La vocación latinoamericanista del republicanismo español en el exilio: el caso de Leopoldo Castedo en Chile
The Latino-americanist Vocation of Spanish Republicanism in Exile: The case of Leopoldo Castedo in Chile
Francisco José Martín
Universidad de Turín, Italia
Resumen El presente artículo se propone indagar el caso de Leopoldo Castedo dentro del más amplio contexto de la variada reflexión politológica del republicanismo español en el exilio que siguió a la derrota en la Guerra civil española. Castedo, exiliado en Chile tras el conflicto, desarrolló una intensa actividad cultural entre Chile y los Estados Unidos de Norteamérica, uniendo en ella, en lo que fue siempre signo identitario de su quehacer intelectual, la reflexión teórica con la praxis, las ideas con su traducción concreta en el mundo y en la sociedad de su tiempo.
palabras clave exilio; guerra civil española; Chile; republicanismo; Leopoldo Castedo.
Abstract
Key wordsThe article examines the case of Leopoldo Castedo within the broader context of the diverse political theoretical reflection on Spanish republicanism which followed its defeat in the Spanish Civil War. Castedo, exiled in Chile after the conflict, developed an intense cultural activity between Chile and the United States, bringing together what as it was distinctive in his intellectual practice, theoretical reflection and praxis, ideas with their concrete translation in the word and society of his days. Exile; Spanish Civil War; Chile; Republicanism; Leopoldo Castedo.
Recibidoreceived 10/02/2018
Aprobadoapproved 02/04/2018
Publicadopublished 30/06/2018
Nota del autor
Francisco José Martín , Departamento de Filosofía de la Universidad de Turín, Italia. Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Playa Ancha, Chile.
La redacción del presente artículo se ha llevado a cabo durante una estadía de investigación en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Playa Ancha de Valparaíso (julio 2017-enero 2018) mediante el Proyecto Atracción de Capital Humano Avanzado del Extranjero, Modalidad Estadías Cortas (MEC) núm. PAI8160063. Los Dres. Patricio Landaeta Mardones, Braulio Rojas Castro y Juan Ignacio Arias Krause, del citado Centro, han colaborado en la investigación. El presente artículo también se ha realizado en el marco del proyecto de investigación El legado filosófico del exilio español de 1939: razón crítica, identidad y memoria (FFI2016-70009-R), financiado por el Ministerio de Economía, Industria y Competitividad el Gobierno de España.
Correo electrónico: | ORCID: http://orcid.org/0000-0001-5367-4891
Las Torres de Lucca, Vol. 7, Nro. 12, Enero-Junio 2018, pp. 185-217 . ISSN-e .
Perfil de vida consecuente
Leopoldo Castedo Hernández de Padilla nació en Madrid el 27 de febrero de 1915 y murió el 10 de octubre de 1999 en el avión que iba a devolverle a su país de adopción, Chile, después de haber presentado en Madrid su último libro, Fundamentos culturales de la integración latinoamericana, a la sazón publicado en marzo de ese mismo año como coronación de su ideario y empeño republicanos. En el diario El País del 12 de octubre apareció una emotiva necrológica de José Luis Abellán (1999):
El domingo pasado, sentado en el avión que le iba a conducir de vuelta a Chile, donde vivía exiliado desde 1939, murió Leopoldo Castedo, un español de América y un americano de España, como tuve ocasión de decir hace unos días en la presentación de su libro..., que viene a constituir así su testamento intelectual.
Más allá de lo estrictamente jurídico, de la territorialidad inherente a la compañía de aviación que hace al caso, lo cierto es que morir en un avión semeja mucho a morir en un interregno, una suerte de tierra de nadie manifiesta en el pasaje de un lugar a otro, en el tránsito, en el espacio sin dominio que es el tránsito. No es poca paradoja para un exiliado: del sin-lugar que es el exilio, pues el lugar propio viene negado, al lugar como tránsito entre lugares, como espacio transitorio entre dos puntos, dos ciudades, entre una de partida y otra de destino, pero sin estar ni en una ni en otra, existencialmente suspendido, como puesto entre paréntesis, a la espera, en la espera. Aunque lo cierto es que Castedo nunca se sintió exiliado en Chile, y en sus memorias prefiere el uso del término que publicitara José Gaos en México (transterrados) para referirse a los exiliados españoles en el dominio americano de la lengua castellana.1 La lengua como patria, o algo así, sin duda. Castedo (1997) habla repetidamente en este sentido del “mal llamado exilio” (p. 107) y repetidamente previene contra la impropiedad de su uso en aquellas tierras americanas que acogieron a los españoles que huían del final atroz de la Guerra civil: “A los españoles del exilio, sustantivo que empleo transitoriamente, porque no cuadra utilizarlo en Chile ...” (p. 104).
De familia monárquica y conservadora (su padre, Sebastián Castedo Palero, llegó a ser ministro de economía en la última fase de la dictadura del General Primo de Rivera), el joven Castedo desde temprano sintió simpatías —emotivas e intelectuales— por el anarquismo.2 Estudió en el Instituto-Escuela:
La materialización de una hermosa herencia, la de la Institución Libre de Enseñanza, creada por don Francisco Giner de los Ríos, adalid de la filosofía del bien por el bien mismo ... y seguidor en la España liberal de las teorías del alemán Karl Christian Friedrich Krause. (Castedo, 1997, p. 18).
Un lugar privilegiado,3 sin duda, en aquella España de entonces empeñada en un denodado proceso de modernización del que el Institucionismo y la Generación de 1914 iban a constituir un empuje fundamental en el camino hacia la República.
La tarea renovadora que se había propuesto la Junta para Ampliación de Estudios en toda la esfera de la Educación culmina con la fundación del Instituto-Escuela, [en 1918, cuya experiencia] llegó a ser uno de los grandes logros de la Historia de la Educación en España. (Ontañón, 2007).
Importa resaltar este vínculo del joven Castedo con el ideario de los ambientes intitucionistas, pues, a la postre, es algo que queda reflejado en sus escritos, en el talante de su personalidad, en su comprensión de las relaciones humanas y de la sociedad y la política de su tiempo. Por lejana que sea la fecha de su escritura, esa huella de tolerancia y respeto institucionistas se deja entrever entre las líneas de sus textos y se manifiesta como una suerte de común estilo identitario.
En 1931 ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Era el año de la proclamación de la República: una coincidencia casual, sin duda, pero que a la postre habría de repercutir hondamente en aquellas generaciones de jóvenes universitarios envueltos en la construcción de una sociedad más justa y más libre y en defensa de unos ideales democráticos que ya se veían amenazados desde diversos frentes en Europa. Entre sus profesores tuvo a José Ortega y Gasset, José Gaos, Manuel García Morente, Andrés Ovejero, Agustín Millares Carlo, Pedro Salinas, Luis Morales Oliver y Antonio Ballesteros Beretta, de quien fue ayudante en su cátedra y con quien fundó el Seminario de Estudios Americanos (del que además fue su primer secretario). Desde aquella magnífica experiencia universitaria participa activamente en la vida cultural madrileña: en la famosa tertulia de Revista de Occidente, publicando alguna reseña que otra en el diario El Sol (por ejemplo, sobre América indígena de Luis Pericot), integrándose en el proyecto lorquiano de La Barraca (con la que viajó por Andalucía y Marruecos), amén del sinfín de actividades culturales (entre las que destacaba su interés por la fotografía y el cine) del que el Madrid de la República era magnífico escenario.
Con el estallido de la guerra civil, el campo cultural republicano quedó hecho añicos. Castedo participó activamente en defensa de la República, siendo herido de guerra y siguiendo el mismo itinerario en retirada de tantos otros. Era la retirada de la República, su incapacidad para hacer frente a la ofensiva militar del totalitarismo fascista. Madrid, Valencia, Barcelona, Figueras... y un después que se abría incierto, con íntima sensación de desalojo en la que aparecía con cada vez mayor evidencia el “espectro del éxodo” (Castedo, 1997, p. 86). En el otoño de 1938 “estaba bien seguro de que la guerra se perdía y de que no había otra solución, para salvar el pellejo, que la escapada a Francia” (Castedo, 1997, p. 78).
