El poder absoluto recelado: Hobbes y el concepto del honor
Misgivings About Absolute Power: Hobbes and the Concept of Honor
Jerónimo Rilla
Universidad de Buenos Aires, Argentina
RESUMEN El presente trabajo tiene como propósito demostrar, en la teoría política de Hobbes, la existencia de límites que constriñen a la autoridad soberana absoluta en el ejercicio de su poder. En particular, identificaremos al honor como la instancia antonomástica de esa limitación. El plano de las manifestaciones de valor, mantendremos, opera sobre codificaciones paralelas (a veces, coincidentes, otras divergentes) a las del Estado y acaba engendrando autoridades que gozan de grados considerables de autonomía. Desde luego, el soberano podrá interceder en ese plano, cohonestándolo o combatiéndolo, pero no podrá eliminar definitivamente las renuencias y limitaciones que impone.
PALABRAS CLAVE Hobbes; honor; autoridad; absolutismo; limitación.
ABSTRACT This work intends to demonstrate the existence of limits that hinder the absolute authority of the sovereign in Hobbes’s political theory. Particularly, I will try to identify the concept of honor as the paradigm of this limitation. The field of the manifestations of worth —it will be argued— operates within a logic that runs parallel (sometimes convergently, others divergently) to that of the State. Moreover, it engenders authorities with high degree of autonomy. To be sure, the sovereign power can intervene in this field by means of persuasion and coercion, but it will never be able to erase the resistances and limitations imposed by signs of honor.
KEY WORDS Hobbes; honor; authority; absolutism; limitation.
Recibido received 29-07-2016
Aprobado approved 07-01-2016
Publicado published 20-12-2016
Nota del autor
Jerónimo Rilla, Cátedra de Historia de la Filosofía Moderna, Departamento de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Durante el período de redacción del artículo, el autor fue beneficiario de una Beca Interna Doctoral de CONICET, Argentina.
Agradezco especialmente a Diego Fernández Peychaux, quien en el marco de su Seminario “Libertad y resistencia política en el contractualismo moderno de Thomas Hobbes y John Locke” realizó numerosas sugerencias y críticas que me ayudaron a mejorar de forma sustantiva la versión final del trabajo.
Correo electrónico:
Las Torres de Lucca, Nro. 9, Julio-Diciembre 2016, pp. 145-172. ISSN-e .
En relación al orden de la argumentación, primero se mostrará —en continuidad con las tesis de Lloyd, Sorell y Sreedhar— de qué manera el planteo hobbesiano compatibiliza el carácter absoluto del poder soberano con ciertas restricciones en su ejercicio. Como queda establecido en el capítulo 30 del Leviatán, el office del soberano se enquicia sobre pautas bien definidas. La desatención de estas pautas y la ausencia de un equilibrio en el manejo del poder tienen como resultado múltiples problemas de cooperación y casos de renuencia legítima por parte de los súbditos. Al respecto, argüiremos que el representante del Estado no se encuentra constreñido en términos legales (de ahí su estatuto de legibus solutus), pero sí por el factum de la presencia de códigos que preceden a su institución y a los cuales se sobreimprime.
En segundo término, sostendremos que el concepto del honor es un elemento cardinal en la marcación del poder soberano en la medida en que supone la pervivencia de signos y opiniones de poder que escapan a una designación institucional directa. Correspondientemente, nos centraremos en las tres figuras que actúan, por excelencia, como portadores de signos de poder para-estatales en la sociedad política: 1) los padres, a quienes estamos obligados de por vida a honrar; 2) los sacerdotes, que conservan un poder reverencial dentro de los lindes del Leviatán; 3) los militares exitosos, que fijan su reputación en su popularidad. Si el soberano no incide de manera equilibrada en los honores adscriptos a estas autoridades paralelas y pretende obligar a los súbditos a realizar algo que ellos conciben como deshonroso, es razonable que, aún actuando con autorización plena, sea desobedecido. El honor conferido oficia de limitación legítima y su omisión por parte del soberano podría derivar en una excepción justificada del principio de obediencia.
Por último, concluiremos que el monopolio de los signos de honor, potestad del representante de la sociedad política, no es, en puridad, una prerrogativa asegurada, sino una tarea permanentemente in fieri. En su rol de árbitro, la autoridad del Estado debe considerar los códigos y las razones que tienen operatividad para los súbditos si quiere que sus derechos esenciales rijan de manera efectiva.
La construcción de la soberanía
El trayecto hacia la especificación de los límites que incumben al poder soberano y de la centralidad del concepto del honor exige, primero, la definición de la naturaleza y el alcance de ese poder. Hobbes se ocupa de esto en los capítulos 17 y 18 del Leviatán. En principio, es claro que la edificación del Estado se comprende mediante el recurso a la figura del contrato. Efectivamente, la institución de una autoridad soberana consiste en
Elegir a un hombre o una asamblea de hombres que porte [beare] su [la de los miembros de la multitud] persona, y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien porta su persona en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, cada uno someta su voluntad a la voluntad de aquél y sus juicios al juicio de él. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por el pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. (Hobbes, 1651/2003, 17.13, p. 141).
