Lecturas de Antígona o de la ciudad inclinada
Readings of Antigone or the Inclined City
Elena Trapanese
Real Academia de España en Roma, Italia
Resumen George Steiner escribía que “la Antígona de Sófocles no es un texto cualquiera”, es una de aquellas acciones duraderas de la historia de nuestra conciencia filosófica, literaria y política. ¿Pero las Antígonas siguen siendo relevantes para nuestro presente? ¿Y en qué medida ofrecen claves de lectura para repensar el exilio? En este artículo intentamos responder a estas preguntas a través del análisis de las lecturas de Antígona ofrecidas por María Zambrano, Adriana Cavarero y Judith Butler. Las tres, a partir de la reivindicación de la figura sofoclea como portadora de una carga simbólica propia, abordan el difícil tema de las relaciones entre cuerpo, exilio y política: el cuerpo incestuoso, el cuerpo entre vida y muerte, el cuerpo y su voz, el cuerpo exiliado, el cuerpo y la sangre como esferas del reconocimiento o del no-reconocimiento. En definitiva, las Antígonas de Zambrano, Cavarero y Butler nos invitan a repensar la polis desde el exilio.
palabras clave Antígona; polis; exilio; cuerpo; voz.
Abstract George Steiner wrote that “Sophocle’s Antigone is not just any text”: it is one of those lasting actions of the history of our philosophical, literary and political conscience. Yet, does Antigone continue being relevant in our present? To what extent does it offer keys to rethinking exile? In this article, we try to answer these questions through the analysis of Antigone’s readings offered by Maria Zambrano, Adriana Cavarero, and Judith Butler. The three, from the recovery of the Sophoclean figure as a carrier of a unique symbolic charge, they approach the difficult topic of the relations between body, exile and politics: the incestuous body, the body between life and death, the exiled body, body and blood as spheres of recognition or non-recognition. Definitely, the Antigones of Zambrano, Cavarero and Butler invite us to rethink the polis from the exile.
Key words Antigone; Polis; Exile; Body; Voice.
Recibidoreceived 10/02/2018
Aprobadoapproved 02/04/2018
Publicadopublished 30/06/2018
Nota de la autora
Elena Trapanese , Real Academia de España en Roma, Italia.
Este artículo se inscribe dentro de los proyectos: “Españoles nuestros en Roma. Una retrospectiva”, Programa de Becas MAEC-AECID de Arte, Educación y Cultura, Becas para la Real Academia de España en Roma (2017-2018); PAPIIT IN404016, “Crisis de la escolástica y su influencia en el humanismo del siglo de oro español”, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (Investigadora principal: Julieta Gabriela Lizaola Monterrubio).
Mis agradecimientos (transatlánticos) van a la Dra. Julieta Lizaola Monterrubio, al Mtro. Marco Antonio Chivalán Carrillo y al Dr. Carlos Antonio Gutiérrez Bracho, por la ayuda y la escucha constantes.
Correo electrónico: | ORCID: http://orcid.org/0000-0002-6676-4172
Las Torres de Lucca, Vol. 7, Nro. 12, Enero-Junio 2018, pp. 103-124 . ISSN-e .
¿No es cierto acaso que de las honras fúnebres Creonte a nuestros dos hermanos a uno lo considera digno y al otro indigno? A Etéocles, según dicen, teniendo por justo servirse a la vez de la justicia y de la ley, bajo tierra lo ha enterrado de manera que sea honrado por los muertos de allá abajo; sin embargo, el cadáver de Polinices, que ha muerto tan esforzadamente, a los ciudadanos, dicen, ha ordenado mediante proclama que nadie le dé sepultura ni lo llore, sino que se le deje privado de lamentos, de sepultura, como dulce tesoro para las aves de rapiña que están ojo avizor en busca del deleite del alimento.
(Sófocles, Antígona)
Se alzi un muro, pensa a ciò che resta fuori!
(Italo Calvino, Il barone rampante)
La figura y el mito de Antígona, tal como nos los ha ofrecido la homónima tragedia del dramaturgo griego Sófocles,1 (estrenada, con toda probabilidad, en 442 a.C.) han sido objeto de un sin fin de interpretaciones y reescrituras a lo largo de los siglos,2 de las que resulta casi imposible prescindir a la hora de querer leer esta obra.
Antígona es, junto con Ismene, Etéocles y Polinices, hija del vínculo incestuoso entre Edipo y su madre Yocasta. Acompaña a su padre ciego en el exilio y, tras su muerte, tiene que presenciar el estallido de la guerra fratricida entre Etéocles y Polinices, quienes, proclamados gobernantes de Tebas, tendrían que haber gobernado la ciudad alternativamente. Sin embargo, Etéocles decide no respetar el acuerdo y expulsar a Polinices, quien se enfrenta a su hermano, atacando la ciudad. Los dos mueren, uno por mano del otro, en las puertas de la polis. Creonte, hermano de Yocasta y tío de los dos hermanos, toma el poder y decide, con una proclama, que a Etéocles se le dé sepultura; por el contrario, Polinices, culpable de haber atacado la ciudad, es condenado a quedar insepulto, a la merced de los buitres y de los animales. La tragedia sofoclea empieza con la decisión de Antígona de hacer caso omiso a la orden del rey: por eso, será condenada a ser enterrada viva, desatando así una serie de suicidios —ella misma, su prometido Hemón y Eurídice se quitan la vida— que dejarán solo a Creonte.