En Francia el destino incierto se cruza con Neruda y Castedo logra un pasaje con su familia en el famoso Winnipeg, emblema de la implicación del gobierno chileno de Aguirre Cerda en la ayuda a los refugiados españoles (Gálvez, 2014). Pero el camino hasta el Winnipeg no fue fácil: primero fue el campo de concentración con el que las autoridades francesas recibían a los prófugos españoles, luego la fuga hasta París y la ayuda de Victoria Kent desde la Embajada de España (aún republicana), el encuentro con Rafael Alberti, tan casual cuan definitivo, pues le acompañaría hasta la casa del poeta chileno Pablo Neruda, recién llegado a París en función de Cónsul especial para la inmigración española por cuenta del gobierno de su país. El horizonte abierto por Neruda y el Winnipeg puso fin a la zozobra francesa de más de dos mil republicanos españoles. Chile ponía fin a la pesadilla de un país, Francia, con más miedo que vergüenza, incapaz de hacerse cargo responsablemente de una identidad republicana transnacional y, con ello, de algún modo, traicionar sus propios principios constitutivos.4
El Winnipeg llegó al puerto de Valparaíso el 3 de septiembre de 1939. Dos días atrás Alemania había invadido Polonia e iniciado la II Guerra mundial.5 Con Castedo viajaron también el dramaturgo José Ricardo Morales, el tipógrafo e ilustrador Mauricio Amster, la actriz Monserrat Julió, el periodista Isidro Corbinos, la pintora Roser Bru y el también pintor José Balmes, entre otros, a los que se irían sumando después, poco a poco, entre otros muchos, Arturo Soria, Vicente Salas Viu, Eleazar Huerta, Jaime Valle-Inclán, José Ferrater Mora y un largo etcétera que comprende personajes menos conocidos y hombres y mujeres desconocidos, anónimos para la Gran Historia, protagonistas de lo que Unamuno llamó la intrahistoria de España. De la mano de Arturo Soria, a la sazón su efectivo fundador, y de la varia actividad desplegada por el grupo de exiliados españoles, en la que fue, sin duda, una excelente colaboración —integradora y convergente— con los intelectuales y literatos chilenos, nació la editorial Cruz del Sur,6 una empresa cuyo alto valor cultural acaso no haya sido aún suficientemente reconocido y valorado (Escalona Ruiz, 1998).
Cabe destacar la amplia movilización chilena en favor de la causa republicana española, primero durante el desarrollo de la Guerra civil (Barchino y Cano Reyes, 2013) y después, ante la catástrofe humanitaria del exilio, a través del Comité chileno de ayuda a los refugiados españoles del que formaba parte el Consulado especial de Pablo Neruda. El caso chileno solo es comparable al mexicano (los gobiernos de Lázaro Cárdenas y de Pedro Aguirre Cerda manifestaron sin reparos su decidido apoyo a la República española en un contexto geopolítico generalmente contrario), y el papel jugado por Pablo Neruda en Chile, bastante similar —salvando las debidas proporciones— al de Alfonso Reyes en México. Pablo Neruda y su esposa de entonces, la argentina Delia del Carril, fueron capaces de movilizar a la sociedad chilena, sobre todo en Santiago, para lograr un acomodo digno y dignas posibilidades de sustentamiento para los refugiados españoles. Chile devino así “segunda patria” de muchos de ellos (Castedo, 1997, p. 100 y sigs.).
En Chile, Castedo logra enseguida un trabajo en la Biblioteca Nacional y empieza a colaborar en diversos diarios y revistas chilenos: La Nación, Defensa, Zig-Zag, Acción Social, Atenea, El Debate, Antártica, etc. En 1953 fue nombrado director de la Revista Musical Chilena y posteriormente jefe de publicaciones del Instituto de Investigaciones Musicales de la Universidad de Chile. Más tarde, el Rector Gómez Millas le nombró director del Departamento de Educación Audiovisual, cargo que le llevó a filmar —con ejemplar convergencia de teoría y praxis— un importante documental, La Respuesta, con ocasión del terremoto que destruyó la ciudad de Valdivia en 1960.
En el ámbito del trabajo en la Biblioteca Nacional, a través de su director, Gabriel Amunátegui, Castedo conoció al importante historiador Francisco Antonio Encina Armanet.7 Del entendimiento entre ambos fue la incorporación de Castedo al trabajo de redacción de la Historia de Chile de Encina, una obra colosal en veinte tomos, que abarca desde la prehistoria hasta la guerra civil de 1891, empezada en 1938 y completada en 1952. Obra de Castedo es el posterior Resumen de la historia de Chile, publicado en tres volúmenes en 1954, síntesis hecha sobre la base de los veinte tomos de Encina, al que sucesivamente, en 1982, se añadió un cuarto volumen (1891-1925, la época parlamentaria) escrito “transcurridos varios años desde el fallecimiento de Encina” (Castedo, 1997, p. 178). Si la Historia de Encina se convirtió enseguida en obra de referencia obligada, el Resumen de Castedo logró, sin duda, una mayor difusión y llegó a convertirse en el compendio histórico que mayor influencia tuvo en la conformación de la mentalidad y conciencia histórica chilenas (aun hoy puede decirse que ese Resumen sigue actuando en las capas más hondas del nacionalismo chileno).
El trabajo en la Biblioteca Nacional y la colaboración con Francisco Encina supusieron para Castedo la posibilidad concreta de reanudar su interés por los estudios americanos, un interés iniciado en España con Ballesteros Beretta en la Universidad de Madrid, continuado en el Centro de Estudios Históricos como becario (y del que son testimonio sus reseñas en la revista Tierra Firme), interrumpido con la guerra civil y desarrollado después de su llegada a Chile a través, sobre todo, del contacto directo con el arte precolombino y colonial.8 Pero el estudio del arte no fue nunca para Castedo un fin en sí mismo, sino que lo comprendía como una manifestación del espíritu de los pueblos, algo a cuyo través el ser humano expresaba su carácter y su ideosincrasia. Por eso, con los dividendos del Resumen de la historia de Chile, Castedo se propuso llevar a cabo una suerte de “periplo americano”, un “viaje Santiago-Nueva York [de ida y vuelta] usando medios convencionales, si bien cuadra considerar también breves expediciones a lomo de mula y otras en precarias canoas fluviales” (Castedo, 1997, p. 183). No era una simple aventura, sino algo más parecido a una expedición científica. Detrás alentaba un magno proyecto que acabó en fracaso:
Historia de los Pueblos Americanos era el propuesto título de un trabajo colectivo que debería programar, coordinar y, en definitiva, redactar, uniformando, brava tarea, los escritos y estilos de múltiples colaboradores de una obra que se proponía superar las limitaciones de los nacionalismos y las actitudes perdonavidas y apatronadas de los poderosos. (Castedo, 1997, p. 183).
El viaje, en compañía de Enrique Zorrilla, Robero Montandón y Ángel Ciutat, se proponía un conocimiento directo de la varia realidad latinoamericana y la contratación de colaboradores para el proyecto. “Historia frustrada” es el título del capítulo que Castedo dedica en sus memorias al fracaso de un proyecto que pretendía escribir un relato común para América latina, una historia capaz de soportar el futuro de la utopía de la integración.9 En la configuración del proyecto estaba el corazón de Castedo; en su fracaso, su alma.
Estas y otras amarguras llevaron a Castedo a Washington en 1961, para hacerse cargo de la dirección de los Servicios audiovisuales del Banco Interamericano de Desarrollo, cuyo primer presidente fue su amigo Felipe Herrera. Dicta cursos y seminarios en varias universidades norteamericanas (Washington, Rutgers) y el 1966 accede por oposición a la cátedra de historia del arte latinoamericano en Stony Brook, en Long Island, donde se desempeñó también como director del Departamento de Arte (Castedo, 1997, pp. 338 y ss). En 1971, de sabático en Stony Brook, inicia una colaboración con la Universidad Austral de Valdivia que tomó cuerpo con la creación del Centro Iberoamericano para la protección del Patrimonio y la Integración Cultural. El antiguo sueño renacía, y ahora lo hacía con el enriquecimiento de la experiencia del fracaso: “En cuanto al proyecto integrador, razones bien justificadas aconsejaron reducir al ámbito geográfico latinoamericano al más concreto del grupo andino, en la creación del cual Chile había tenido una importante participación” (Castedo, 1997, p. 435). En propósito solía repetir la máxima de Voltaire según la cual “Todo es mejor en el mejor de los mundos posibles”, índice de un pragmatismo que le llevaba a transitar por el filo de compromisos difíciles si en ellos veía brillar la luz de la esperanza.
En 1980 vuelve a Chile, país que le había otorgado la nacionalidad en 1948, y se integra de nuevo —sin que en verdad la hubiera abandonado— en la vida cultural santiaguina. Colabora con el diario español El País a través de José Ortega Spottorno y Javier Pradera. Pero no regresa a España. Ni regresa ni entra en el debate sobre el retorno tras la instauración de la democracia en España. Más que cualquier declaración, de Castedo importa ese gesto. No regresa porque el suyo, en su pensar y en su sentir, no fue propiamente un exilio, como él mismo dijo y atrás queda consignado, sino, un transtierro. No hubo en su caso, como en el de muchos otros, desarraigo, sino un sentirse trasplantado, un pasar de una tierra a otra sintiendo la continuidad de la lengua, reconociéndose en ella, en su diversidad de acentos e inflexiones, en una suerte de radical otredad de sí mismo. Fue como arraigar en otra tierra que a la postre reconocía también como propia. En tierra chilena Castedo hizo casa (porque pudo y porque supo hacerlo): tuvo hijos, amores, amigos, compañeros de aventuras de una vida conducida con pundonor y coherencia entre el régimen de la acción y el de las ideas. En Chile escribe y publica sus últimos libros: Chile: utopías de Quevedo y Lope de Vega. Notas sobre América en el siglo de oro español (1996), Contramemorias de un transterrado (1997), Fundamentos culturales de la integración latinoamericana (1999). El último lo presenta en Madrid en la Casa de América, creada por la democracia española en 1990 para corresponder adecuadamente al pasado americano de la española (algo que para Castedo era también ineludible cuestión de futuro) e impulsar los lazos de cooperación cultural entre España y América latina. Muere pocos días después, en el avión —como se dijo— que le devolvía definitivamente a casa.