A partir de este pasaje, podemos extraer las tres operaciones fundamentales que terminan de conformar la noción hobbesiana de soberanía.[1]
Por un lado, contamos con un acto de sumisión. Para la constitución de un Estado, todos los individuos de la multitud deben abandonar su derecho a autogobernarse dejándolo en manos de un hombre o asamblea. En otras palabras, los miembros pactantes acuerdan entre ellos no interferir con la voluntad del soberano en asuntos concernientes a la paz y la seguridad públicas. Como suele indicarse, en la teoría política de Hobbes el acto de sujeción es simultáneo al acto de institución del Estado (Bobbio, 1992, pp. 50-2). El criterio de determinación de lo que es necesario para la propia conservación es transferido al/los ocupante/s de la sede del poder soberano. Con este pasaje se da la transformación de la multitud amorfa en una persona cohesionada, i.e., en pueblo (Hobbes, 1642/2010, 6.1, p. 184). En donde antes había multiplicidad de voluntades, ahora hay una sola que las integra a todas: la voluntad del Estado. Ahora bien, este mecanismo no parece terminar de constituir la unidad buscada por Hobbes.[2]
Para ello es necesaria una segunda operatoria que Hobbes explicita recién en la edición inglesa del Leviatán: la autorización.[3] La unidad de la persona del Estado se logra sólo a partir de la autorización de una persona (natural o artificial) a actuar en nombre de todas las partes contratantes.[4] Este procedimiento involucra fundamentalmente una relación de autor-actor entre los súbditos y el titular de la persona del Estado en virtud de la cual los pactantes, en tanto autores de las acciones del soberano, asumen toda la responsabilidad por lo que él hace o dice en nombre del Estado. Correlativamente, el soberano, en tanto actor o representante de la persona que unifica a todos los miembros contratantes, la persona del Estado, goza de inmunidad total en relación a sus súbditos. Esto quiere decir que no puede ser acusado de injusticia por ellos.[5] Con esta operatoria, Hobbes parece ambicionar un doble objetivo. Esto es, incentivar a los individuos a una identificación con el accionar de la autoridad civil, fortaleciendo la relación de pertenencia para con el Estado, pero sin dejar que cristalice la percepción de que en tanto autores, cuentan con cierto control sobre el guion que reglamenta las acciones del soberano. Si son autores, es sólo a través de la mediación de la persona del Estado, no de manera directa y unívoca. En suma, los dos peligros que está tratando de desactivar Hobbes serían el de la desafección y el de la rendición de cuentas (Martinich, 1992, pp. 170 y 385, n.8).
Por último, existe un elemento adicional en la conformación de la soberanía que es el carácter de tercero excluido del titular de la persona del Estado.[6] Los pactos mutuos y simultáneos de institución y sujeción no incluyen al soberano como participante. Naturalmente, esto reafirma la inimputabilidad del soberano sobre cualquiera de los actos que realice en nombre de la sociedad política. En la medida en que nunca formó parte de un acuerdo con la multitud, no puede quebrantar pacto alguno y, por lo tanto, no puede ser acusado de injusticia.[7] A lo sumo, se encuentra constreñido por las leyes de naturaleza. Pero, en este respecto, debe responder únicamente ante Dios en caso de infringir alguna. Lo importante reside en el hecho de que esta cláusula garantiza la permanencia del representante del Estado en el marco del derecho natural. Para él sigue rigiendo la libertad natural “a todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr [sus] fines” (Hobbes, 1651/2003, 14.1, p. 106).[8]
Hasta aquí, la conclusión preliminar —y, como veremos, precaria— es que el poder soberano es absoluto en todo sentido (Pitkin, 1964, pp. 329 y 331; Sreedhar, 2010, pp. 96-8). Por un lado, los súbditos han abandonado su criterio de autogobierno, han subsumido sus voluntades a la voluntad del portador de la persona del Estado y han autorizado de manera incondicionada todas sus palabras y acciones. Por otro, el soberano conserva su libertad natural; se mantiene en estado de naturaleza tanto respecto de otros titulares de Estado como de sus súbditos.[9] Podemos presumir, entonces, que esta autoridad absoluta tiene como contracara una obligación absoluta de parte de los súbditos.
Relativizaciones del carácter incondicionado
No obstante, la concepción hobbesiana de la soberanía se presta a equivocidades. De hecho, es posible relativizar estos resultados preliminares. Repasaremos, en vistas a ello, tres maneras en que el carácter absolutamente incondicionado del poder soberano puede verse acotado.
