Editorial: la patria en los zapatos. A modo de introducción
Editorial: The Homeland in the Shoes. By Way of Introduction
Antolín Sánchez Cuervo
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España
Resumen Con el término “la patria en los zapatos”, aludía Danton al rechazo que la figura del exilio suscitaba entre los mentores de la ciudadanía moderna, en plena Revolución francesa. Ello da pie a una breve reflexión introductoria sobre la actualidad de esta figura, la cual desenmascara la vocación excluyente del estado-nación y obliga a pensar de nuevo conceptos como el de cosmopolitismo.
palabras clave exilio, estado-nación, ciudadanía, cosmopolitismo, fraternidad.
Abstract In the middle of the French Revolution, Danton was referring to the term ‘the homeland in the shoes’ to signify the rejection of exile by the mpdern citizenship mentors. It gives rise an introductory reflection on this figure, which unmasks the exclusionary vocation of nation-state and forces us to think again concepts as cosmopolitism
Key words Exile, Nation-State, Citizenship, Cosmopolitism, Fraternity.
Recibidoreceived 25/05/2018
Aprobadoapproved 16/06/2018
Publicadopublished 30/06/2018
Nota del autor
Antolín Sánchez Cuervo, Instituto de Filosofía, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España.
Dirección postal: Centro de Ciencias Humanas y Sociales-CSIC, C/ Albasanz, 26-28, Madrid, 28037.
Correo electrónico: | ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0371-0679
Las Torres de Lucca, Vol. 7, Nro. 12, Enero-Junio 2018, pp. 9-21 . ISSN-e .
“¿Es que se puede llevar la patria en la suela de los zapatos?”, se preguntaba indignado Danton, cuando, acosado por sus enemigos, le invitaban a que huyera y abandonara su país para salvar su vida (Dulaure, 1826). La escena se ha evocado en numerosas ocasiones y siempre para expresar, de alguna manera, la condición negativa, indeseable y hasta ilegítima del exilio. Lo hacía por ejemplo el filósofo español Julián Marías en su libro La España real publicado en 1976, apenas unos meses después de la muerte de Franco y en los comienzos de un proceso transicional que, tras su presunta ejemplaridad durante un par de décadas, acabó siendo muy cuestionado por arrojar al olvido a las víctimas del régimen anterior.1 Danton —afirmaba Marías— “dijo una vez que no se puede uno llevar la patria en los zapatos; y esto es cierto: para mí, España ha tenido una atracción física cada vez mayor, nunca me he sentido capaz de renunciar a ella” (1976, p. 50). Marías evocaba esta afirmación de Danton a propósito de las tres opciones que se le habían presentado al término de la guerra civil española (1936-1939). La primera, descartada por razones obvias, era “aceptarlo todo”, someterse a la lógica totalitaria de los vencedores. La segunda tampoco le parecía aceptable por razones menos obvias, que intentaba aclarar apoyándose, precisamente, en la cita de Danton. Esa opción “era renunciar a España, renunciar a la realidad física de España”, lo cual era insalvable “por mucho que a España se la lleve dentro”. Es decir, la opción no era otra que el exilio, término que el autor prefería evitar, sustituyéndolo por el de “renuncia”, al tiempo que deslizaba la identificación entre la identidad nacional y su “realidad física” o territorialidad.
Quedaba entonces la tercera opción, que era la del propio Marías y también la de no pocos intelectuales de su generación, con un perfil ideológico similar al suyo: “quedarse; quedarse y decir sí y no; más veces no que sí”. Y por lo tanto —proseguía— “una forma particular de exilio: un exilio del Estado, un exilio de la vida oficial, pero no de la sociedad española”, lo cual justificaba como “fidelidad”, pero no como “fidelidad al pasado” sino “al futuro, … a los proyectos y empresas, … a la meta” (Marías, 1976, p. 51). Marías apelaba así, aun sin nombrarlo de manera explícita, a la figura del “exilio interior”, sin duda controvertida y de la que a menudo se ha abusado para justificar posturas tan cuestionables como la del académico desplazado y al mismo tiempo incorporado a un determinado sistema opresivo de prácticas, símbolos, códigos y leyes, en este caso el Franquismo.