La Guerra civil: el “segundo nacimiento”
En Delirio y destino habla María Zambrano del “segundo nacimiento”, de esa suerte de “nacimiento consciente”, o a la vida consciente, que se aleja del simple nacimiento biológico y que coloca a la persona en el trance del auténtico y efectivo saber sobre la propia vida. El segundo nacimiento viene a ser así el auténtico nacimiento de la persona, más real aún que el primero, si cabe, pues comporta la apropiación de sí del sujeto y su propia comprensión en relación al mundo circunstante. El despertar a la consciencia no es algo dado, desde luego, ni algo que, como la regla o el semen, llegue con los años. A veces llega sin más, a veces simplemente no llega, y otras aparece provocado por algo, un agente o evento externo que resuena en el interior del sujeto y remueve la intimidad de su alma. Para muchos españoles, la Guerra civil y el sucesivo exilio fueron —de hecho— un segundo nacimiento (Varone, 2016).
Así lo fue, sin duda, para Leopoldo Castedo, pues sus memorias, significativamente tituladas Contramemorias de un tranterrado, empiezan no donde suelen hacerlo los libros de memorias y las biografías, en la fecha del nacimiento a la vida, sino en septiembre de 1936, en un episodio que hubiera podido costarle la vida y fue, en cambio, el sobresalto definitivo del que sobrevendría su segundo nacimiento:
Nací en Madrid un día de septiembre de 1936, cumplidos los veintiún años, en un palacete del barrio de Salamanca que habíamos convertido ... en fábrica de granadas de mano. La dinamita y la metralla estaban en el sótano, donde más de una vez vi a alguien fumando. La guerra había comenzado el fatídico 18 de julio. En rigor, bien pudo haber sido éste mi segundo nacimiento, o tal vez un renacer luego de la cercanía de la muerte, no en el tantas veces mentado túnel con una brillante luz al fondo, sino en la realidad de un trauma tremendo y una permanencia, que por momentos parecía eterna, en estado de enterrado vivo y con alternadas conciencias de perecer o sobrevivir. (Castedo, 1997, p. 13).
La derrota —la posibilidad de la derrota— fue desde el principio de la guerra una intuición recurrente entre los combatientes republicanos:
Desde el principio del conflicto me pareció que la contienda estaba para nosotros, los enseñados a cultivar un sentimiento de respeto por el prójimo, seguramente perdida, porque se planteaba, a sangre y fuego, como la derrota inevitable de los tolerantes a manos de los intolerantes. (Castedo, 1997, p. 49).
Ello no era, sin embargo, motivo de desánimo ni de merma en la fe republicana: “Este convencimiento, en rigor mucho más intuitivo que real entonces, no era obstáculo en modo alguno para el mantenimiento riguroso de mis convicciones” (Castedo, 1997, p. 49). Castedo, en efecto, se pone a disposición de la República y participa activamente en su defensa, pero eso no le impide ver la iniquidad de la guerra y las atrocidades cometidas por doquier: “Pronto tuve conciencia de las dimensiones adquiridas por el furor colectivo de millones de compatriotas. En uno y otro lado” (1997, p. 52). El capítulo que dedica en sus memorias a “La Guerra” no tiene desperdicio. Sorprende, sobre todo, su independencia intelectual y su capacidad para manifestar sin ambages su lealtad republicana y su crítica a cuantos, en su mismo bando, pensaron más en las conveniencias de partido que en la defensa sin fisuras de la República.10
Con todas las taras y trabas que mi ideología anarquista utópica advertía —y en muchos casos confirmó después— en el heroico Quinto Regimiento pronto tomó cuerpo el dilema que, resuelto en su faceta negativa, a la postre determinaría la derrota de la República y la imposición sangrienta del fascismo en España. Los comunistas, acompañados en su tesis por los más entre los socialistas, muy especialmente por el Doctor Juan Negrín y sus muchos partidarios, así como por buena parte de los dos partidos republicanos, discrepaban violentamente de la tesis defendida por los anarquistas (y solapadamente apoyada por los trotskistas a tono con su patológico odio a los ortodoxos que todavía no se denominaban peyorativamente estalinistas). La de los primeros consistía en la pragmática postura de que, antes que la revolución, era impajaritablemente necesario ganar la guerra. La de los otros se basaba en el eufemismo de que guerra y revolución eran la misma cosa y que para ganar aquélla era preciso lograr primero —o simultáneamente en todo caso— la segunda. (Castedo, 1997, pp. 58-59).
Razonable Castedo, sin duda, pero acaso no suficientemente justo con los anarquistas, pues su desconfianza hacia los comunistas estaba avalada por —o se sustentaba en— el asunto del apoyo militar soviético a la España republicana, que no llegaba directamente al gobierno legítimo de la República, como hubiera sido de esperar y las reglas del derecho internacional sugieren, sino que lo hacía a través del Partido comunista, inmediato receptor y gestor de dicha ayuda, creando así —pero acaso fuera lo que precisamente deseaba Stalin— un desequilibrio injustificado entre las fuerzas leales a la causa republicana. En propiedad, la reciente historiografía desmiente la tesis de Castedo, a la sazón alineado a la de Negrín, pues oculta, o silencia, tras el pragmatismo que pone de manifiesto, el traslado a la Guerra de España del acoso internacional del estalinismo contra el trotskismo. Ese pragmatismo oculta, por ejemplo, la defenestración del POUM y de las milicias anarquistas desplegadas en Cataluña a manos, no del ejército franquista, sino de los mismos camaradas comunistas (Volodarsky, 2013). Con todo, la de Castedo fue, como se sabe, la tesis que se hizo oficial en el exilio republicano español, sobre todo en México, y de la que anarquistas y trotskistas tuvieron que defenderse siempre (aun hoy, lo que prueba la eficacia de la propaganda estalinista).
Y si Castedo tuvo ojos para ver lo que pasaba dentro del propio bando republicano, esa suerte de guerra dentro de la guerra entre anarquistas y comunistas (motivo principal, acaso, del desmoronamiento del frente republicano en Aragón y Cataluña), tampoco le faltaron ojos para ver el juego infame de las potencias europeas y su responsabilidad política en el desarrollo de la guerra de España: se trataba, en efecto,
de una guerra en la cual el desequilibrio era la tónica dominante. Me refiero, por cierto y una vez más, a las incongruencias que generaba la negativa de las llamadas democracias, vulgo Francia e Inglaterra, aherrojadas por el permanente chantaje de Hitler, no solo a apoyar a su congénere española, sino a venderle los elementos bélicos, pagados con buena moneda, que necesitaba para defenderse. (Castedo, 1997, pp. 72-73).
Denuncia la actuación política del Comité de No Intervención y sus componendas diplomáticas para expulsar del territorio español a las Brigadas Internacionales, sin que la respectiva contraparte en apoyo de los militares sublevados se viera puesta en entredicho por la eficacia de lo que para ellos no era más que papel mojado.11
Hacia el final del capítulo, que es también el del relato de la guerra, aparece en toda su crudeza el “desmoronamiento del frente de Cataluña” y el consiguiente “espectro del éxodo”. El horizonte era negro y se afrontaba desde un desánimo y una desesperanza crecientes: “Dominaba el ánimo de todos el estigma de la derrota”. La salida de España es una larga fila de dolor: hemos visto las fotografías y hemos leído los relatos que la representan. Castedo no se abandona ni siquiera ante la escritura de este trágico momento y traza una línea simple, muy simple, en la que cabe suponer —contenido— todo el dolor del mundo: “En difícil y lenta caminata con los pies hundidos en el barro sucio de la nieve derretida a fuerza de tanto pisada llegamos a la frontera en Le Perthus” (Castedo, 1997, pp. 84-87).
El hombre que había nacido en segundo nacimiento al principiar la guerra cruza la frontera derrotado. Le acompañan su mujer y su hija de poco más de un año. Van de la mano, como el éxodo y el exilio.