En primer lugar, como muestra el capítulo 30 del Leviatán, la titularidad de la soberanía consiste en un cargo e involucra un office. Esto implica que el soberano tiene un campo jurisdiccional específico en el que está autorizado a actuar sin condiciones: la seguridad del pueblo (Hobbes, 1651/2003, 30.1, p. 275). Sólo él tiene la autoridad para juzgar qué medios son conducentes a ese fin. Implícita en este planteo, empero, está la consideración de la posibilidad de un abuso de funciones. El titular de la persona del Estado puede excederse en su ámbito de competencia e implementar disposiciones que en nada conciernen a la seguridad pública. Es cierto que esta oquedad queda clausurada inmediatamente en tanto es el soberano el único miembro de la sociedad política facultado para determinar qué cae dentro del campo jurisdiccional de su office y qué no (Hoekstra, 1998, p. 24, n. 54). De cualquier manera, el incumplimiento de las funciones persiste como problema latente. Es así que, como bien señala Sorell, podemos aventurar que la libertad natural que rige para un individuo en estado de naturaleza no es la misma que la que atañe al soberano (Sorell, 2004, pp. 185-7). Hay un salto cualitativo no explicitado entre el derecho natural individual y su politización en la sede de la soberanía.
Hobbes entiende que existe un modo correcto de ejercer el poder soberano y modos incorrectos. El cargo máximo comprende una serie detallada de deberes y obligaciones (capítulo 30), y un cúmulo de causas de disolución que es preciso evitar (capítulo 29). El ámbito de actuación del soberano, si bien plástico y con límites constantemente reformulables según la situación, no puede prescindir de ciertas directivas generales. En síntesis, esta primera relativización estaría dirigida a especificar el verdadero carácter de la libertad natural del titular del poder soberano. Obviamente, el objetivo ya no es la conservación de la propia naturaleza, sino la paz y la seguridad públicas, por lo que la laxitud en las posibilidades de utilización de la “fortaleza y los medios” de todos los miembros del Estado no es la misma que la que posee el individuo en estado de naturaleza sobre los medios que garantizan su conservación. Como concluye Sorell, “apreciar los límites [de la libertad del soberano] debería tornar la perspectiva del trono más temible que estimulante” (2004, p. 196).
Otro camino para el cuestionamiento de la incondicionalidad absoluta es el que elige Sreedhar, esto es, el emplazamiento de las limitaciones, no en el plano de la autorización, sino en el plano de las obligaciones de los súbditos (2010, pp. 95-100 y pp. 129-31). Según esta autora, en el momento del contrato, los miembros participantes otorgaron al soberano una autorización absoluta a ordenar lo que determinara necesario para la seguridad pública.[10] Ahora bien, esa autorización irrestricta no implica una obligación coextensiva a obedecer todo lo que el soberano ordene (Sreedhar, 2010, pp. 98-9). De hecho, existen casos en los que los súbditos autorizan órdenes del soberano que, sin embargo, no están compelidos a acatar.
Si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra cosa, sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer. (Hobbes, 1651/2003, 21.12, p. 177).
Más adelante, Hobbes explicita el criterio en función del cual se determinaría la legitimidad de la desobediencia: “cuando nuestra negativa a obedecer frustra la finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no hay libertad para rehusar; en los demás casos sí” (1651/2003, 21.15, p. 178).[11] De cualquier manera, la limitación no se encontraría, estrictamente hablando, en el poder que tiene el representante de la persona del Estado para emitir mandatos, sino en el acto de obediencia efectiva de sus súbditos. Se trata menos de una restricción de la autoridad del soberano que de una admonición prudencial sobre las renuencias con las que se puede encontrar.
Por último, tenemos la relativización de Lloyd quien, a diferencia de la anterior, sí adscribiría límites directos a la autorización de la que es beneficiario el titular del poder soberano. La autora centra su atención en lo que llama el “principio de obligación política” (1992, p. 53) que Hobbes expone en el capítulo 31 del Leviatán:
Los súbditos deben a los soberanos simple obediencia en todas las cosas en que su obediencia no está en contradicción con las leyes divinas […] Sólo necesitamos para un perfecto conocimiento de los deberes civiles, saber cuáles son esas leyes de Dios, porque sin esto, cuando a un individuo se le ordena una cosa por el poder civil no sabe si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien ofende a la Divina majestad por excederse en la obediencia civil, o por temor de ofender a Dios realiza una transgresión de los preceptos del Estado. (1651/2003, 31.1, p. 292).