“La Antígona de Sófocles no es un texto ‘cualquiera’. Es uno de los hechos perdurables y canónicos en la historia de nuestra conciencia filosófica, literaria y política”, escribía George Steiner en su célebre libro Antígonas (2013, p. 15). Y se preguntaba: “¿Por qué las ‘Antígonas’ son verdaderamente éternelles y siguen tan cercanas a nosotros en nuestro presente?”.
Steiner comentaba que fue sobre todo entre finales del siglo xviii y principios del xix,3 en un clima de ferviente interés por el helenismo, la Atenas del siglo v y la tragedia, cuando poetas, filósofos e intelectuales europeos sustentaron la opinión de que la tragedia sofoclea era la más excelente de las tragedias, la más cercana a la perfección. Eso en discontinuidad con el sentimiento barroco y neoclásico, que había situado el corazón del esplendor de la cultura griega en la épica homérica.
Imposible sería un catálogo completo de las lecturas del mito de Antígona: desde Hölderlin, pasando por Kierkegaard, Heidegger, Lacan, Brecht, Anouilh, Ricoeur, Derrida, y llegando a Bultmann, Nussbaum, Weil o Irigaray. Ahora bien, entre las más determinantes —con la que casi todas las filósofas y casi todos los filósofos han tenido que confrontarse, con espíritu de continuidad o de distanciamiento— se encuentra la hegeliana. Al principio del capítulo dedicado al espíritu de la Fenomenología del espíritu (1807) de Hegel, la polis griega parece articulada en dos leyes que regulan su desarrollo: la primera, la ley de los ínferos es interior y no expresa; la segunda, vinculada a los dioses superiores, es pública y manifiesta para todos. El hombre, el varón (Creonte), en cuanto ciudadano, da vida a la ley humana, conocida y expuesta a la luz del día. La mujer (Antígona), por el contrario, es plasmada por la ley divina de los vínculos de sangre y encuentra su mundo en la familia. En la tragedia griega se dramatiza el choque de la conciencia privada y del bienestar público, de la “dialéctica de la intimidad y de lo público, de lo doméstico y de lo más cívico”; la obra “versa sobre las medidas políticas impuestas al espíritu privado” y nos interroga también sobre la violencia que “el cambio político y social acarrea a la indecible interioridad del ser”, comenta Steiner (2013, p. 27).
Aunque no siempre de manera explícita, las tres pensadoras, cuyas lecturas vamos a analizar, se distancian notablemente de la interpretación hegeliana, huyendo de cualquier binomio y evidenciando más bien el carácter ambiguo, “impuro”, “inclinado” de la hija de Edipo. Nos estamos refiriendo a María Zambrano, Adriana Cavarero y Judith Butler.
María Zambrano, como es sabido, forma parte del grupo de republicanos españoles que, a raíz de la guerra civil, se vieron obligados al exilio. Entre las muchas figuras literarias, teatrales y poéticas estudiadas por Zambrano, Antígona tiene un papel central.4 A ella dedica varios textos,5 y en particular, La tumba de Antígona (1967/2011), un texto excepcional en el conjunto de la obra de la filósofa y una verdadera reescritura de la tragedia de Sófocles: se trata de una obra de teatro distribuida en doce escenas, precedidas por un prólogo. Un texto que tiene también hondas raíces autobiográficas, pues en el personaje trágico se ven reflejadas las vivencias de la misma María y su hermana, Araceli:
Antígona me hablaba y con naturalidad tanta que tardé algún tiempo en reconocer que era ella, Antígona, la que me estaba hablando. Recuerdo, indeleblemente, las primeras palabras que en el oído me sonaron de ella: “nacida para el amor he sido devorada por la piedad”. No la forcé a que me diera su nombre, caí a solas en la cuenta de que era ella, Antígona, de quien yo me tenía por hermana y hermana de mi hermana que entonces vivía y ella era la que me hablaba. (Zambrano, 1986, p. 8).
Adriana Cavarero es una de las figuras más relevantes, actualmente, del panorama filosófico italiano. Durante muchos años, fue integrante del grupo feminista Diótima de Verona (Italia) y representante del feminismo de la diferencia italiano. Es conocida por sus libros: Tu che mi guardi, tu che mi racconti (1997), A più voci. Filosofia dell’espressione vocale (2003) y Orrorismo (2007).
La figura de Antígona —heroína “intensamente corpórea”— es la protagonista de toda la primera parte del libro Corpo in figure. Filosofia e politica della corporeità, en el que la filósofa italiana confiesa:
Habiendo decidido ir en busca de un cuerpo de mujer expulsado de la polis, ninguna figura trágica me pareció más elocuente de la de Antígona, es decir, de la heroína antigua, tantas veces repensada por Occidente, ella misma cuerpo femenino sepultado vivo por la ciudad, fuera de sus muros, y es al mismo tiempo el símbolo de una corporeidad incestuosa, consanguínea y tremenda. (1995, p. 12).
Por último, la filósofa estadounidense Judith Butler es conocida por haber propuesto un profundo replanteamiento de las idealizaciones de las expresiones de género, por haber sentado las bases del desarrollo de la teoría de la performatividad del género, tanto en El género en disputa (1990) —texto clave de la teoría queer— como en Bodies that matter (1993). Su libro El grito de Antígona (2000) reúne un conjunto de conferencias de 1998 en las que la autora se interroga acerca de la herencia de Antígona para repensar las reivindicaciones feministas.