El ejercicio de la contramemoria: consideraciones sobre la historia y el exilio
Cuenta Castedo de una reunión de la famosa tertulia de Revista de Occidente en la que Ortega y Gasset compartió una idea sobre la historia “que —dice— me pareció deslumbrante” y cuya “seducción” provocaría en él la necesidad de reorganizar entonces sus propios estudios sobre la historia de América y del Arte; y que más adelante en su vida, en Chile o en los Estados Unidos de Norteamérica, acogería la sugestión de aquella misma idea orteguiana como horizonte metodológico de sus estudios historiográficos:
¿Por qué indagar siempre en la Historia partiendo de un remotísimo pasado que apenas conocemos y sobre el que la veracidad de los documentos o testimonios son materia de eternas polémicas y constantes rectificaciones? ¿No será más cuerdo hacerlo al revés, vale decir, analizando un presente que conocemos mucho mejor y rastreando hacia atrás, sin caer por supuesto en dogmatismos psicoanalistas, el estudio de las razones de causa a efecto que han producido la culminación de cada período en el pasado? (Castedo, 1997, p. 43).
Frente a la historia lineal que discurre del pasado hacia adelante, esta otra que del presente camina hacia atrás, que hace de la comprensión del presente el punto de fuerza de la relación con el pasado y el centro a partir del cual se organiza el relato. Algo así como una historia concebida en su ir hacia atrás buscando la explicación del presente, y no, como haría la otra, sin duda más clásica, haciendo del presente la justificación del pasado. Comprenderse y explicarse a partir de un segundo nacimiento significa haber roto con el relato de la historia lineal y haber acogido el horizonte orteguiano, sin duda, pero en él, además, haber instalado, para el sujeto, el dispositivo de la “vida consciente”, y para la sociedad, el de “grado cero” de la historia. La Guerra civil fue, en efecto, para Castedo como para tantos otros (piénsese, por ejemplo, en Américo Castro o en María Zambrano), una suerte de grado cero en (o de) la Historia, un evento trágico que obligaba a la recomposición del relato, a desmontar el viejo —e inservible— edificio histórico y a levantar uno nuevo: uno capaz de funcionar solo en espiral, dando vueltas siempre y de manera incesante alrededor de un mismo centro insuperable (Martín, 2006). Porque, en efecto, aquella guerra no se ha superado, ni podrá hacerse nunca, aun a pesar de los muchos esfuerzos de todo tipo, legítimos e ilegítimos, que dentro y fuera de España se siguen haciendo para maquillar —silenciar, tergiversar, negar— sus efectos perdurables. Tal vez, por ello, no sea posible una historia del exilio, sino solo, en el mejor de los casos, acaso, una suerte de memoria plural, o de contramemorias, como las llama Castedo, para oponer al canon de los nuevos relatos oficiales, a la desmemoria y a los intereses de parte con los que se levanta el nuevo triunfalismo de la nueva historia.12
En esa nueva historia el relato del Winnipeg ocupa un capítulo generalmente descrito con tintes de generoso heroísmo y de exaltación del compromiso humanitario. Y no es que la heroicidad o el compromiso deban ser negados, pues los hubo, pero junto a ellos también hubo mezquindades e intereses que, en honor a la verdad de los hechos, no pueden pasarse por alto. Castedo lo recuerda sin disminuir o alterar en nada su agradecimiento a Neruda y al gobierno chileno. Recuerda que el poeta en funciones de Cónsul especial en París le preguntó: “¿De qué partido eres?”, a lo que él respondió: “De ninguno”. “Bueno. Eso —dijo Neruda— puede crear dificultades, pero las resolveremos” (Castedo, 1997, pp. 94-95). Cuando llegó la hora de embarcar en el Winnipeg la escena que transcribe en sus Contramemorias es la siguiente:
Lo acompañaban [a Neruda] los representantes de los partidos y organizaciones que habían peleado (con frecuencia entre ellos mismos también) durante la Guerra civil. Al lado de Neruda, el representante del Partido Comunista; codo con codo con éste, el de Acción Republicana al que seguían el de Unión Republicana y el de Izquierda Republicana, los tres conglomerados que reunían a algunos intelectuales y políticos de viejo cuño; seguía a los moderados republicanos el socialista, acompañado por el representante de las organizaciones anarquistas: la FAI, las Juventudes Libertarias, la CNT. Los trotskistas y el POUM estaban excluidos. Cada uno de estos personajes, excepción hecha del que los encabezaba, tenía delante un block con los nombres de los militantes de sus respectivos partidos u organizaciones que habían recibido oportunamente las credenciales de Neruda. (Castedo, 1997, pp. 95-96).
Después relata cómo su no ser hombre de partido (título de un memorable artículo de Ortega y Gasset publicado en 1930) se alzó como seria objeción a su embarque, algo que solo la habilidad diplomática de Neruda fue capaz de sortear: “Entonces —dijo uno de los comisarios— no puedes subir al barco. Hay muchos compañeros que tienen preferencia” (Castedo, 1997, p. 96). Castedo describe la escena sin apenas comentario alguno, aunque es obvio que el régimen de las preferencias anotadas en los cuadernos de los comisarios políticos le resultaba odioso y que su simple recuento en sus memorias constituye una clara denuncia. Con todo, anota también: “Fue mi primer atisbo de cuoteo. Nunca supe, y menos entonces, por qué relacioné en esos momentos el cónclave en el muelle con los tribunales del Santo Oficio” (1997, p. 96). La mención de los tribunales eclesiásticos inquisitoriales es de una dureza sin paliativos, pues en el relato oficial de la Guerra civil —ese mismo que aún hoy sigue dominando como general conciencia histórica— tiende a colocarse el simbolismo de aquella España negra del lado de los vencedores de la guerra, algo común que atravesaría a las distintas familias del franquismo y que conectaba el mismo franquismo con lo peor de la historia de España; y ahora resulta que Castedo, un republicano educado en la tradición de la Institución Libre de Enseñanza y con simpatías anarquistas, un republicano herido de guerra que había combatido hasta el final, en el trance de la fila para embarcarse en el Winnipeg ve aquella herencia negra en el grupo de los comisarios políticos de los partidos del bando republicano. Una imagen que vale, sin duda, como suele decirse, más que mil palabras.13 Más adelante, ya instalado en Chile, aunque su talante y su ideario se inclinarán más hacia lo que une que hacia lo que separa (a las personas, a los pueblos, etc.), no podrá dejar de referirse “a las abominables divisiones que suelen caracterizar a los exilios” (1997, p. 119). Anotación que sin mayores explicitaciones ponía a las claras —o denunciaba— la trágica continuidad de las divisiones que atravesaron el bando republicano en la guerra también durante el exilio.14
En 1969, treinta años después de su salida al exilio, Leopoldo Castedo regresa por vez primera a España. En 1944 había muerto su madre y en 1953 su padre. Perder un ser querido es siempre doloroso, pero perderlo lejos, sin poder verlo desde tanto tiempo, sin poder cumplir el rito de enterrar a los propios muertos, es sin duda atroz, un dolor multiplicado y sin consuelo. En España seguía habiendo una dictadura, claro está, pero no era ya la misma y muchas cosas habían empezado a cambiar en lo que fue, sin duda, un lento camino hacia la restitución de la democracia (Pradera, 2014; Juliá, 2017). La enfermedad de su hermana Pilar mueve los resortes para organizar —sin más dilación— el viaje a España. En los preparativos:
Recordaba las emociones de tantos compatriotas en circunstancias idénticas. Relatos escuchados en México, en Caracas, en Lima de desmayos, besos a la tierra, enmudecimientos interminables. [Pero al atravesar la frontera:] A tenor de estas imágenes reales o inventadas me sentía tan ajeno a tales emociones que me veía forzado a recapacitar sobre algunos clichés capaces de mover montañas, como el de patria y el de bandera. (Castedo, 1997, p. 360).
Se verá en detalle en el próximo apartado, pero de la cita anterior trasparece de manera clara en Castedo el indicio de un pensamiento político de largo recorrido en lo que hace a la superación del sentimiento nacional y de la pertenencia patria. Un pensamiento y una acción consecuente que, a la postre, le llevaron por los caminos de la integración de las diferencias y de la creación de espacios plurales de convivencia en América latina.15
En su viaje a España, en la cordialidad del reencuentro con familiares y amigos hubo de vérselas —entre bromas y veras— con la incomprensión del exilio, con ese “por qué os fuisteis” (Castedo, 1997, p. 365) que delataba la trágica distancia —acaso insalvable— entre las Españas reventadas por la Guerra civil.16 Ante lo cual, Castedo anota:
Expectoré [entonces] un discurso incendiario condenando la imposición a sangre y fuego de un sistema abominable proscrito en todas partes, salvo en nuestro país; ... acusé a los vencedores de haber forzado el exilio de los mejores entre los sobrevivientes de tanto asesinato; terminé ... citando las lamentaciones en desmedro de la imagen nacional de Alfonso el Sabio, de Blanco White, de Antonio Machado. (1997, p. 365).
