con la aplicación de una pena de carácter “sagrado”, que se materializa con la “consagración a la divinidad del culpable” a partir de su expulsión de la comunidad.

2 El Instituto Nacional de Derechos Humanos elabora anualmente un informe sobre la situación de los derechos humanos en Chile. El del año 2017 fue presentado en diciembre de ese año, y de él se han obtenido los datos antes citados.

3 Para una profundización en este problema, véase: Ávila (2013).

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