Hace algunos años empecé a pensar en Antígona al preguntarme qué había pasado con aquellos esfuerzos feministas por enfrentarse y desafiar al estado. Me pareció que Antígona funcionaba como una contra-figura frente a la tendencia defendida por algunas feministas actuales que buscan el apoyo y la autoridad del estado para poner en práctica objetivos políticos feministas. El legado del desafío de Antígona se diluía en los esfuerzos contemporáneos por reconstruir la oposición política como marco legal y buscar la legitimidad del estado en la adhesión de las demandas feministas. … Pero ¿podemos considerar a Antígona, por sí misma, representante de un cierto tipo de política feminista, precisamente cuando su carácter representativo está en crisis? … De hecho, no es que, como ficción, el carácter mimético o representativo de Antígona se ponga en cuestión, sino que, como figura política, apunta más allá, no a la política como cuestión de representación, sino a esa posibilidad política que surge cuando se muestran los límites de la representación y la representatividad. (Butler, 2001, p. 15).
Se trata de lecturas que, si bien son muy diferentes entre ellas, no presentaremos por separado, sino que iremos entrelazando.
El cuerpo y la polis
El gran protagonista del texto sofocleo, escribe Cavarero, es el cuerpo. Ante todo, un cuerpo muerto: el cadáver de Polinices. Central aparece, desde el principio, un problema: el cuerpo que somos, más que el cuerpo que simplemente tenemos. Polinices “es” su cuerpo, pero no es un cuerpo como todos los demás. Es, ante todo, el cuerpo de un enemigo y por eso ha de ser excluido del orden de la polis. “Nunca —afirma Creonte— el enemigo, ni cuando ha muerto, es amigo” (Sófocles, 2016, p. 208), y es según la ley del amigo/enemigo que el rey decide
Que a Eteocles, que en defensa de la ciudad murió luchando tras sobresalir por entero en la lanza, se le dé sepultura y allí se le ofrenden todas las libaciones que son debidas a los más notables muertos de allá abajo; pero, de otro lado, al de su misma sangre, a Polinices digo, que a la tierra patria y a los dioses volviendo del destierro quiso prender fuego de arriba abajo, y quiso alimentarse de la sangre de los suyos, y llevarse esclavos a los demás, a ése prescrito queda a esta ciudad que ni se le tributen los honores fúnebres ni nadie lo llore, sino que se le abandone sin enterrar y que su cuerpo sea pasto de las aves rapaces y de los perros y ultrajado a la vista. (Sófocles, 2016, p. 194).
Se trata, por supuesto, solo de una de las posibles estrategias de exclusión del cuerpo enemigo, que pueden ser y han sido múltiples a lo largo de la historia: la segregación en cárceles, guetos, barrios marginales (de pobres, locos, enfermos, disidentes políticos o religiosos, prostitutas, etcétera); el exilio; pero también la desaparición, en fosas comunes o en el medio del océano.
Existe, nos parece, una cercanía muy fuerte entre el deniego a dar sepultura a Polinices y la atroz práctica de hacer desaparecer cuerpos: estamos hablando de una estrategia que no solo excluye al cuerpo del enemigo del espacio de la polis, sino que le excluye también de su tiempo: del tiempo necesario para manifestar una pérdida, para llorarla, para contar la historia de esa pérdida, para que estas muertes puedan entrar a formar parte de nuestras narrativas. Cuerpos sin tiempo. Desapariciones, exclusiones que paran el tiempo, lo alteran y alteran también los relatos de la comunidad entera. Con Judith Butler (2001, p. 41), podríamos decir que el mito de Antígona prefigura la situación de todas aquellas muertes que “no es posible llorar públicamente” y nos lleva en seguida a preguntarnos acerca de la legitimidad de este deniego: ¿quién decide qué muertos es legítimo o no llorar?, ¿quién decide cómo y si podemos reconocer nuestras pérdidas como verdaderas pérdidas?6 Así, paradójicamente, Zambrano (1967/2011, p. 1116) comenta que solo Antígona —en su lamento camino al sepulcro— consigue cumplir enteramente con el llanto ritual, “la lamentación sin la cual nadie debe bajar a la tumba”, sin la cual nadie debería hacerlo.
Sin embargo, el cadáver del enemigo, el cadáver enemigo, no desaparece, sino que gana la lucha: Creonte sucumbe al trágico desarrollo de los eventos, a la serie de suicidios que su edicto y la condena de Antígona desencadenan. “Es el cuerpo que gana: mejor dicho, el cadáver”, comenta Cavarero (2003, p. 19). Un cuerpo muerto. La muerte es, en efecto, la única ganadora en esta lucha, cuyo horizonte es para Zambrano el de la guerra civil, de toda guerra civil,
con la paradigmática muerte de los dos hermanos, a manos uno de otro, tras de haber recibido la maldición del padre. … Y el tirano que cree sellar la herida multiplicándola por el oprobio y la muerte. El tirano que se cree señor de la muerte y que sólo dándola se siente existir. … [Un tirano de esos] que para estar arriba necesitan echar a los demás a lo más bajo, bajo tierra si no se dejan. (1967/2011, p. 1115).
Al lado de Polinices, hay otro cuerpo protagonista: el cuerpo de Antígona, ante todo el cuerpo encontrado mientras estaba dando sepultura a su hermano, el cuerpo de una transgresión, un cuerpo “rebelde”.
CORIFEO:
Ante un sobrenatural prodigio como éste
vacilo. ¿Cómo si lo veo a negar voy
que ésta es la joven Antígona?
¡Ah, infeliz y nacida de infeliz
padre, de Edipo!
¿Qué pasa? ¿No es cierto, entonces, que como rebelde
a los mandatos reales te traen
tras sorprenderte también en falta de cordura? (Sófocles, 2016, p. 202).