Castedo no lo dice, pero es evidente que esos símbolos de la España que él reivindicaba tenían un valor y un significado muy otros para el resto de sus compañeros de mesa. Alfonso X era para ellos, sin duda, un rey castellano más en lo que fue el relato heroico de la Reconquista; Blanco White era de seguro un desconocido y si alguien sabía algo de él es altamente probable que lo identificara negativamente con la masonería y los afrancesados enemigos de la “verdadera España”; y de Antonio Machado, de quien seguro sí sabían, en el mejor de los casos habrían leído sus primeros libros, el modernismo intimista de Soledades y el acendrado regeneracionismo de Campos de Castilla, pero evitando su lectura política, su referencia y su vínculo con la política de su tiempo, y acentuando, en cambio, su dimensión religiosa y su preocupación bergsoniana por la temporalidad (todo ello en cabal acuerdo con la interpretación de Laín Entralgo en su libro clásico sobre La generación del 98 y consolidada durante el franquismo). Para Castedo, en cambio, Alfonso X era el rey que promovió la concordia y el entendimiento a través de la Escuela de Traductores de Toledo; Blanco White, el heterodoxo perseguido por la intransigencia y la intolerancia, y, por ello, símbolo de la tolerancia española; y Machado era el poeta del pueblo, el poeta republicano, acaso la primera víctima del exilio, o una de las primeras, en aquel invierno atroz de 1939, el poeta cívico, comprometido, defensor del acendrado valor moral del verso (según las interpretaciones, canónicas al otro lado franquismo, pero sin penetración en la cultura oficial del régimen, de Aurora de Albornoz y de Oreste Macrí). Dos Españas, pues, como antes de la guerra, o que la guerra y sobre todo la postguerra habían agrandado en su distancia y en su fractura. Dos Españas que compartían algunos símbolos, pero cuyo significado era radicalmente distinto a uno y otro lado de la frontera que las separaba. A la postre, dos Españas con dos historias irreconciliables. Y la Contramemoria de Castedo escrita contra ambas, acaso para lograr, desde la erosión definitiva de las “dos Españas”, la posibilidad de una nueva. Una nueva España y una historia nueva: una España en la que pudieran caber todos, sin que las diferencias importen, o no importen demasiado, y una historia en la que todos, sin distinción, pudieran reconocerse y sentir propia.
América latina y el ideal republicano de “integración”
En los círculos institucionistas y orteguianos en los que el joven Castedo se movió en Madrid antes de la Guerra civil pesaba intelectualmente mucho —mucho, en efecto— el “ideal de integración” que Ortega y Gasset había postulado y defendido como ideario del reformismo —cultural y político— propio de la Generación del 14. Tanto en Meditaciones del Quijote como en España invertebrada, dos libros muy leídos en la época, el ideal de integración marcaba el horizonte de superación del “problema de España”:17 integración, primero, entre lo que Ortega llamaba “cultura mediterránea” y “cultura germánica”, y, después, entre los distintos “particularismos” (nacionalistas, de clase, etc.) que amenazaban con reventar la unidad del Estado, algo para lo que él proponía —como solución— un “programa de vertebración nacional” capaz de integrar las diferencias sin anularlas (Ortega y Gasset, 1914/2004, pp. 773-776, 737). Es obvio que la Guerra civil significó el derrumbamiento de tales ideales, y que las sucesivas divisiones de la postguerra (de la España franquista con el exilio, a la que habría que sumar también las propias divisiones internas de una y otro) hicieron por mucho tiempo inviable, en la práctica, cualquier forma de auténtica integración entre los españoles de uno y otro bando que no supusiera la aceptación de la lógica de la victoria o de la lógica de la derrota.18
Castedo llegó a Chile con un bagaje cultural que había visto y sufrido su propio fracaso en España. La experiencia de aquel fracaso es importante para entender la puesta en juego intelectual que Castedo iba a desplegar en Chile. En adelante él no iba a entregarse sin condiciones al régimen de la utopía, y cuando tenga que hablar de ella, como sucede en su último libro, lo hace siempre desde la prevención de la necesidad de diseñar el camino efectivo que a ella debería conducir o desde su mera consideración de horizonte y guía del presente en el camino de un mejoramiento reformista que no se pliega a ningún determinismo de los estadios finales (Castedo, 1999).
El proyecto de la Historia de los pueblos americanos nació como diseño en una escribanía, como intención intelectual, pero Castedo siempre se afirmó en el nexo inescindible de la teoría y la praxis, razón por la cual aquel magno proyecto hubo de ser acompañado en su maduración y despliegue de un viaje por toda América latina (Castedo lo llamaba “periplo”) cuyo principal objetivo era
Entrevistarme con numerosos historiadores y contratar sus escritos para preparar, con su colaboración, una Historia legible y, ojalá plausible, en todos los países latinoamericanos, superando las infinitas trabas de las vigentes, que hacen mucho más hincapié en lo que nos divide que en lo que nos une. (Castedo, 1997, p. 178).
Para él se trataba de operar a contracorriente e insistir en lo común que une —y que, de consecuencia, podría en futuro reunir— las distintas naciones que componen el mosaico latinoamericano. Porque lo que a Castedo se le impone como visión de América latina es su múltiple descomposición, o mejor, siguiendo en ello una idea de claro cuño orteguiano, su profunda desintegración.19 Eso es lo que Castedo ve y contra lo que opone el pragmatismo de lo posible: frente a tanta “historia nacional”, para él se trataba de construir una historia general que pudiera ser común a todos los pueblos americanos.20 Una ambición desmesurada, sin duda, pero posible, aunque después no lo fuera y el proyecto acabara en fracaso. Pero conviene tener presente que en su configuración, en el sostén teórico del proyecto, en su misma fundamentación y despliegue, Castedo recurre a dos obras clave, dos obras que van a actuar soterradamente modulando el paradigma historiográfico del proyecto: en efecto, “las raíces cercanas, y también las remotas [de la desintegración americana], están —dice Castedo— acremente descritas por Ortega y Gasset en su España invertebrada y por Américo Castro en su España en su historia” (Castedo, 1997, p. 287). Ortega y Castro son, sin duda, las columnas que van a soportar el peso de la construcción intelectual del proyecto de integración latinoamericana que, desde varios frentes, acomete y desarrolla Castedo. O quizá, más que columnas, lo que mejor convenga a Castro y a Ortega sea la imagen de los cimientos: los cimientos intelectuales sobre los que Castedo iba a levantar el edificio de su protecto de integración para América latina.
El proyecto de la Historia de los pueblos americanos, contado con minucia en las Contramemorias (Castedo, 1997, pp. 175-290), fracasó en su realización práctica,21 pero no, desde luego, en lo que fue su inspiración y diseño intelectuales. Es más, es casi seguro que el fracaso sirviera a Castedo de acicate para seguir trabajando en el que fue, sin duda, el trabajo intelectual de su vida, como prueba el título de su última publicación: Fundamentos culturales de integración latinoamericana. Obra sobre la que convergían los esfuerzos y las enseñanzas de una larga vida en gran parte dedicada a buscar en América latina un marco general de entendimiento capaz de superar el estadio de división que estaban forjando los distintos nacionalismos latinoamericanos.
Ahora bien, en la base de sus Fundamentos, funcionando como un a priori implícito, está la necesaria e inevitable reflexión crítica sobre el “problema ético de la conquista” (Castedo, 1997, p. 117):
Para formular el juicio que sigue, obsesionante en cierto modo —dice Castedo— durante la mayor parte de mi vida, me afirmo en el axioma que consiste en la imposibilidad de juzgar el pasado con el criterio del presente. [A lo que a continuación añade]: A partir de este aserto, me ha parecido plausible ... la postura de tantos españoles en protesta y censura de la violencia (¿paradigma de la vitalidad desperdiciada?) de muchos de sus compatriotas. Lo cual no quiere decir en modo alguno que estuve y estoy justipreciando aquel pasado con los criterios de este presente, sino, antes bien, tratando de valorizar las posturas a que acabo de referirme.22 [Y sigue]: A estos efectos creo oportuno adelantar, en esquema y sólo como tal debe entenderse, la reiteración de mi respuesta a la misma pregunta formulada por más de un periodista con motivo del conflicto, vapuleado y en gran medida confuso asunto del llamado Descubrimiento en su proyección culminante de la Independencia. [Y Castedo transcribe la susodicha reiterada respuesta:] Sí, señor ..., si mi juventud hubiera transcurrido al comenzar el siglo xix, como tantos otros españoles habría venido a América a defender, no a los realistas secuaces de Fernando, sino a los criollos patriotas, porque los principios de guerra civil ideológica que en el Nuevo Mundo se ventilaban eran similares a los que en la península debatían quienes convocaron las Cortes de Cádiz y alimentaron el alzamiento de Riego en Cabezas de San Juan. (Castedo, 1997, p. 117).
Cita que deja entrever el latido en Castedo de un patriotismo latinoamericano de raíz eminentemente española —que no españolista— que a la postre iba a colocarse en las antípodas de los distintos procesos de reforzamiento de los nacionalismos promovidos —obvio que no de igual manera— por los distintos Estados latinoamericanos.