En función de esta posible contradicción entre los mandatos del poder civil y los mandatos de Dios, Lloyd argumenta que la teoría política hobbesiana admite casos de excepción en la obediencia de los súbditos. Estos casos son aquellos en los que el súbdito invoca intereses trascendentes. Con dicho sintagma Lloyd (1992, p. 107) se refiere a los intereses que exceden el cálculo racional dirigido a la preservación material o mundana (intereses estrechamente egoístas) y que no pueden ser corregidos mediante incentivos o amenazas. A saber, intereses que se ubican en el plano moral, ideológico o religioso, y que exceden a la búsqueda de la autopreservación física.[12]
En efecto, hay cosas que todo súbdito puede negarse a hacer “sin injusticia” (Hobbes, 1651/2003, 21.10, p. 176). Si no hay injusticia, ya lo sabemos, no hay quebrantamiento de pacto. De ello podríamos colegir que esos actos de resistencia no significan una ruptura del pacto civil. El súbdito que rehúye a la obediencia no pierde, por ello, su estatuto de ciudadano. No obstante, eso que parece ser el resguardo legal del resistente privado marca, a su vez, la baja intensidad de su relevancia política. La confrontación con el poder soberano se da en la forma de una asimetría: lo que debe dirimirse mediante mecanismos del derecho civil es si se trata de un delito particular de un ciudadano o de un caso de inequidad por parte del titular del Estado.[13] ¿Qué ocurre, en cambio, cuando los que resisten el acatamiento son un gran número de individuos que deciden tomar las armas?[14] En esta situación es imposible colocar a los rebeldes dentro del marco de las leyes civiles. Esto es, ya no se trata de determinar si son delincuentes o víctimas de una mala decisión del soberano. Ellos mismos abjuran de la asimetría que les garantiza un tratamiento civil cuando conforman una facción o un tumulto ilegal, i.e., cuando se ordenan en un sistema con pretensiones de independencia respecto de la corporación estatal. La disputa ahora es de carácter estrictamente político,[15] simétrica, y los contendientes se transforman en hostis del Estado, que pueden matar y ser matados sin injusticia alguna (Hobbes, 1651/2003, 27.26, p. 251).[16]
La naturaleza de esta ofensa consiste en la renuncia a la subordinación, lo cual constituye una recaída en la condición de guerra, comúnmente llamada rebelión, y quienes así ofenden, no sufren como súbditos, sino como enemigos, ya que la rebelión no es sino guerra renovada. (Hobbes, 1651/2003, 28.23, p. 260).
En síntesis, el reconocimiento de su carácter sistemático o corporativo refleja su potencialidad política y, consecuentemente, su estatuto de enemigo público.[17] En este sentido, el verdadero conflicto político no está integrado a la vida normal del Estado, sino que se da en contra de ella, en las manifestaciones de independencia de las corporaciones internas.
De cualquier manera, y si bien es controvertible el hecho de que al apelar a estas razones los súbditos se coloquen ipso facto fuera de la sociedad política, retornando al estado de naturaleza,[18] la clave está en el hecho de que la desobediencia justificada restringe el alcance del poder soberano. En formato lloydiano, si el representante de la persona del Estado no logra redescribir los intereses trascendentes de los súbditos de manera tal que parezcan contenidos en sus mandatos civiles,[19] eso producirá una interrupción o, con mayor precisión, un vacío en la autorización de sus acciones.
El honor como caso paradigmático
Nuestro enfoque es compatible con estos intentos de atenuar y/o especificar el carácter incondicionado del poder soberano. El ejemplo del honor, según nuestra lectura, oficiará de paradigma de las resistencias con las que se topa el titular de la persona del Estado a la hora de efectivizar su soberanía absoluta.
Comencemos por la definición. El honor no es otra cosa que “[l]a manifestación del valor que mutuamente nos atribuimos […] Estimar a un hombre en un elevado precio es honrarle; en uno bajo, deshonrarle” (Hobbes, 1651/2003, 10.15, p. 71). El precio o valor de un hombre equivale a cuánto estamos dispuestos a dar por el uso de su poder (Hobbes, 1651/2003, 10.14, pp. 70-1). A su vez, “honorable es cualquier género de posición, acción o calidad que constituye argumento y signo de poder” (Hobbes, 1651/2003, 10.33, p. 73). En breve, los conceptos del honor y de las estimaciones de valor inauguran el plano de las significaciones, donde el poder no se mide unívocamente por sus efectos inmediatos, sino en su interacción con el poder de los otros. Como bien afirma Zarka, “sólo es poder el exceso significante, es decir, lo que en el poder o por algún otro medio es signo de poder” (1998, p. 100).[20] El refrendo que certifica la posesión de (signos de) poder es el honor conferido por parte del resto de los hombres. La intersubjetividad presupuesta en la constitución de los signos es evidente en tanto “un signo no lo es con respecto a quien lo da, sino para aquel a quien se hace, es decir, para el espectador” (Hobbes, 1651/2003, 31.11, p. 297). Estos signos de honor son importantes en la medida en que aseguran el carácter público del poder. En caso contrario, si “no se explicita a partir de signos identificables, se trata de un poder reducido a la vida de sus efectos más inmediatos y, de este modo, condenado a una atrofia progresiva” (Brito Vieira, 2005, p. 109).[21] Ahora bien, el intercambio de signos de valor no es ni espontáneo ni simétrico. En el marco de la sociedad política, es el Estado el órgano que detenta la dispensa y el control de los honores.[22] “Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a otro” (Hobbes, 1651/2003, 28.15, p. 148).[23] En otras palabras, honorable es aquél a quien el titular del poder soberano designó como honorable.