Es también el cuerpo capturado y entregado a Creonte, el cuerpo condenado y enterrado vivo. En la tragedia sofoclea, ¿Antígona tuvo tiempo? Lo primero que hace Zambrano es su reescritura, es dar tiempo al cuerpo de la joven hija de Edipo. Su texto empieza precisamente allí donde lo había dejado Sófocles: la tumba en la que Antígona había sido enterrada viva, pero con un cambio fundamental, ya que el suicido resulta extraño a la naturaleza del personaje, “porque es una acción violenta y ella ninguna cometió a lo largo de su vida. Era también contraria a su destino de víctima de sacrificio; un singular sacrificio de seguir viviendo indefinidamente entre la vida y la muerte” (Zambrano, 1948). Si en la tragedia sofoclea del siglo v a. C. Antígona se da la muerte, en la obra teatral de María Zambrano le es concedido tiempo, un tiempo para adquirir conciencia de su sacrificio, para iniciar el tránsito:
Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurriendo en un inevitable error, nos cuenta. ¿Podría Antígona darse la muerte, ella que no había dispuesto nunca de su vida? No tuvo siquiera tiempo para reparar en sí misma. … Se le dio una tumba. Había que dársele también tiempo. Y, más que muerte, tránsito. Tiempo para deshacer el nudo de las entrañas familiares, para apurar el proceso trágico en sus diversas dimensiones. (Zambrano, 1967/2011, pp. 1115-1118).
Fue condenada a ser enterrada viva, para que tuviera un tiempo infinito para apurar su muerte, y a la par su vida no vivida. Ella funda la “estirpe de los enmurados, no solamente vivos, sino vivientes”.
En lugares señalados, o en medio de la ciudad entre los hombres indiferentes, dentro de una muerte parcial, que les deja un tiempo que los envuelve en una especie de gruta que se puede esconder en un prado o en un jardín, donde se les ofrece un fruto puro y un agua viva que les sostiene ocultamente: sueño, cárcel a veces, silencios impenetrables, enfermedad, enajenación. Muertes aparentes. Lugares reales y, al par, modos con que la conciencia elude y alude, se conduce, entre estas criaturas. Y ellas se ocultan y reaparecen según números desconocidos. (Zambrano, 1967/2011, pp. 1126-1127).
Antígona es, ante todo, el arquetipo del exiliado, de aquellos exiliados que piden que se les dé tiempo y voz, que señalan su muerte aparente, su estado de enmurados vivientes, que señalan el confín espacial y temporal que marca su expulsión. Sobrevivientes que el poder no mata directamente, pero que exilia, que entierra aún vivos, pensando así eludir la mancha del delito. De hecho, Creonte condena a la joven Antígona a pena de muerte por inanición, dejándole un poco de comida, de tal manera que la muerte llegaría por obra de la naturaleza.
La conduciré allí donde haya una senda desierta de vida humana, y la encerraré viva dentro de una caverna pétrea, disponiendo delante tanta cantidad de comida cuanta exige la expiación solamente, a fin de que la ciudad entera escape a la mancha. Y allí, tras hacer súplicas al Hades, al único de los dioses que reverencia, tal vez consiga no morir o, por el contrario, entonces se dé efectiva cuenta de que es una fatiga inútil reverenciar lo del Hades. (Sófocles, 2016, p. 219).
“Cuánta muerte, cuánta ausencia, cuánto vacío. En ‘La tumba de Antígona’ hay mucho sobre el exilio y todo desde él”, escribirá Zambrano a Pablo de Andrés Cobos en una carta de 1969 (Andrés Castellanos-Mora García, 2011, p. 158).
Sobre las relaciones entre la figura de Antígona y el exilio merece la pena mencionar, aunque brevemente, una metáfora geológica usada por el exiliado José Solanes (1991) para hablar de las alteraciones espacio-temporales que se producen en el exilio: la de las “rocas intrusivas”, aquellos minerales que penetran en niveles geológicos de origen diferente.7 Refiriéndonos a esta imagen de las “rocas intrusivas”, es interesante ver cómo la hija de Edipo, sepultada viva, entra en un espacio intrusivo: el de una tumba. Su condena por haber dado sepultura al cuerpo del hermano Polinices —en contra de las leyes de Creonte— se configura como un “entierro”, mas también como un “destierro”: una privación de la tierra de la ciudad y la creación de un hueco, de un vacío en la continuidad de la tierra. Pero el exilio de Antígona es al mismo tiempo un “destiempo”: sepultada viva, es una intrusa en el mundo de los muertos, una sobreviviente que se sitúa en la línea de confín entre la vida y la muerte, de otro tiempo. No es baladí que sus hermanos, en La tumba de Antígona, la llamen, precisamente, “hija del Tiempo” (Zambrano, 1967/2011, p. 1152). La cueva en la que Antígona es condenada a morir por inanición se configuraría entonces como el lugar/no lugar, el tiempo/no-tiempo del exilio: como una “estrecha zona de vacío, de silencio apenas poblada por un tímido musitar” que “se interpone entre una vida que comienza a echarse de menos y otra por venir que no se sabría imaginar” (Solanes, 1991, p. 93).
Exiliada y mujer, Antígona se sitúa intrusivamente entre niveles diferentes. Su cuerpo es un cuerpo político intrusivo, su gesto y su voz son intrusivos. Su figura, como veremos, es “inclinada”.