Como español y como europeo de origen, Castedo no puede dejar de afrontar como algo propio el problema de la Conquista, que es, en primer lugar, en su pensar y en su sentir, como queda dicho, un “problema ético”, algo que desde el fondo de la historia exige reparación y justicia, sin duda, y, sobre todo, la asunción de las debidas responsabilidades españolas y europeas.23 Pero Castedo, desde luego, no se queda ahí, en mera declaración de principios, sino que lleva a cabo una muy interesante reflexión sobre la complejidad latinoamericana, siempre a partir del presente, de la situación de “real actualidad”, tomando conciencia de ella para, desde ella, ir hacia atrás en la historia en busca de una mejor comprensión, no de la historia, sino del propio presente y, sobre todo, en aras de una mejor apertura hacia el futuro. En el historiador que es Castedo la historia no es algo que viene desde atrás a pedir cuentas al presente, sino el movimiento contrario que desde el presente va hacia atrás en busca de un futuro más justo. En el intelectual que es Castedo, la justicia se pone delante, como exigencia de un futuro mejor, y no como reparación imposible de ningún pasado. Lo que no quiere decir, claro está, que sea insensible al largo padecimiento impuesto en la historia a las comunidades indígenas, sino que, más bien, de ello no concluye —porque para él no se sigue— el retorno imposible a la anterioridad de la Conquista, porque tampoco esa supuesta anterioridad fue una Arcadia feliz, sino ocasión de dominio e injusticia, a la que la llegada de los españoles y europeos añadieron aún mayor dominación y mayores injusticias. De hecho, como pone en evidencia la cita anterior, Castedo, en el proceso de independencia de América latina se siente mental y emotivamente de parte de los criollos, no de los indígenas descendientes de los pueblos originarios.24
América latina es una realidad compleja y es de ella que debe partir toda seria reflexión que sobre ella quiera hacerse. Para Castedo esa complejidad habla del “choque de culturas” entre españoles y portugueses, de un lado, y, de otro, los pueblos originarios, pero habla también de las sucesivas oleadas de inmigración —muy diferentes en unos sitios de otros— llevadas a cabo después de la independencia: en Chile, por ejemplo, se trata de una inmigración inglesa y alemana que se sobrepone a españoles y criollos, mientras que en Argentina, como quien dice al lado, esta inmigración fue mayoritariamente italiana y española. Diferencias, sin duda, que no permiten hablar de ninguna homogeneidad en América latina, pero que tampoco impiden ver en ellas el común denominador o el rasgo identitario sobre el que Castedo se propone fundar —hacia adelante— la identidad latinoamericana: el mestizaje (Castedo, 1999, pp. 24-28). Sus Fundamentos culturales de integración latinoamericana van a partir del “desiderátum integrador iberoamericano” de Bolívar, pero sobre todo de la idea de la “Gran nación deshecha” a la que se refirió su amigo Felipe Herrera, a la sazón Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, con quien colaboró durante varios años en la década de ١٩٦٠ (Castedo, 1999, pp. 13, 15). En propósito extrae una elocuente cita de Herrera que Castedo asume como horizonte propio:
Cuando no había naciones americanas, todos los hombres de esta América éramos hermanos, éramos buenos sujetos, éramos hospitalarios, teníamos unos mismos intereses, hallábamos compatriotas nuestros en cuantos hombres había entre el Cabo de Hornos y los confines australes de los Estados Unidos; pero la maldita nacionalidad, que nos desnacionalizó y nos hizo extranjeros en las siete octavas partes de nuestra antigua patria, crio distintos sentimientos, opuestos intereses, nuevas pretensiones, rivalidades desconocidas antes, y sin hacernos mejores ni más felices, nos convirtió en enemigos unos de otros. (1999, p. 15).
Quítese el buenismo ingenuo y simplista de la primera parte de la cita, que no hace al caso, y nótese la crítica radical que se hace en la segunda parte a los nacionalismos surgidos de la Independencia. Y nótese, sobre todo, cómo esa crítica de los nacionalismos latinoamericanos conlleva implícita una defensa de lo que antes se ha llamado el patriotismo latinoamericano de Castedo: esa idea que mueve de la desconfianza y división de los Estados hacia una eficaz integración (en varias escalas: económica, cultural, política, etc.) de América latina.
Castedo mira hacia los Estados Unidos de Norteamérica y se pregunta —no sin dolor— por qué de los cinco virreinatos coloniales se pasó en América latina a diez y siete estados independientes que con el tiempo iban a tender a acentuar sus diferencias: por qué si la federación fue posible al norte, no lo fue al sur (federación o cualesquiera otras formas de eficaz integración de las colonias que habían padecido una misma dominación político-económico-cultural). Castedo anota su pesar, hondo, sin duda, pero no le interesa —o no tanto— resolver esa cuestión sobre la que seguramente habría que indagar en las diferencias sustantivas entre las tradiciones de pensamiento y formas de vida ibéricas y anglosajonas, sino que, más bien, lo que le interesa y persigue con especial denuedo es el establecimiento de las posibilidades efectivas capaces de abrir el cauce de los procesos de integración en América latina. No es ya una novedad a estas alturas, desde luego: Castedo mira siempre hacia adelante, por lo que difícilmente va a quedar atrapado en la resolución de problemas del pasado que revistan, sí, un indudable interés intelectual, pero con escasa proyección práctica en el presente.
Castedo busca una “imagen unitaria de América” (1999, p. 19), una suerte de común denominador que subyace bajo las muy evidentes diferencias. Y ve en el “mestizaje cultural, uno de los distintivos esenciales de la unidad americana”. Se sirve de la figura y de la obra del mestizo Felipe Guamán Poma de Ayala y del estudio del Barroco y del Modernismo latinoamericanos para denunciar “la impronta de la imposición forzada de los modelos europeos” (Castedo, 1999, pp. 24, 25), y, de consecuencia, la necesidad de llevar a cabo estudios sobre la realidad y el arte latinoamericanos desde su especificidad e intrínseco valor, elaborando categorías adecuadas para el estudio de tales realidades y formas artísticas, sin pasar —como es de uso y costumbre— por el filtro de categorías ajenas, generalmente europeas, forjadas para el estudio específico de otras realidades, sin someterse a ellas y a su dominio (en lo que es, sin duda, la última forma del colonialismo: el del conocimiento).25 Castedo recoge una cita de Bolívar para definir al hombre y a la mujer latinoamericanos: “Culturalmente no eran europeos, ni mucho menos podían ser indios o africanos” (1999, p. 26). Y poco después, siguiendo al venezolano Arturo Uslar Pietri en su libro El mestizaje y el Nuevo mundo, añade:
Lo que vino a realizarse en América no fue ni la permanencia del mundo indígena, ni la prolongación de Europa. Lo que ocurrió fue otra cosa y por eso fue Nuevo Mundo desde el comienzo. El mestizaje comenzó de inmediato por la lengua, por la cocina, por las costumbres. (1999, p. 27).
Uslar Pietri habló de la “angustia ontológica del criollo”, siempre buscándose a sí mismo entre herencias contradictorias y parentescos disímiles, acaso sin encontrarse nunca, acaso sin aceptarse nunca; y Bolívar, en cita que recoge Castedo de manera elocuente, definió esa situación singular del criollo con extrema lucidez:
No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado. (1999, p. 27).
Castedo se acoge a esa tradición de pensamiento que convierte al criollo y el mestizo en representantes emblemáticos de la nueva humanidad del nuevo mundo. Con todos los problemas que de ello se derivan, claro está, pues una cosa es acoger el horizonte del mestizaje cultural como rasgo definitorio del espacio latinoamericano y otra muy distinta elevar al criollo y al mestizo a representantes del nuevo mundo. Esto último, sin duda, se hace intolerable para los habitantes no-mestizos (los descendientes de los pueblos originarios y los descendientes de europeos que siguen reconociéndose en su exclusiva raíz europea) y, desde luego, se hace inaceptable para el pluralismo de una sociedad democrática cualquiera. Pero lo primero, en cambio, no debería crear problema alguno (salvo para quienes defiendan y promuevan una idea de América o como continuidad europea o como espacio de los pueblos originarios), pues el horizonte del mestizaje cultural no significa de suyo el predominio de elementos mestizos, sino, más bien, la convergencia de elementos singulares —mestizos o no— en un espacio que los acoge a todos sin distinción ni jerarquía específica, aunque luego la haya, siendo por tanto, en propiedad, un espacio de relaciones mestizas, y, de consecuencia, propiamente mestizo él mismo.