El uso y abuso del lenguaje para definir y significar experiencias límite como la del exilio, ya sea para desnudarla u ocultarla, analizarla o tergiversarla, reivindicarla o eludirla, o simplemente para conocerla y calibrar su potencial crítico, es un asunto complejo que nos llevaría lejos y probablemente a una salida insatisfactoria. Buena muestra de ello son las dificultades habituales para consensuar, siquiera, una definición básica de lo que se entiende por exilio, más allá de las formulaciones escuetas y asépticas que puedan encontrarse en un diccionario. Abandonar la convencionalidad de estas formulaciones obliga a rescatar la polisemia y la riqueza metafórica del concepto de exilio, y sobre todo a discriminar el uso y el abuso, o por lo menos a advertir las contradicciones que a veces pueden difuminar la distinción entre lo uno y lo otro. “Exilio del Estado o de la vida oficial”, decía Marías. ¿Qué significa este término? ¿No sería más justo hablar de “disidencia”, “resistencia silenciosa” según el celebrado término de Jordi Gracia (2004), o si se prefiere un neologismo más o menos reciente, “insilio” de Aznar Soler (2017). También puede suceder a la inversa, que en lugar de abusar de la semántica del exilio para apropiarse de ella y derivarla hacia otros terrenos, o para camuflar significados en realidad ajenos a la misma, sencillamente se borre y se sustituya por términos como “renuncia”, “emigración” o “refugiado”, entre otros. En todo caso, estas y otras oscilaciones coinciden en devaluar, de manera consciente o no, la figura del exilio, al menos en su significación política más crítica. O si se prefiere, en su máxima expresión sin más, a saber, como una figura que cuestiona, incluso de manera radical, muchos de los espacios y tiempos que ha construido la racionalidad moderna, si es que no el humanismo occidental. El exilio es una experiencia que pone al descubierto las dimensiones excluyentes del Estado y su gran aliado, el relato de nación; y que arroja luz sobre la relevancia de ambos en la génesis del totalitarismo y sobre las complicidades sombrías entre este último y las fórmulas contractualistas de las que tanto provecho ha sacado la inteligencia liberal. Es, asimismo, una figura que desenmascara la violencia del olvido inscrito en las lógicas del progreso de las que tanto se han nutrido las filosofías de la historia, así como en las continuidades trazadas por el historicismo cuando ha querido librarse de estas últimas. Plantea otras hermenéuticas del pasado, irreductibles a las metodologías del historiador científico o convencional, y pone en valor la significación crítica y subversiva de la memoria (Sánchez Cuervo, 2017).
Todo ello suele sin embargo devaluarse por lo amenazante que resulta para las codificaciones de la racionalidad moderna: la memoria exiliada se reduce entonces a un anacronismo melancólico y resentido; la desubicación que suele acompañarla, a una incapacidad para asentarse en alguna parte o para adaptarse a los códigos de la comunidad receptora, todo ello bajo el manto de lenguajes que atenúan o escatiman, que tuercen o allanan en función de cada caso.
La cuestión de los nombres viene de lejos, si bien pasa por un pasado que por muchas razones sigue siendo cercano. El uso de eufemismos para banalizar la barbarie era una práctica común del nazismo, empezando por el empleo del término “des-nacionalizar” para denominar el primer paso de un proceso legal que se consumaba con la expulsión de los judíos de la condición humana. La complejidad de este uso fue agudamente advertida por Víctor Klemperer, quien durante años fue acumulando numerosos materiales sobre la cuestión, reunidos en 1947 en el que probablemente sea el mejor estudio realizado sobre la lengua del III Reich, Lingua tertii imperii. Apuntes de un filólogo (2001); un libro en el que se analizan las dificultades inherentes al vocabulario específico del nazismo, y en el que se hace constar cómo la lógica del totalitarismo abarcaba también el ámbito del lenguaje.