El desafío de Antígona
El enemigo es, comentábamos siguiendo a Cavarero, puro cuerpo: un cuerpo que se enfrenta a otros cuerpos ciudadanos, un cuerpo beligerante, un cuerpo que mata y es matado, un cuerpo casi animal. Un puro cuerpo enemigo, pero un cuerpo “político” enemigo, subraya Cavarero. De allí nace el desgarramiento: los cuerpos enemigos que Creonte condena —a quedar insepulto el de Polinices y a ser enterrado vivo el de Antígona— son cuerpos enemigos “internos”: el enemigo es un consanguíneo. Como pone en evidencia Schmitt, “la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo” (2009, p. 56). En Grecia existía una importante distinción entre los términos echtros y polemos para referirse al enemigo: se trata precisamente de la diferencia entre enemigo interno y enemigo externo, que aparece en la República de Platón y que Cavarero recupera en sus reflexiones:
El discurso socrático llega a distinguir dos tipos de conflicto, a los que corresponden dos acepciones de enemigo: justamente un conflicto intestino, es decir una guerra civil (stasis), en la que el enemigo toma el nombre de echtros, y un conflicto externo (polemos), en el que al enemigo se le llama por el contrario polemios. La pareja terminológica stasis/echtros lleva entonces al significado de lucha interna entre hombres de la misma estirpe y de la misma familia, mientras la pareja polemos/polemios señala una guerra contra extraños y extranjeros. (2003, p. 53).
Echtros es, en efecto, el término que Creonte utiliza para referirse a Polinice, inclusive a su cadáver. Es Antígona, comenta Cavarero, quien da voz y al mismo tiempo rechaza el desgarramiento que habita el binomio polis/genos, política y consanguinidad: amigos son ambos hermanos, pues el vínculo de consanguinidad es absoluto.
Paradójicamente, Antígona puede eliminar este binomio siendo ella misma un cuerpo enemigo y extraño en múltiples sentidos, pues su cuerpo es, ante todo, un cuerpo femenino, con características casi animales, que parecen alejarlo de la racionalidad de la polis. En efecto, en la tragedia sofoclea, el guardián que la encuentra mientras está dando sepultura a Polinices así describe sus lamentos a Creonte: “la muchacha aparece a la vista y hace subir un agudo y doliente grito de amargado pájaro, como cuando contempla el lecho de su vacío nido huérfano de crías” (Sófocles, 2016, p. 204).
Además, el cuerpo de Antígona resulta extraño también porque recuerda las relaciones incestuosas entre Edipo y Yocasta, es decir la infracción de uno de los tabúes (el incesto) que regula las estructuras fundamentales del parentesco. Como bien subraya Adriana Cavarero, en relación con la consanguinidad encontramos una trama simbólica ambigua: por un lado, Antígona actúa sola (nadie la acompaña en la empresa, ni siquiera su hermana Ismene); por el otro, la acción de Antígona se mueve en un horizonte antiegoico de relaciones consanguíneas: Antígona es, ante todo, hija/hermana. Cabe preguntarse si la suya es una figura endogámica, si Antígona es una joven heroína que se sacrifica también por no haberse podido liberar de los vínculos de consanguinidad, por no haber podido o querido salir de su estatus de hija/hermana. Llevando a las extremas consecuencias estas dudas acerca de la ambigüedad simbólica de la trama, Judith Butler se pregunta si es lícito hablar de “parentesco” en el caso de Antígona. O, mejor dicho, de qué “parentesco” estamos hablando. “Para Antígona las posturas simbólicas han llegado a ser incoherentes, confundiendo, como hace, el hermano y el padre, manifestándose no como madre, sino en lugar de la madre. Se sitúa con cierta distancia con respecto a aquellos vínculos que representa” (Butler, 2001, p. 40).
Antígona no representa la familia ideal, sino su rearticulación, una dislocación de las posturas simbólicas que hace que entren en crisis las representaciones dominantes. Una dislocación que hace que esta figura pueda llegar a interrogarnos acerca de la normatividad de nuestras familias y del papel que los vínculos familiares juegan en nuestra sociedad: ¿qué sentido tiene hablar de Antígona en una época como la nuestra en la que la familia a menudo es objeto de idealizaciones nostálgicas?
En la interpretación hegeliana, Antígona representa la ley del genos, contrapuesta a la ley de la polis. Sin embargo, Butler duda que su crítica al poder solo pueda ser vista como una crítica que toma como punto de partida el mundo del genos. La filósofa estadounidense se pregunta si Antígona es de verdad una figura pre-política y de qué enfrentamiento estamos hablando al oponer la figura de la joven a la del rey.
Oponiendo Antígona a Creonte como el encuentro entre las fuerzas del parentesco y las del estado, el poder no logra tener en cuenta las formas en que Antígona ya ha surgido del parentesco, siendo ella misma hija de un vínculo incestuoso …; tampoco cómo sus acciones llevan a ciertas personas a considerarla “varonil” y, de esta forma, crear dudas sobre el modo en que el parentesco debe garantizar el género …; y cómo el mismo Creonte asume su soberanía sólo en virtud del vínculo de parentesco que posibilita esta sucesión, cómo llega a debilitarse por el desafío de Antígona y, finalmente, por sus propias acciones, derogando de una sola vez las normas que aseguran su lugar en el parentesco y en la soberanía. (Butler, 2001, p. 20-21).
Vayamos analizando la afirmación de Judith Butler.
1. Antígona ya ha surgido del parentesco: ella misma es fruto de un vínculo incestuoso.
2. El parentesco no es pre-político o a-político. El parentesco posibilita el poder político: por ejemplo, es precisamente a través del parentesco que Creonte, tío de Etéocles y Polinices, puede gobernar la ciudad de Tebas.