Persigue Castedo la elaboración de una historia unificadora para América latina: una historia capaz de ver, más allá de las sustantivas diferencias, que en modo alguno pretende anular o rebajar, una esencial comunidad de rasgos y valores enraizados en las formas de vida latinoamericanas, en el arte y en la literatura a ellas asociados, en la problematicidad de una lengua común, que es, a la postre, lengua de vencedores y vencidos, y, precisamente por ello, capaz de superar el régimen de la confrontación y abrir el de la amplitud comunicativa propio de la inter-culturalidad. Para Castedo la Conquista fue un evidente “choque de culturas”, pero su reflexión no se centra en el análisis de las razones de unos y de otros, ni en la legitimidad misma del choque, sino en las consecuencias del hecho, en lo que ―para bien o para mal― promovió. En lo que siguió el “pecado”, pero sin que las consecuencias de la culpa recaigan sobre los descendientes de quienes a sabiendas o no llevaron a cabo o sufrieron la Conquista. En el choque de culturas, Castedo ve un efecto germinador que “representaría el origen de los conatos integradores” de América latina: “la fusión resultante del choque de culturas generó instituciones, costumbres, tratamientos, formas artísticas, arquitectónicas, musicales, coreográficas, literarias e incluso lúdicas y alimenticias que, a corto plazo, dejaron de ser las de los conquistadores y las de los conquistados” (1999, p. 46). Lo que se crea es algo nuevo, producto del choque cultural: “Surgen sociedades nuevas, ni mejores ni peores que las originarias, sino distintas” (1999, p. 46). Fue así ―dice― como comenzaron a gestarse las peculiaridades de un mundo diferente, un mundo que fue, en efecto, desde el principio del “choque”, nuevo, un Mundo nuevo o, como se lo llamó en seguida, Nuevo mundo.
América latina y España (a modo de conclusión)
El excursus por la obra de Leopoldo Castedo revela una de las facetas más interesantes del republicanismo español en el exilio, como es su reconversión en proyecto integrador para América latina. En modo alguno se trata de un proyecto de unificación política y/o económica, sino de la configuración efectiva de un espacio o campo cultural latinoamericano. A ese proyecto, Castedo se entregó en cuerpo y alma, y fue, como atrás queda ilustrado, el proyecto de largo aliento de su vida. De toda su vida de transterrado. Fue algo más que una ilusión o un sueño, pues la entrega que puso en el proyecto le llevó a diseñar varios intentos de realización editorial, a la sazón todos ellos fallidos, pero que, como queda dicho, de su fracaso supo sacar enseñanzas para perfilar mejor el nivel teórico-propositivo del proyecto. Cabe decir, en lo que desde luego no es ni una crítica a Castedo ni la manifestación de una insuficiencia de su proyecto de integración cultural latinoamericana, que tal vez valdría la pena rastrear la posibilidad de incluir a España en ese mismo proyecto, en esa misma proyección cultural de lo hispánico en el mundo. Acaso no sea tan descabellado pensar que la mejor colocación “cultural” de España en el mundo no sea dentro de Europa, pues España, guste o no, más que estar en Europa es una frontera de lo europeo, como queda claro en los trabajos del exilio de Américo Castro, por ejemplo. Otra cosa es, claro está, el régimen de lo político, donde parece poco probable que España pueda abandonar la Unión Europea (el problema pudo ponerse en el momento de la integración, no ahora), pero desde el punto de vista de la cultura y de los espacios o campos culturales, España y América latina podrían converger mucho más de lo que en efecto lo hacen. Multiplicar las convergencias podría ser el camino hacia una feliz integración. La lengua común lo permite y lo posibilita, pero no puede hacerlo todo. De entrada, debería empezar por ser también institucionalmente lo que efectivamente es: lengua de todos, vale decir, sin centros, sin privilegios, o mejor: lengua de centros descentrada. Un republicanismo de la lengua, o algo así, sin duda.
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Notas Notes
1 Castedo (1997) se atribuye “el apelativo de transterrado, antes incluso de que lo inventaran en México sea Gaos, sea Max Aub, porque intuía que en Chile no iba a ser adecuado el peyorativo de desterrado” (p. 95). El significado de este interesante neologismo —muy arraigado en la experiencia mexicana— sugiere que los prófugos españoles de la Guerra Civil encontraron en América latina una continuidad lingüística, y en buena parte cultural, capaz de permitirles la prosecución, ampliación y desarrollo de sus obras iniciadas en España entes de la guerra. América latina se constituye así en la extensión y el destino de la patria misma, por lo que muchos aceptaron sin dificultad una nueva nacionalidad (es el caso de Castedo en Chile, por ejemplo) y pasaron a denominarse empatriados. Donde por empatriado se entiende el no haber abandonado la patria por otra extranjera, sino, más bien, el simple traslado de una a otra patria. Esta extensión y destino del término transterrado es lo que le alejan de lo que comúnmente se entiende por desterrado.
2 En sus memorias cuenta, sin embargo, cómo su solicitud de ingreso en las Juventudes Libertarias, rama juvenil de la Federación Anarquista Ibérica, fue rechazada por motivos de pertenencia de clase y prejuicio ideológico (Castedo, 1997, pp. 28-29).
3 “En la misma clase, durante los dos últimos años del bachillerato, traté, y en algunos casos, confraternicé, con un sobrino de Azorín, y con hijos de notabilidades como Juan Pérez de Ayala, Juan Negrín, Joaquín Sánchez Covisa, Álvaro d’Ors, Julio Caro Baroja. En otro curso de la misma promoción estudiaba Soledad Ortega, como su hermano José, hijos del filósofo, del que fui alumno oyente en la Facultad de Filosofía y Letras” (Castedo, 1997, p. 19). Nótese que la clausura del ciclo de conferencias conmemorativo del 60 aniversario de la fundación del Instituto-Escuela, celebrado en Madrid en 1978, estuvo a cargo de Julio Caro Baroja y de Leopoldo Castedo (Castedo, 1979; vid. también Martínez Alfaro, 2009).
4 En su novela El Paraíso, Elena Castedo, hija de Leopoldo y nacida en Barcelona en 1937, rememora ficcionalmente la llegada a Chile a través de la voz infantil del personaje literario de Solita: “Vivíamos en una pensión y no en una casa como otras familias, porque se había apoderado de nuestro país el asesino, que era panzudo y enfundaba sus cortas piernas en unas botas muy pequeñas. Su verdadero nombre era Franco, y como era un monstruo, habíamos tenido que huir a Francia. Pero resultó que Francia se convirtió en propiedad de los nazis, y como los grandes nazis con sus siniestras botas altas también eran monstruos, otra vez tuvimos que huir. Mis padres se pusieron a estudiar un mapa, buscando algún país que no anduviera siempre metiéndose en guerras mundiales. Así terminamos aquí en Galmeda, una gran ciudad al sur del continente americano” (Castedo E., 1990, p. 8).
5 Así reza, en efecto, el relato de la historiografía oficial. Otro relato historiográfico —si bien en modo alguno hegemónico— es el que sitúa su mismo inicio con el estallido de la Guerra Civil española (Martín, 2006), y considera a estea como el prólogo o el primer capítulo de aquélla.
6 Entre sus importantes colecciones editoriales, junto a sus directores, deben recordarse las siguientes: Autores Chilenos (Manuel Rojas), Nueva Colección de Autores Chilenos (José Santos González Vera), Autores Bolivianos (Mariano Latorre), Autores Peruanos (Ricardo Latchman), La Fuente Escondida (José Ricardo Morales), Divinas Palabras (José Ricardo Morales), Tierra Firme (José Ferrater Mora), Razón de Vida (José Ferrater Mora), Eldorado (Alberto Theile), Itinerarios, Bío-Bío, Raíz y Estrella.
7 “El señor Encina —me dijo con cierta sorna Amunátegui— ha venido para preguntarme si yo tenía alguna información sobre los españoles llegados en el Winnipeg y si sabía de alguno de ellos relacionado con los estudios históricos en su patria que pudiera interesarse en trabajar con él en calidad de secretario-ayudante y, en lo posible, colaborar en la tarea no hacía mucho iniciada [Historia de Chile]. Le dije que aquí teníamos un licenciado en Historia de la Universidad de Madrid y por eso le he llamado” (Castedo, 1997, p. 161).
8 De sus muchos trabajos sobre la historia y el arte latinoamericanos caben destacarse: The Cuzco Circle, texto del catálogo de la exposición realizada en Nueva York con el mismo título, e Historia del arte iberoamericano, respectivamente publicados en 1976 y 1988.
9 “También tomó cuerpo, al calor de estas y otras observaciones similares relacionadas con los enormes contrastes entre la realidad de cada uno de los países latinoamericanos, el convencimiento de que la integración económica, en aquellos momentos ya considerada como una utopía, sería inalcanzable mientras no se hiciera realidad primero la integración cultural, desiderátum que pretendía justificar nuestra Historia de los Pueblos Americanos” (Castedo, 1997, p. 281).