El lenguaje como engaño era advertido, aun de manera coloquial y descarnada, y con la guerra aún en el cuerpo, por un intelectual del exilio republicano español de 1939 como Eugenio Ímaz en una de sus colaboraciones en la emblemática revista España peregrina. “No sé quién. Pero nos han engañado”, escribía nada más comenzar su exilio en México, indignado, no ya por la barbarie de cualquier guerra, sino también por el abandono de las democracias occidentales a la República española bajo la intimidación del nazi-fascismo. “El engaño es tan inmenso, tan total y sin resquicio” —proseguía—
Que hasta el manto que lo cobija, el lenguaje, se desdice y me engaña, nos engaña. Dice orden y quiere decir todo lo contrario; amor al pueblo, y todo lo contrario; espiritualismo, y todo lo contrario; civilización, y todo lo contrario; paz, y todo lo contrario, etc., etc. De suerte que lo más urgente para un escritor que quiera sostenerse como hombre, entre los de su oficio, es tratar de restaurar el lenguaje llamando a las cosas por su nombre. ... A la verdad la llamaremos, pues, mentira. Mentira a esa verdad que se expende en los centros más acreditados. Mentira a la verdad de cátedra. (Ímaz, 2011, p. 543).
Ese engaño total no se limitaba por tanto a la experiencia de la guerra y el exilio, sino que afectaba a los conceptos más básicos de la cultura europea empezando por los de orden, civilización, verdad o amor al pueblo, y en definitiva al entrelazamiento de los mismos. La guerra civil española había sido el primer episodio de la II Guerra Mundial y el exilio republicano era la expresión de un estado de excepción que se había ido generalizando en Europa durante las últimas décadas, coincidiendo con el auge de los totalitarismos. Estos, a su vez, no eran un mero accidente en la marcha civilizadora de Occidente, que la lógica del progreso pudiera absorber y en última instancia justificar, sino que cuestionaban radicalmente a esta última. En realidad, las cotas de violencia alcanzadas en el llamado periodo de entreguerras lo cuestionaban todo. El exilio no era una experiencia puntual y aislada, sino la revelación de una catástrofe que ponía en entredicho muchos relatos de la política moderna. Por eso a un protagonista de un acontecimiento tan caro para esta última como la Revolución francesa podía suscitarle pavor. Tal era el caso de Danton cuando prefería el riesgo de perder la cabeza en la guillotina al de perder la condición de ciudadano.
Danton había sido uno de los grandes protagonistas de la Revolución francesa y alguna responsabilidad había tenido, por tanto, en la hechura de sus principales conquistas. Algunas de ellas eran tan prestigiosas como la ciudadanía o el estado-nación y los derechos del hombre, sin entrar ahora en discusiones historiográficas sobre los antecedentes y la génesis auténtica de estos conceptos. Esto último tiene una indudable relevancia en el ámbito de la historia de las ideas y los sistemas políticos, pero lo que ahora nos importa subrayar es que el exilio cuestiona, incluso radicalmente, esas conquistas, mostrando su lado sombrío y dejando al descubierto su debilidad, sus contradicciones y sus restricciones. Como vendrían a mostrar después autores como Hannah Arendt y Giorgio Agamben, la figura del exiliado, llevada a su máxima expresión bajo la condición del apátrida o del paria, hace visible la debilidad congénita de los derechos humanos, por su inaplicabilidad sin la mediación del estado-nación. Dicho de otra manera, pone en evidencia la ficción de que la dignidad humana descansa en el hombre como tal o en el hecho de nacer hombre, lo cual no deja de ser una abstracción desmentida desde el primer momento por la soberanía del pueblo o la nación, garante única de esa dignidad. Con su apelación al nacimiento o al estatuto de la vida como fuente genuina e inmanente de derechos, el liberalismo revolucionario logró abolir los derechos derivados de la cuna, la tradición o la religión, pero a costa de depositarlos en la soberanía nacional. Esta última se convirtió entonces en la única instancia capaz de dotar al nacimiento de un carácter legal y no meramente natural, de convertir la nuda vida o la existencia animal del ser humano que nace envuelto en la oscuridad de su propia singularidad radical e irreducible, en un estatuto igualitario, en una vida biológica y reconocida, reservándose además la posibilidad de devolverle a esa condición natural mediante la desnacionalización. Pareciera entonces —apunta Arendt al respecto como si el mundo no hallara “nada sagrado en la abstracta desnudez del ser humano” (Arendt, 2010, p. 424), identificándola más bien con algo extraño y amenazante que cuestiona los límites y escapa al control del artificio igualitario desarrollado por la racionalidad moderna, en su búsqueda de compromiso entre la libertad y la seguridad. El estado-nación fue probablemente la máxima institución de ese compromiso y por eso la oscura condición natural del ser humano fue rápidamente identificada con una figura tan ligada al exilio como la del extranjero, “un símbolo pavoroso” —prosigue Arendt— “del hecho de la diferencia como tal”; alguien, o más bien algo, que “denota aquellos terrenos que el hombre no puede cambiar y en los que no puede actuar y a los que, por eso, tiende claramente a destruir” (2010, p. 426).