3. El enfrentamiento de Antígona se mueve en dos niveles: el nivel de la acción (el entierro del hermano) y el nivel lingüístico (el desafío verbal del proclama de Creonte, porque Antígona no calla, no niega su acto, sino que lo defiende verbalmente frente al rey).8 Estos actos coinciden con “las ocasiones en que el coro, Creonte y los mensajeros la llaman ‘varonil’”.
Efectivamente, Creonte, escandalizado por su desafío, toma la determinación de que mientras él viva “ninguna mujer gobernará” (51), sugiriendo que si ella gobierna, él morirá. Y en un momento determinado le habla enfadado a Hemón, que está con Antígona y en contra de él: “¡Un carácter insoportable, interior al de una mujer!” (746). Anteriormente, habla sobre su temor a llegar a ser debilitado completamente por ella: si los poderes que han provocado este acto se quedan sin castigo, “Ahora no soy hombre, ella es el hombre [aner]. Así, Antígona parece asumir la forma de una cierta soberanía masculina, una virilidad que no se puede compartir, que requiere que su otro sea tanto femenino como inferior. Pero hay una pregunta que persiste: ¿ha asumido verdaderamente esta virilidad? (Butler, 2000, p. 24).
Cabe preguntarnos si el desafío de Antígona es verbal o también vocal; qué ha ocurrido entre aquel grito de amargado pájaro y su enfrentamiento verbal con Creonte; por último, si el enfrentamiento de Antígona hubiera tenido el mismo peso si tras dar sepultura a su hermano solo hubiera callado. En una colección dedicada a los cinco sentidos, Italo Calvino escribía: “Una voz significa esto: hay una persona viva, gola, tórax, sentimientos, que empuja en el aire esta voz diferente de todas las demás voces” (1986). ¿El desafío lingüístico de Antígona es también un desafío vocal? ¿Su voz irrumpe para interrumpir los funcionamientos unívocos de la ley de la polis?
La voz es, ante todo, sonido. Como bien subraya Cavarero (2003), solemos interpretar la voz como un resto que excede a la palabra, como un “exceso” que a menudo se relega en el campo del insensato, del pre-lógico. La voz remite a la materialidad del cuerpo, a la cavidad oral, a nuestra gola, a las vibraciones de nuestras cuerdas vocales. El desafío de Antígona es impuro y precisamente por eso interesante: es la heroína capaz de gritar como un amargado pájaro, de dejar salir su voz y, al mismo tiempo, de usar esta misma voz para enfrentarse verbalmente a Creonte.
Desde este punto de vista, muy significativa parece la reescritura de Zambrano, y no solo por haber elegido el género teatral (un género eminentemente vocálico). Entre los primeros textos dedicados a Antígona se encuentra el “Delirio de Antígona” (1948), que inaugura un género —el delirio— muy importante en la escritura de la filósofa. Sabemos, según algunos borradores, que Zambrano pensó haber titulado su obra Delirio y muerte de Antígona y “delirios” se titulan los breves textos que forman la segunda parte de la autobiografía de la filósofa (Delirio y destino, 1989).
El delirio aparece como un lenguaje vinculado a la experiencia, una experiencia que busca articularse, que intenta expresarse sin por ello renunciar a sus zonas de sombra.9 Como apunta Virginia Trueba Mira (2011, p. 1102), es “un modo de decir/escribir” —y hasta vocalizar, podemos añadir— “los restos de una esperanza fracasada”. Desde su tumba, Antígona afirma: “yo estoy aquí delirando, tengo voz, tengo voz…” (Zambrano, 1967/2011, p. 1135).
De la ciudad inclinada
En el tránsito, en el descenso a su tumba, Antígona está sola. Pero dentro de las paredes de la que llega a definir como su nido, su cuna, encuentra a otros personajes de la tragedia. Entre ellos, a sus hermanos, Etéocles y Polinices, a quienes les reprocha el que no se hayan dado tiempo.
Sí, teníais que morir y que mataros. Los mortales tienen que matar, creen que no son hombres si no matan. Los inician así, primero con los animales y con el tiempo, y con ese grano de pureza que llevan dentro. Y en seguida con otros hombres. Siempre hay enemigos, patrias, pretextos. … Sí, yo soy vuestra hermana. Pero vosotros dos, ¿sois hermanos míos? ¿Sois hermanos de alguien? (Zambrano, 1967/2011, p. 1151-1153).
La fraternidad sacrificada es la protagonista naciente de la tragedia, comenta Zambrano; aquella fraternidad “casi desvanecida” (p. 1123) en cuyo lugar aparece la soledad humana. Frente a los reproches de Antígona, Polinices contesta revelando su propósito secreto: fundar con Antígona la ciudad de los hermanos.
Y ahora sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habrá ni hijos ni padres y los hermanos vendrán a reunirse con nosotros. Nos olvidaremos allí de esa tierra donde siempre hay alguien que manda desde antes, sin saber. Allí acabaremos de nacer, nos dejarán nacer del todo. Yo siempre supe de esa tierra. No la soñé, estuve en ella, moraba en ella contigo …. En ella no hay sacrificio, y el amor, hermana, no está cercado por la muerte. … Nadie nace allí, es verdad, como aquí, de este modo. Allí van los ya nacidos, los salvados del nacimiento y de la muerte. (Zambrano, 1967/2011, p. 1157).