Inclusive, podríamos argumentar que lo honorable es un caso más dentro del conjunto de los términos evaluativos. Si hay algo que nuestro autor defiende a lo largo de toda su obra, eso es el carácter relativo y subjetivo de estos términos. Según él,
Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o deseo de un hombre es lo que él por su parte llama bueno [that is it which he for his part calleth good]. Y el objeto de su odio y aversión, malo […] Estas palabras […] siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son siempre ni absolutamente tales, ni ninguna regla de bien y mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos mismos […]. (Hobbes, 1651/2003, 6.8, p. 42; traducción modificada).[24]
A menudo los problemas surgen porque “debido a la diversidad de pasiones, sucede que a lo que uno llama bueno el otro lo llama malo, que el mismo hombre a lo que ahora llama bueno enseguida lo llama malo, y que dice que en él mismo es buena la misma cosa que en otro es mala” (Hobbes, 1642/2010, 14.17, p. 277). Consciente de la maleabilidad de estos términos mediante el tropo de la redescripción o paradiástole (Skinner, 1996, p. 272; Tuck, 2006, p. 198), Hobbes entiende que la postulación de un árbitro con el poder de decidir el correcto sentido de bueno, malo, honorable, etc., supondría la neutralización de una de las principales causas del conflicto político (Hobbes, 1651/2003, 6.8, p. 42).
Así planteado el escenario, parecería que el soberano cuenta con la prerrogativa de ser el centro de referencia de todas las valoraciones y, por lo tanto, de todos los signos de prestigio de los integrantes de la sociedad política. No obstante, “no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido normas suficientes para la regulación de todas las acciones y palabras de los hombres por ser cosa imposible” (Hobbes, 1651/2003, 21.6, p. 173). Siempre quedarán acciones o signos incólumes frente a la criba institucional. La dificultad aquí no reside únicamente en la imposibilidad del poder soberano de controlar cada uno de los signos de honor que reflejan el poder de los miembros del Estado. Si así fuera, se trataría tan sólo de una insuficiencia fáctica en el despliegue de la capacidad reguladora del Leviatán.
En realidad, lo que más preocupa a Hobbes es la contrapartida de esa restricción, i.e., el discurrir paralelo y semi-autónomo de las significaciones privadas de poder y honor. En este sentido, las limitaciones se encuentran impuestas desde fuera por el plexo de estimaciones que han ido solidificándose en la vida en común de los ciudadanos. Frente a ellas, el Estado no puede intervenir sino superponiendo otras, las oficiales, e intentando cohonestar o reprimir aquellas que considera perjudiciales para el sostenimiento de la soberanía. Como indica Zarka: “el poder político no suspende la producción de los signos por los individuos particulares convertidos en súbditos del Estados, sino que se superpone a ella” (1998, p. 128).
Es por eso que Hobbes introduce la división entre [1] los signos de honor naturales, [2] los signos arbitrarios, establecidos por costumbre, cuya dinámica se desarrolla en un ámbito de autonomía relativa respecto del Estado; y [3] los signos de honor civil o dignidades, también arbitrarios, pero completamente monopolizados por el Estado. Esa tripartición se pone de manifiesto en su tratamiento sobre la veneración:
Existen algunos signos de honor (tanto atributos como acciones) que naturalmente son así, como entre los atributos, los de bueno, justo y liberal, y otros semejantes, y entre las acciones, las plegarias, las acciones de gracias y la obediencia. Otros lo son por institución o costumbre de los hombres; en algunos lugares y tiempos son honorables, en otros deshonrosos, en otros indiferentes: tales son los gestos en materia de salutación, plegaria y agradecimiento, usados diferentemente en distintos tiempos y lugares. Lo primero es veneración natural, lo último es veneración arbitraria. Y en la veneración arbitraria existen dos diferencias. En efecto, a veces es veneración ordenada [Commanded], a veces voluntaria […] Cuando es ordenada, la veneración no consiste en las palabras o en el gesto, sino en la obediencia; pero cuando es libre, la veneración consiste en la opinión de quien la realiza. (Hobbes, 1651/2003, 31.10-11, p. 297).[25]
El planteo no se presta a demasiadas equivocidades. Por un lado, existen ciertos signos de honor naturales cuyo significado es inalterable.[26] “Los mejores signos de las pasiones presentes se encuentran en el rostro [countenance], o en los movimientos del cuerpo, en las acciones, fines o propósitos, que de cualquier manera sabemos que el hombre tiene [which we otherwise know the man to have]” (Hobbes, 1651/2003, 8.54, p. 49; traducción modificada). A su vez, existen signos engendrados por la costumbre o las convenciones interpersonales, cuyo significado varía, pero en los que no interviene directamente la mano del Estado, por eso son arbitrarios. Su complejidad es mayor que la de los naturales en la medida en que presuponen el lenguaje y, al mismo tiempo, en tanto carecen de una clave de codificación común. Las palabras, “al lado de la significación que imaginamos por su naturaleza, tienen también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y de los vicios” (Hobbes, 1651/2003, 4.24, pp. 30-1; Zarka, 1998, p. 123). Lo que es un signo de honor para algunos, puede ser de ignominia para otros. En breve, son indiferentes.[27] Por último, se encuentran los signos ordenados o instituidos, ellos sí, directamente por la autoridad soberana. Hobbes grafica con perspicuidad la función de esta simbología mediante un ejemplo brutal:
El rey de Persia honró a Mordecay cuando dispuso que fuera conducido por las calles con las vestiduras regias, sobre uno de los caballos del rey, con una corona en su cabeza, y un príncipe ante él proclamando: Así se hará con aquel a quien el rey quiera honrar. Y otro rey de Persia, o el mismo en otro tiempo, a un súbdito que por cierto gran servicio solicitaba llevar uno de los vestidos del rey, le otorgó lo que pedía, pero añadiendo que debía llevarlo como bufón suyo; y esto era deshonor. (Hobbes, 1651/2003, 10.31, p. 73).[28]
El control absoluto de los signos de honor instituidos se refleja en el hoc volo del ocupante de la sede del poder persa que modifica por completo el significado asignado al mismo significante, esto es, a los ropajes del rey: de máximos honores a disfraz de bufón.[29] En definitiva, es honorable o ignominioso aquél que es designado por el soberano como tal mediante los signos específicos. A los fines de este trabajo, asumiremos como axial la línea divisoria que distingue entre signos estatales y no-estatales (tanto naturales como arbitrarios).