En el mundo moderno, nacer con dignidad humana significa por tanto nacer bajo la condición ciudadana, es decir, con unos lazos de sangre (ser hijo de ciudadanos) y de tierra (nacer en un territorio). No importa que lo primero se relativice en tiempos de paz y el acento recaiga en lo segundo, tal y como ha hecho el liberalismo desmarcándose del nacionalismo étnico o del racismo explícito del estado totalitario. La figura de los derechos humanos, aun siendo respetable, quedaba desde el principio en manos de la filantropía profesional, al tiempo que la nación ganaba terreno al estado y la relación entre el hombre y el ciudadano se convertían en una cuestión política esencial. Agamben recuerda en este sentido la centralidad y ambigüedad de la misma noción de ciudadanía ya durante el transcurso de la Revolución francesa, con la que se intentaba acotar y restringir gradualmente el ius soli y el ius sanguini. Con el paso del tiempo, qué y quién es francés o alemán, por ejemplo, dejaría de ser una pregunta antropológica para convertirse en una pregunta estrictamente política (Agamben, 1996, pp. 44-45).
El pavor al exilio revelaba así que el naciente liberalismo revolucionario no sólo gravitaba sobre la producción de libertades, sino también sobre la seguridad material de sus propietarios. O dicho de otra manera, revelaba el fracaso y la ausencia de la fraternidad como virtud política. Sin ella, libertad e igualdad eran en realidad patrimonio exclusivo de la burguesía o de aquellos individuos que podían gozar del nuevo estatuto de ciudadanía sin que ninguna tutela, servidumbre o distinción legislativa se lo impidiera. Liberar a la ciudadanía de estas restricciones, universalizar la libertad y la igualdad, era precisamente lo que la fraternidad estaba llamada a cumplir y lo que hizo que Robespierre y Marat la incluyeran en sus reivindicaciones a partir de 1790. Desde entonces, la fraternidad equivaldría entonces a una extensión de las otras dos grandes virtudes revolucionarias a aquellos sectores de la sociedad que se habían visto privado de ellas por la persistencia de estratificaciones sociales y hábitos políticos característicos del Antiguo Régimen, al amparo de discriminaciones liberales como la de Montesquieu cuando distinguía entre loi civile y loi de famille (impidiendo con ello una aplicación universal de la ley civil, con la consiguiente abolición del despotismo patriarcal). Conforme a esta distinción, el universo de la libertad y la igualdad modernas resultaba inaccesible para quienes quedaban excluidos de la ley civil, en la medida en que necesitaban “depender de otro particular para subsistir”. ¿Quiénes, concretamente?: “los desposeídos, los campesinos acasillados, los criados, los domésticos, los trabajadores asalariados sometidos a un ‘patrón’, los artesanos pobres, los aprendices, los oficiales, las mujeres”. En una palabra, “la ‘canalla’” o todos aquellos sujetos declarados menores de edad a perpetuidad y “quienes, para vivir, necesitan depender de otro, pedirle permiso”, porque ni tienen ni pueden tener una propiedad (Doménech, 2003, pp. 84-85).