Sin embargo, este proyecto no incluye al hermano Etéocles, ni tampoco a la “otra”, Ismene, que hasta pierde su nombre. “Pero tenías que haber contado conmigo —comenta Etéocles— o, ¿es que acaso no soy vuestro hermano? Y con la otra también” (Zambrano, 1967/2011, p. 1157). Polinices elimina toda verticalidad, pues su ciudad es una ciudad donde no habrá ni hijos ni padres. Es una ciudad simétrica, una ciudad plana, horizontal. ¿Pero es posible fundar una ciudad solo a partir de la horizontalidad? ¿La Antígona de María Zambrano puede aceptar el planteamiento de Polinices, su ciudad construida en la pura horizontalidad? En su monólogo final, casi contestando al hermano, afirma:
Ninguna ciudad ha nacido como un árbol. Todas han sido fundadas por alguien que viene de lejos. … Y yo sabía ya, al entrar en una ciudad, por muy piadosos que fueran sus habitantes, por muy benévola la sonrisa de su rey, sabía yo bien que no nos darían la llave de nuestra casa. … Éramos huéspedes, invitados. Ni siquiera fuimos acogidos en ninguna de ellas como lo que éramos, mendigos, náufragos que la tempestad arroja a una playa como un desecho, que es a la vez un tesoro. Nadie quiso saber qué íbamos pidiendo … pedíamos que nos dejaran dar. Porque llevábamos algo que allí, allá, donde fuera, no tenían; algo que no tienen los habitantes de ninguna ciudad, los establecidos; algo que solamente tiene el que ha sido arrancado de raíz, el errante, el que se encuentra un día sin nada bajo el cielo y sin tierra; el que ha sentido el peso del cielo sin tierra que lo sostenga. (Zambrano, 1967/2011, p. 1165).
La ciudad la fundan los exiliados. La ciudad la fundan los extraños, los extranjeros, los “otros”. Pero es la propia ciudad la que luego expulsa la alteridad: los cuerpos extraños, las voces disidentes, las otredades inquietantes. Como si la propia ciudad, una vez fundada, se olvidara de su propio origen; o si, precisamente para fundarse, necesitara expulsar previamente a una parte de su comunidad. También la ciudad soñada por Polinices expulsa a una parte de los hermanos. Como bien subraya Solanes,
Son muchos los pueblos que hacen remontar su linaje hasta algún real o fabuloso exiliado. Es decir, la sociedad rechaza a los que se desvían del modelo escogido para todos, y una vez ahuyentados los que se desvían, se declara que son ellos precisamente quienes representan a todos. Es a través de la institución del exilio, tan propia de nuestras sociedades, como se manifiesta del modo más ostensible lo que hay de más singular en la sociedad humana, y ello en términos casi paradójicos. (1991, p. 18).
Ahora bien, volviendo al planteamiento zambraniano, podríamos preguntarnos si existe otra hermandad no excluyente, pero tampoco fundada en la mera horizontalidad. ¿Es posible repensar la hermandad en términos diferentes?
Sobre este punto, merece la pena detenernos en la relación entre Antígona e Ismene, dos hermanas que han llegado a representar universos femeninos opuestos: la rebeldía o reivindicación (Antígona) y la sumisión (Ismene). Cabe recordar la célebre frase de Ismene, al rechazar la propuesta de Antígona de ir juntas a dar sepultura al cadáver de Polinices: “es preciso tener presente, de un lado, que nacimos mujeres, de manera que no podremos luchar contra hombres; y de otro, que estamos obligadas por los que son más poderosos a obedecer en esto y aun en cosas más dolorosas que éstas” (Sófocles, 2016, p. 188). Ismene, en la tragedia sofoclea, consigue quedarse en la polis, ¿pero a qué precio?
La reescritura zambraniana nos señala otra perspectiva desde donde mirar a la relación entre las hermanas: Ismene no es una hermana acobardada y dócil a la que Antígona reproche su retracción ante el poder. No hay juicios de valor al respecto, hay una insistencia en la infancia compartida y el deseo de que Ismene protagonice esta vida que Antígona se ha visto obligada a sacrificar. Ismene no participa en la acción de Antígona, pero no es cómplice del poder de Creonte. Es más bien la heredera, todavía en vida, del sacrificio de Antígona, de su delirio. Es la hermana “soñada”: y así aparece en el texto zambraniano, pues no visita a Antígona en su tumba, sino que aparece recordada o soñada por Antígona en una escena titulada “El sueño de la hermana”. Es la hermana soñada, pero es también la única hermana todavía en vida capaz de soñar a Antígona. Es la otra.
¿Ismene se quedará en la polis de Creonte o fundará otra ciudad? ¿Será capaz de heredar el trato piadoso con la alteridad que Antígona representa? La piedad, afirma Zambrano, es la madre de todos los sentimientos. Es el sentimiento de la heterogeneidad, es el trato con la alteridad, que está fuera y dentro de nosotros mismos. Es el trato con el extraño, con el otro. Es el trato de Antígona hacia sus hermanos y su hermana, que no elimina las diferencias. Es el trato revelado por el exilio. Es un trato inclinado.
Es aquí donde queremos hacer una breve referencia al último libro de Cavarero, Inclinazioni. Critica della rettitudine (2014), donde la filósofa se interroga acerca del valor político y moral de la postura erecta y propone repensar la subjetividad, en diálogo con la filosofía, la literatura, el arte (la pintura de carácter religioso, por ejemplo) y la fotografía, a partir del concepto de inclinación. La inclinación es una postura que nos lleva a salir de nuestro yo, a salir al encuentro con el otro. Es una postura intrusiva, al modo de los minerales: atraviesa niveles diferentes, disloca las relaciones establecidas, nos obliga a buscar nuevos equilibrios, o a volver a encontrarlos después de haberlos perdido. En lugar de fragmentar al sujeto, sugiere Cavarero, habría que “inclinarlo” (2014, p. 21).