Como vemos, el ámbito de intervención directa del Estado se da únicamente sobre uno de los segmentos del campo de las estimaciones convencionales. Fuera de él, perviven las naturales y las convencionales voluntarias.[30] La prueba de la resistencia que generan ciertas significaciones a las operatorias estatales está antonomásticamente en la rigidez que presenta, en ciertos casos, la categoría de lo honorable. Siguiendo el ejemplo anterior, si bien es posible manipular los significados de una vestimenta determinada, siempre van a existir acciones que implican estimación, como la expresión de respeto en una cara, o los actos de agradecimiento y reverencia, y que no se dejan fundir tan fácilmente en ese molde institucional. Más precisamente, el titular de la soberanía no puede hacer pasar por honorable algo que cabalmente no lo es. Lo deshonroso, ya lo adelantamos, oficia de causa de desobediencia legítima:
El mandato [soberano] puede ser tal que preferiría morir antes que cumplirlo […] nadie puede ser obligado a querer morir, mucho menos está obligado a aquello que es más grave que la muerte […] De manera similar, si el que tiene el poder soberano ordenara a alguien matarlo a él mismo, digo al gobernante, esta persona no estaría obligada, porque no se puede entender que esto haya sido pactado. Ni tampoco un hijo a matar a su padre, sea éste inocente o culpable, y condenado conforme a derecho, dado que […] un hijo preferiría morir antes que vivir como un infame y odioso. Existen muchos otros casos en los que las órdenes son en verdad deshonestas […]. (Hobbes, 1642/2010, 6.13, p. 192; énfasis nuestro).[31]
Sumariamente, el pasaje ofrece una formulación general de la intransigencia de las estimaciones referidas a lo honorable y a lo deshonroso. Hay significaciones que parecen inmunes a los ejercicios de redescripción en manos del soberano.
Existen ciertas cosas honorables por naturaleza, como los efectos del valor, de la magnanimidad, de la fuerza, de la sabiduría, y de otras aptitudes del cuerpo y del entendimiento. Otras se instituyen como honorables por el Estado, como las insignias, títulos, oficios o cualquiera otra marca singular del favor del soberano. Las primeras (aunque pueden fallar por naturaleza o accidente) no pueden ser suprimidas por una ley […] En cambio las últimas pueden ser arrancadas por la autoridad pública que las hace honorables […] (Hobbes, 1651/2003, 18.19, p. 258; énfasis nuestro).[32]
Si el poder soberano no tiene en cuenta esa red simbólica que lo precede y lo constriñe en su accionar, no está cumplimentando las exigencias de su office, sino que está generando las condiciones para la disolución de la sociedad política.[33] A continuación, nos avocaremos a deslindar tres ocasiones antonomásticas en las que las morfologías para-institucionales de medición del poder resisten la recodificación por parte del Estado.
Honor a los padres
Dentro del esquema hobbesiano los padres son los representantes de las corporaciones familiares. En tanto representantes, ofician de núcleo generador y sostenedor de la unidad de la persona del grupo. Esto implica, a su vez, que cumplen la función de hablar y actuar en nombre del conjunto. Los miembros de la familia, por su parte, “durante el tiempo en que están bajo el gobierno doméstico, están sujetos a sus padres y señores [Masters] como inmediatos soberanos suyos” (Hobbes, 1651/2003, 22.25, p. 193; traducción modificada).
Ahora bien, la autoridad que ejerce el representante es equívoca en la medida en que las familias son sistemas que, por un lado, anteceden a la institución de una sociedad política y que, por otro, perviven dentro de ella (Hoekstra, 1998, pp. 38-43). En la transición hacia el Estado civil, la autoridad representativa del padre de familia no permanece inalterada, sino que se ve modificada en la forma de un balance o negociación entre las acciones que caen bajo el control del soberano y las acciones que persisten bajo el dominio del paterfamilias: “siendo el padre y el señor [Master], antes de la institución del Estado, soberanos absolutos en sus familias, no pierden posteriormente de su autoridad sino lo que la ley del Estado les arrebata” (Hobbes, 1651/2003, 22.25, p. 193).