El fracaso, finalmente, de la fraternidad como virtud política, parece inseparable, por tanto, del éxito de la ciudadanía moderna con todas sus exclusiones. Por eso una rehabilitación de aquella obligaría a pensar de nuevo esta última, y a hacerlo más allá de sus límites nacionales. Como apunta Antoni Domènech, acometer esta tarea implicaría redoblar el proyecto revolucionario y elevar a todas las clases domésticas o subalternas “a una sociedad civil de personas plenamente libres e iguales” (2003, p. 84). Universalizar la libertad y la igualdad republicanas en términos materiales y no sólo formales, mucho más allá por tanto del “libre ejercicio de la industria y del trabajo” (81), obligaría a allanar “todas las barreras de clase derivadas de la división de la vida social en propietarios y desposeídos”, y redistribuir la propiedad de manera “que se asegure universalmente el derecho a existir” (2003, p. 85). Y también implicaría —cabe añadir— abolir las barreras impuestas por el Estado-nación, y re-significar el concepto de ciudadanía más allá, incluso, de planteamientos post-nacionales y del universalismo particularista propio del cosmopolitismo moderno. El exilio podría dejar entonces de ser una figura exclusivamente pavorosa y convertirse también en la gran metáfora del único patriotismo no excluyente, aquel que lleva la patria precisamente en los zapatos. La rehabilitación de la fraternidad como una virtud política también podría tener esta lectura. De ahí la relevancia de un concepto tan estrechamente ligado al exilio como el de diáspora, en una tradición de pensamiento en la que la fraternidad, lejos de estar ausente, no ha dejado de traducirse por compasión, como la judía.
De éstas y otras cuestiones afines se ocupan los artículos reunidos en el presente monográfico. Reyes Mate, en primer lugar, retoma la pregunta de Hannah Arendt por la significación política del refugiado en tanto que posible vanguardia del mundo que dejó tras de sí el periodo de entreguerras. “¿Son los refugiados la vanguardia de los pueblos?” es también un intento de respuesta algunas décadas después, en pleno siglo xxi, al hilo de reflexiones como las de Giorgio Agamben y Jorge Semprún, y a la vista de acontecimientos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el proyecto, hoy en crisis, de la Unión Europea.
“Hannah Arendt y la elaboración teórica de su propio exilio”, a cargo de Mauricio Pilatowsky, nos invita a detenernos en el universo arendtiano, el cual es abordado con toda la originalidad que permite una autora y una obra de culto hoy en día. Se nos muestra entonces esa íntima conexión entre biografía y pensamiento que toda filosofía registra pero que sólo en algunos casos llega a ser realmente iluminadora. Tal fue el caso de Arendt, cuya experiencia como judía y como paria en medio de un mundo convulso y violento, nunca dejó de inspirar su reflexión, especialmente cuando se centró en ciertos temas y problemas.
El concepto de comunidad es uno de los ejes del siguiente artículo, a cargo de Mariela Ávila. “La excepcionalidad jurídica del exilio. Un acercamiento a la expulsión punitiva de las dictaduras militares chilena y argentina”, ofrece una rica combinación de reflexión teórica y estudios de caso. En ellos puede contrastarse el estatuto del exilio en tanto que dispositivo jurídico-político indisociable del poder soberano e indispensable para pensar críticamente figuras como el estado-nación, o dialécticas como la que se despliega entre la excepción y la norma.
Por otra parte, la figura trágica de Antígona y su presencia casi constante en el pensamiento y la literatura moderna y contemporánea, es un buen ejemplo de la antigüedad del exilio, más allá de su factura moderna. En este sentido, no es nada casual que haya inspirado reflexiones de autores de nuestros días como María Zambrano, Adriana Cavarero y Judith Butler. A las diversas interpretaciones de estas tres pensadoras dedica Elena Trapanese su artículo “Lecturas de Antígona o de la ciudad inclinada”.
Al igual que Hannah Arendt, María Zambrano es una filósofa indispensable en cualquier aproximación crítica al mundo del exilio. Es también una autora que hizo de su propia experiencia el cimiento de su propio pensar, y de la que asimismo es cada vez más difícil decir algo nuevo por la inmensa bibliografía acumulada en torno a su vida y obra. “La Carta sobre el exilio. Método, exilio y memoria en María Zambrano”, por Matías Silva Rojas, nos propone una manera relativamente diferente de aproximarnos a ella. En concreto, a propósito del peculiar género de la carta abierta, de sus condiciones de interlocución y de su alcance interpelador.