10 De “incivil” califica repetidamente Castedo la Guerra de España, siguiendo con ello una ingeniosa terminología unamuniana enraizada en el desarrollo de la metáfora del enfrentamiento entre las “dos Españas” (Unamuno hablaba en propósito de los “hunos” y de los “hotros”, anteponiendo a “unos y otros” la misma letra hache que comparece en la palabra horrror). Al llegar a París, tras la derrota, Castedo recuerda el apelativo de “ibero desmesurado” que Fernando de los Ríos daba de los españoles, añadiendo “que tal condición caracterizaba a la mayor parte de las víctimas, propiciatorias o no, de una guerra bien apostrofada de incivil, incluidos vencedores y vencidos, si bien mucho más dignos de vituperio aquéllos que éstos” (Castedo, 1997, p. 89).
11 El abandono de las democracias europeas hacia la República española durante la Guerra Civil es un hecho que merecería una mayor reflexión. Tal vez ahondando en la historia, pues acaso nunca el análisis sincrónico de los hechos ofrece la mejor de las interpretaciones posibles de los mismos. Castedo no la acomete y se limita a la denuncia de lo que para él fue una flagrante “traición”. En sus memorias no hay espacio para reflexiones nuevas sobre los hechos, sino solo para el relato fehaciente de los hechos y para la manifestación de lo que para él no era más que una cruda verdad. A él le bastaba así, sin duda, pero su denuncia, en cualquier caso, pone en entredicho muchas de las “verdades” consolidadas en el relato de las historias oficiales de la II Guerra mundial. Resultan útiles en propósito: Moradiellos (2001) y Viñas (2006).
12 Escribir unas contramemorias, como hace Castedo, es escribir contra la memoria sedimentada en historia oficial, contra la oficialidad del relato histórico que desde el Poder se afianza e impone —por ejemplo, desde los planes de estudio de la escuela— como memoria colectiva. Es asumir en primera persona —y él lo hace— la responsabilidad moral de la erosión de los relatos hegemónicos, a sabiendas de que la contramemoria no constituye un relato alternativo, ni pretende sustituirse a nada, sino simplemente alzarse como memoria testimonial contra las reconstrucciones históricas que se sirven de la desmemoria y seleccionan los hechos desde el interés o el capricho.
13 Seguro que al lector tampoco le ha pasado inadvertido el paréntesis de la larga cita anterior, cuando hablaba de “los representantes de los partidos y organizaciones que habían peleado (con frecuencia entre ellos mismos también) durante la Guerra Civil” (Castedo, 1997, p. 95), ni tampoco cómo después de hacer el recuento de los “representantes” de los partidos y organizaciones que había combatido en la guerra en el bando republicano añade: “Los trotskistas y el POUM estaban excluidos” (1997, p. 96). Un relato mucho más crudo en propósito, porque configurado y escrito desde el punto de vista de la exclusión (esa misma que Castedo, sin ser excluido, denuncia), es el que proporciona Fernando Solano Palacio (1939).
14 En referencia al Resumen de la historia de Chile, escrito por Castedo sobre la base del texto de Francisco Encina de Historia de Chile, hay una declaración de estilo que bien podría extrapolarse al caso de la escritura de las Contramemorias: “trataré de resumir los aspectos que me parecen capitales, siguiendo la máxima del maestro Ortega y Gasset implícita en su ensayo Ideas sobre la novela según la cual no acepta que el escritor le indique ‘Pedro es atrabiliario’; prefiere comprobar la atrabilis de Pedro a través de sus actos” (Castedo, 1997, p. 170).
15 En sus Fundamentos culturales de integración latinoamericana Castedo ofrece una visión positiva del exilio, o mejor, en su desgracia, es capaz de ver los factores positivos de su contribución a la historia de España y de América latina: “La americanería andante, ensalzada con legítimo ditirambo por Alfonso Reyes, ha sido de antiguo factor decisivo en el conocimiento recíproco de los hispanoamericanos .... El exilio, sea originado por contiendas políticas y, sobre todo, por dictaduras militares, sea debido a incomprensión intelectual y artística, sea producto de muchas otras circunstancias, como la trágica herencia de las correspondientes crisis españolas (Servet, Vives, Blanco White, Casals, Picasso, por solo citar pocos entre los muchos notables) ha contribuido, por aquello de que no hay mal que por bien no venga, a las relaciones, con frecuencia cordiales y hermanadas, de infinidad de hispanoamericanos” (Castedo, 1999, p. 20).
16 “El abismo creado por los vencedores de la guerra incivil se alimentaba [de las noticias] correspondientes a la cerrazón de un régimen que mantenía vivas y actuantes las penurias engendradas por el nazismo y por el fascismo, pesadillas en buena hora periclitadas con la Segunda Guerra Mundial en la mayor parte del resto del mundo, pero sobrevivientes en el país [España]” (Castedo, 1997, p. 358).
17 Se entiende por “problema de España” el marco teórico con el que el Regeneracionismo y la Generación del 98 habían establecido las pautas del debate en el campo cultural español de principios del siglo xx. Libros que marcaron época son, por ejemplo, Oligarquía y caciquismo, de Joaquín Costa, En torno al casticismo, de Miguel de Unamuno, Idearium español, de Ángel Ganivet, y Hacia otra España, de Ramiro de Maeztu.
18 Uno de los intentos más claros de superación de la fractura de la Guerra Civil fue el que protagonizaron, a uno y otro lado, Francisco Ayala y José Luis Aranguren, el famoso “puente” que después iba a consolidar Camilo José Cela desde la revista Papeles de Son Armadans.
19 En España invertebrada, en efecto, sostiene Ortega que el proceso de desintegración del Imperio español, iniciado con los procesos de independencia en América latina, continuó después, una vez que las naciones americanas fueron independientes, y se trasladó en seno al territorio español a través de los distintos movimientos nacionalistas surgidos en la periferia peninsular (Ortega, 1922/2005, p. 453).
20 Castedo (1999) habla de “historias unificadoras” e “historias disociadoras”: “Son las primeras las que parten del origen común de los pueblos historiados; las que muestran una visión conjunta de su imagen hermanada; las que propenden a la integración. De suyo y obvio es señalar el contenido de las otras, las que disocian; las desmesuradamente nacionalistas, las que se solazan en la prolija descripción de las guerras y del exterminio de los rivales” (p. 38). Y más adelante añade: “las historias locales de cada país iberoamericano son las más proclives a los nacionalismos excluyentes, al deleite en la enumeración de los conflictos fronterizos y de las guerras entre hermanos, las más lejanas de ideales de integración” (p. 39).
21 En relación al “fiasco editorial”, las razones —dice Castedo— “fueron pocas, claras y contundentes. La primera, en alguna medida de mi responsabilidad, se debió al retraso en la recepción de las colaboraciones. La segunda, la más grave sin duda, provino de las noticias, empezando por las internas, según los afectados gravemente alarmantes, de mis análisis, por no decir críticas, de los exacerbados nacionalismos por desgracia vigentes, así como por las condenaciones de tantas dictaduras. Alguien pensó, y formalizó su pensamiento, que tan conflictiva obra no podría venderse en la mitad, por lo menos, de los países latinoamericanos y, desde luego, en España” (Castedo, 1997, p. 288).
22 “Ocioso resulta el enjuiciamiento de violencias y crueldades acontecidas hace quinientos años. Primero, porque no tiene sentido y es esencialmente antihistórico juzgar el pasado con los patrones y principios del presente, que en el siglo que termina [el siglo xx] se recuerda como pesadilla con las atrocidades de tanto genocida. No pretende este predicamento paliar ni menos justificar la combinación de fiereza, ambición, heroísmo y catequesis de la conquista de América; tan despiadada como todas, pero, juicios aparte, determinada por el choque de culturas que representaría el origen de los conatos integradores del acertadamente llamado Nuevo Mundo” (Castedo, 1999, p. 45).
23 “En cuanto a la Conquista, a la llamada guerra justa y a la vigencia y a los derechos derivados del Descubrimiento, es conmovedora la postura de Francisco de Vitoria en De Indis: ‘El mundo occidental no carecía de dueños; por consiguiente, el mero atravesarlo no concede más derechos de captura que el que hubieran podido sustentar aquellos nativos si fuesen ellos quienes nos hubieran descubierto a nosotros’” (Castedo, 1999, p. 25).
24 En lo que hace al caso de Chile, por ejemplo, no estaría de más recordar que en la Guerra de Independencia el pueblo mapuche luchó al lado de las fuerzas realistas españolas contra el ejército de los libertadores. ¿Se equivocaban los mapuche? A la luz de lo que ha sido la historia de Chile habría que decir que no solo no se equivocaron, sino que entre dos dominaciones supieron elegir la menos mala.
25 “Desde finales de la Edad Media en Europa se mantiene una sucesión lineal de predicamentos y estilos. Al Renacimiento suceden el manierismo, el Barroco, el Rococó, y el Neoclásico en todas las expresiones de la cultura, en las artes plásticas, en la arquitectura, en la caligrafía, en el Derecho, en la literatura. En América tales concepciones, impuestas en sus esquemas por los europeos, pero sazonadas por la herencia indígena y la aportación africana, no mantienen la esquemática periodicidad, están revueltas, mezcladas” (Castedo, 1999, p. 36).