De cualquier modo, podríamos argüir que tanto en el caso de la familia como en el de la sociedad política, la relación que fundamenta la obediencia (y, por ende, la autoridad) es, a fin de cuentas, la misma, i.e., la protección.[34] Es cierto que el poder soberano se efectiviza en la forma de leyes dirigidas a la seguridad pública que los súbditos están obligados a obedecer. Los jefes de familia, en cambio, operan en el marco del permiso o, mejor, del silencio del Estado, y su poder no tiene una exteriorización legaliforme, sino que se sustenta únicamente en el honor del que son acreedores. Justamente, el origen del honor conferido a los padres es el acto de protección, aunque también se proyecta más allá de su ejercicio efectivo.
Como la primera instrucción de los niños depende del cuidado de sus padres, es necesario que sean obedientes a ellos mientras están bajo su tutela; y no sólo eso, sino que con posterioridad (como la gratitud requiere), reconozcan el beneficio de su educación por signos exteriores de honor. (Hobbes, 1651/2003, 30.12, p. 280).
El honor corresponde, entonces, a las cualidades encomiables en el padre —entre ellas, la capacidad de brindar educación y cuidado a sus hijos— de las que sigue siendo titular y que tienen que ser reconocidas de modo permanente mediante signos de honor. Nada cambia en relación a la estimación de poder cuando los hijos llegan a la mayoría de edad.[35]
La conservación de la opinión de poder es relevante para nuestro análisis en la medida en que significa el mantenimiento de lazos de lealtad por fuera de los circuitos estatales: “Obedecer es honrar, porque ningún hombre obedece a quien no puede ayudarle o perjudicarle. Y en consecuencia, desobedecer es deshonrar” (Hobbes, 1651/2003, 10.18, p. 71). Si la desobediencia consiste en una deshonra, podemos prefigurar la emergencia de un potencial conflicto entre dos autoridades que podrían disputarse nuestra valoración, el soberano y el jefe de familia. Según vimos anteriormente es legítimo desobedecer la orden de matar al propio padre. La deshonra que produciría el acatamiento de un mandato de estas características es tal que sería preferible morir.
En suma, existen visos de un deber de reconocimiento por signos externos a los padres que ninguna constitución estatal tiene la potestad de eliminar. Es que, “aunque al instituir el Estado los padres de familia renunciaron a ese poder absoluto [de vida y muerte sobre los hijos], nunca se entendió que hubiesen de perder el honor a que se hacían acreedores, por la educación que procuraban” (Hobbes, 1651/2003, 30.12, p. 280). En otros términos, los ámbitos jurisdiccionales del soberano coexisten necesariamente con los del paterfamilias. El representante de la persona del Estado no puede omitir los códigos de honor que enlazan a padres y miembros de una familia entre sí. En caso de que lo hiciera, es muy probable que acabe generando una situación indeseada: la contradicción entre la autoridad paternal y la estatal. Preliminarmente, podemos concluir dos cosas. Primero, que la obligación de los miembros del grupo familiar hacia su representante se da en la forma del honor; segundo, que esa forma paralela de autoridad supone un límite inerradicable para el Estado, esto es, un tipo de restricción a la incondicionalidad del poder soberano.
Los sacerdotes y el poder reverencial
El caso de los sacerdotes no es del todo disímil al de los padres. La autoridad del ministro religioso se fundamenta “en la opinión y creencia del pueblo” (Hobbes, 1681/1998, p. 23 [184]), es decir, en el honor que los ciudadanos depositan en ellos. La sugestiva iteración hobbesiana del término “reverencia” [reverence] que acompaña como complemento inescindible la calificación de los ministros religiosos (Hobbes (1681/1998, pp. 20-22 [180-3], 30-1 [190-1], 57 [215] y 73 [231]), explicita la existencia de una morfología particular de honor en estos agentes. La contemplación reverencial dispone al creyente en una relación asimétrica respecto del sacerdote recipiendario de ese honor. Se conforma así un sistema con el sacerdote como autoridad representativa. En este sentido, los ministros religiosos se parecen mucho a los padres. No es azaroso que se repita en ellos la correlación del rol pedagógico con la categoría del honor. La potestas docendi es parte fundamental de su misión, que consiste en “ganar hombres para la obediencia, no por la coerción, sino por la persuasión” (Hobbes, 1651/2003, 42.9, p. 412).[36] En síntesis, las corporaciones religiosas reproducen cabalmente el formato del sistema familiar: tienen un representante a quien, por su función magisterial, se le debe reverencia y a quien se le exige que funcione como ancla de las palabras y acciones del grupo.