Finalmente, el artículo de Francisco José Martín “La vocación latinoamericanista del republicanismo español en el exilio: el caso de Leopoldo Castedo en Chile”, no sólo se detiene en un marco de referencia insoslayable en toda aproximación a la experiencia del exilio en el siglo xx como es el exilio español de 1939. Además, nos invita a la lectura de uno de sus muchos intelectuales aún escasamente conocidos como Leopoldo Castedo, autor asimismo de una obra que aborda una temática muy característica de dicho exilio, como es la integración de Iberoamérica.
El presente monográfico se completa con una entrevista y cuatro reseñas de libros. La entrevista, larga y enjundiosa, se centra en uno de los académicos e intelectuales del presente que mayormente ha explorado la compleja conexión entre el exilio y el Holocausto. Tal es el caso de Enzo Traverso, quien responde a las preguntas de Rafael Pérez Baquero bajo el epígrafe de “Las dimensiones del exilio: pensar el pasado y el presente desde la extraterritorialidad”. En cuanto a las reseñas, se han seleccionado cinco novedades bibliográficas recientes, todas ellas de gran calidad a mi juicio, y cuya diversidad de perfiles y enfoques da buena cuenta del carácter poliédrico del exilio como una figura que exige aproximaciones multidisciplinares. A Ricardo González Leandri, Manuel Artime, Carmen María López y Pablo Oyarzún debemos las reseñas de varios libros que a buen seguro serán de referencia para acercarse al mundo del exilio en América Latina, a los nuevos enfoques historiográficos que está suscitando el exilio español del 39, a la inagotable obra de María Zambrano, y a la significación del exilio vivido e interpretado como un síntoma.
Para terminar, quiero expresar mi sincero agradecimiento a todos los colaboradores de este número, así como al equipo editorial de Las torres de Lucca, especialmente a su director, Diego Fernández Peychaux y a Donald H. Bello Hutt. Quiero dar las gracias también al Dr. Ignacio Díaz de la Serna, quien me sugirió en su día la propuesta de un monográfico en torno a la figura del exilio.
Referencias Bibliográficas
Agamben, G. (1996). Política del exilio (Dante Bernardi, Trad.). Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, (26-27), 41-52.
Arendt, H. (2010). Los orígenes del totalitarismo (prólogo de Salvador Giner). Madrid, MD: Alianza.
Aznar Soler, M. (2017). Insilio y exilio interior. En M.P. Balibrea (Coord..), Líneas de fuga. Hacia una nueva historiografía cultural del exilio republicano español (pp. 169-174). Madrid, MD: Siglo XXI.
Domenech, A. (2004). El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Barcelona, CT: Crítica.
Dulaire, M. (1827). Bosquejo histórico de los principales acontecimientos de la Revolución francesa (D. Fernández Angulo, Trad.; Tomo 3). París, Francia: Dupont.
Elster, J. (2006). Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica. Buenos Aires, Argentina: Katz.
Gracia, J. (2004). La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España. Barcelona, CT: Anagrama.
Ímaz, E. (2011). Pensamiento desterrado. En J. Garciadiego (Ed.), Obras reunidas (tomo 1). Ciudad de México, México: El Colegio de México.
Klemperer, V. (2001). Lingua tertii imperii. Apuntes de un filólogo (De Adán Kovacsis, Trad.). Barcelona, CT: Galaxia Gutenberg.
Marías, J. (1976). La España rea. Madrid, MD: Espasa Calpe.
Sánchez Cuervo, A. (2017). El exilio como figura política. En M.P. Balibrea (Coord.), Líneas de fuga. Hacia una nueva historiografía cultural del exilio republicano español (pp. 190-195). Madrid, MD: Siglo XXI.
Notas Notes
1 Nunca se ha discutido y escrito tanto sobre la transición democrática en España, como treinta o cuarenta años después, ya en pleno siglo xxi. La bibliografía que podría citarse es amplísima, incluso aunque nos limitáramos a una selección de títulos, pero siempre resulta ilustrativa la observación de John Elster cuando recuerda que el caso español había sido el “único dentro de las transiciones a la democracia, por el hecho de que hubo una decisión deliberada y consensuada de evitar la justicia transicional” (2006, p. 80).