¿Antígona reivindica, con su cuerpo y con su voz, el derecho a una ciudad inclinada? Tal vez esté apuntando hacia la posibilidad de repensar la inclinación en términos políticos.
Para remarcar esa idea, podríamos imaginar la existencia, entre las Ciudades invisibles descritas por Italo Calvino, de una “ciudad inclinada”. En su libro, el escritor italiano observaba que cada ciudad es una para el que pasa sin entrar, otra para el que en ella se queda atrapado, una al llegar y otra la que se deja, tal vez para no volver. Cada ciudad, una y múltiple a la vez, merecería un nombre diferente, dependiendo de la memoria, de los deseos, de los intercambios que en ella se realizan. La ciudades descritas por Marco Polo al emperador Kublai Kan son al mismo tiempo ciudades imposibles, soñadas y recordadas, sutiles, acuáticas, escondidas, concéntricas, microscópicas, continuas, o hasta hechas de telarañas. Y —¿por qué no?— podrían ser también inclinadas: sin líneas verticales u horizontales, en ellas todos los edificios, las calles, las plazas tendrían que desarrollarse inclinándose los unos hacia los otros; las murallas no marcarían un confín nítido, pues siendo inclinadas, siempre proyectarían una sombra a su alrededor. Unas ciudades en las que tanto los habitantes como los forasteros, una vez llegados a los límites de la urbanización, podrían siempre encontrar en esta sombra un lugar de refugio, un umbral que les permitiera sentirse a la par fuera y dentro, que les permitiera inclinarse, y así repensar el exilio.
Referencias bibliográficas
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Notas Notes
1 De los 124 títulos de tragedias de Sófocles que nos han llegado, solo conservamos siete tragedias: Áyax, Las Traquinias, Antígona, Edipo Rey, Electra, Filoctetes y Edipo en Colono, a lo que hay que añadir el drama satírico Los Rastreadores.
2 Además de los trabajos de Steiner (2013) y de Hertmans (2009), remitimos también a la introducción de V. Trueba Mira (Zambrano, 2012, p. 9-137). Para la relación entre Antígona y la filosofía, véase Montani, Pietro (2001); para un estudio de la presencia del personaje en las letras latinoamericanas, véase Carmen Bosh (1999).
3 Steiner señala dos fechas simbólicas que demarcarían la época del auge de la tragedia sofoclea: la primera, en 1790, señala la importancia de la Revolución francesa en dos sentidos: por su retórica de la liberación y por el proceso de historización de lo personal que se dio en esta época, por ejemplo, en la novela. La segunda, en 1905, coincide con el año de publicación de Los tres ensayos de teoría sexual de Sigmund Freud y marca, según Steiner, el reemplazamiento de la figura de Antígona por la de Edipo. Sobre este reemplazamiento, Judith Butler (2001) se pregunta qué hubiera pasado, qué diferente hubiera sido el psicoanálisis si hubiese tomado como punto de partida Antígona en lugar de Edipo.
4 La figura de la hija de Edipo es entre las más visitadas por las reflexiones zambranianas, desde mediados de los años cuarenta, durante toda la década de los cincuenta y hasta los primeros años sesenta. Antígona se encuentra hermanada con otras figuras femeninas, como la de Diótima de Mantinea, la de las mujeres de Galdós, Eloísa, Beatriz o Lucrecia de León. Por supuesto, no se trata de la única exiliada republicana en haber elegido la figura de Antígona como elemento de reflexión y creación: cabe mencionar, por ejemplo, a José Martín Elizondo y José Bergamín.
5 Existe un gran número de carpetas, apuntes y notas en el Archivo de la Fundación María Zambrano relacionados al personaje de Antígona (Zambrano, 2011, pp. 1462- 1467).
6 Sobre este tema, cabe señalar el interesante libro de Serena Gaudino, Antígona a Scampia (2014), que recoge los testimonios de un experimento llevado a cabo en las afueras de Nápoles, en el difícil barrio de Scampia: un taller de lectura y comentario de la tragedia sofoclea para las mujeres del barrio. Durante un año, alrededor de cincuenta mujeres fueron a escuchar y luego a contar sus propias historias, descubriendo puntos de contacto con el mito griego.
7 Sobre las reflexiones de Solanes, véase Trapanese (2017).
8 Antígona rechaza “la posibilidad lingüística de separarse del hecho” (Butler, 2001, p. 22). Sin embargo, su afirmación es ambigua desde el principio, porque no afirma ser la autora del acto, sino que no niega no haberlo hecho: “¿A través de qué lenguaje Antígona asume la autoría de su acto o bien rehúsa negarlo? Recordaréis que Antígona se nos presenta a través del acto en el que desafía la soberanía de Creonte, rebatiendo el poder de un decreto presentado como un imperativo, que tiene el poder de hacer lo que dice, prohibiendo explícitamente a cualquiera enterrar el cuerpo. De este modo, Antígona muestra el fracaso ilocucionario del manifiesto de Creonte, tomando su respuesta la forma verbal de una reafirmación de soberanía, rehusando no asociar el hecho con su persona: “Yo digo que lo hice y no lo niego” (p. 23).
9 Sobre este tema, véase Trapanese (2010, 2014).