Si nuestro punto de vista está enfocado en las motivaciones que tienen los individuos para obedecer, no podemos evitar pensar que la reverencia se encuentra en la primera línea de ellas. En efecto, Hobbes percibe esa forma de honor como la pieza central en la formación de lazos paralelos y, por ende, como un insumo de gran peligrosidad para la estabilidad de la vida civil. La reverencia puede llevarnos a un estado de cautiverio, en el cual la confianza que depositamos en los sacerdotes es tal que no prestamos atención a la semántica de sus palabras. En dicho estado obedecemos por “la confianza y fe en quien habla, aunque el entendimiento sea incapaz de tener noción alguna de las palabras enunciadas” (Hobbes, 1651/2003, 36.4, p. 306). Por eso es que Hobbes advierte que a los súbditos:
Debe enseñárseles que no han de sentir admiración hacia las virtudes de ninguno de sus conciudadanos, por elevados que se hallen, ni por excelsa que sea su apariencia en el Estado; ni de ninguna asamblea (con excepción de la asamblea soberana), de manera tal de no otorgarle[s] la obediencia y el honor [so as to deferre to them any obedience, or honour] debido[s] solamente al soberano, al cual representan en sus respectivos roles [stations], ni recibir ninguna influencia de ellos, sino la autorizada por la autoridad soberana. En efecto, no puede imaginarse que un soberano ame a su pueblo como es debido cuando no está orgulloso [jealouse] de él, sino que lo padece por la adulación de los hombres populares [but suffers them by the flattery of popular men], que le arrebatan su lealtad, como ha ocurrido frecuentemente no solo de modo clandestino, sino manifiesto, hasta el extremo de proclamarse el desposorio con ellos in facie Ecclesiae por los predicadores, y por medio de discursos en plena calle. (Hobbes, 1651/2003, 30.8, p. 279; traducción modificada).
Ahora bien, por más que el poder público trate de apropiarse de todas las facetas del prestigio social, nunca podrá cristalizarlo de manera efectiva. Las múltiples alusiones al estatuto honorífico inherente al cargo sacerdotal evidencian esa dificultad. Hobbes no sólo indica que el sacerdocio es un “magno vínculo de la obediencia civil” y que los ministros están “menos ligados que los demás con el resto del Estado” (Hobbes, 1642/2010, 18.14, p. 361). También argumenta que la reverencia como fuente de legitimación del poder ha sobrevivido, en parte, a la institucionalización eclesiástica. En un momento particular de la historia de Israel, fueron los profetas quienes, ordenados por Dios, asumieron el poder civil.[37] Hobbes, obviamente, defiende lo contrario, esto es, que en tiempos de regeneración post-proféticos es el soberano quien asume el poder político y religioso. No obstante, afirma que “tampoco aquellos maestros deben disgustarse por la pérdida de su antigua autoridad” (Hobbes, 1651/2003, 47.20, p. 573), puesto que conservan “los primeros elementos del poder, que son [… las] virtudes de los Apóstoles, a quienes las gentes convertidas obedecieron por reverencia, no por obligación” (Hobbes, 1651/2003, 47.19, p. 572).
De manera más simple, aunque la constitución de la sociedad política presuponga una institucionalización del ámbito religioso, por la cual tanto las doctrinas como sus ministros pasan a estar subordinados al poder soberano,[38] es imposible que en el ejercicio del oficio pastoral no se edifiquen lazos de reverencia. Esta relación, específica de los agentes religiosos para con sus creyentes, es inmune a las operatorias del Estado y funciona, una vez más, de límite para su accionar. El poder soberano está restringido a encontrar estrategias que debiliten o coopten esas lealtades, pero jamás podrá arrebatarlas. En este respecto, Hobbes identifica el rol del ministro religioso dentro de la comunidad política con el del senex:
No creo que nunca se predique demasiado al pueblo en qué consiste su deber, tanto para Dios como para con el hombre, con tal de que lo hagan hombres graves, discretos y ancianos, reverenciados por el pueblo, y no hombres jóvenes, ligeros y amantes de sofistería […] Deseo de todo corazón que haya un número suficiente de esos hombres discretos y ancianos para todas las parroquias de Inglaterra, y que quieran encargarse de la tarea. Pero esto no es más que un deseo; dejo a la sabiduría del Estado hacer lo que le plazca. (Hobbes, 1681/1998, p. 84 [244]).
El honor en los militares
Esa limitación al despliegue de la autoridad absoluta no se evidencia únicamente en las figuras denotadas de la esfera privada,[39] sino también dentro de los cuerpos políticos. En particular, dentro de la corporación castrense.
El comandante en jefe de un ejército, cuando no es popular, no será estimado ni temido por sus soldados como debería serlo y, por consiguiente, no podrá realizar su misión con éxito [good successe]. Debe ser, por lo tanto, laborioso, valiente, afable, liberal y afortunado, para que pueda ganar fama tanto de suficiencia como de amor por sus soldados. Esto es popularidad […] Pero este amor de los soldados (si no existe garantía de fidelidad por parte del comandante) es cosa peligrosa para el poder soberano […]. (Hobbes, 1651/2003, 30.8, p. 290, traducción modificada).
Para cumplir con su papel específico dentro de los lindes del Estado, el comandante del ejército o cualquiera de las autoridades militares, deben ser personas dignas de honor. Pero, por eso mismo, porque labran un ethos que ineludiblemente suscita lealtades paralelas, significan una complicación adicional para el poder soberano.
Hobbes confía en que
Cuando el soberano mismo es popular, es decir, cuando es reverenciado y querido por su pueblo, no existe peligro alguno en la popularidad de un súbdito. Tener un derecho manifiesto al poder soberano es una cualidad tan popular que quien la posee no necesita nada más, por su parte, para ganar los corazones de sus súbditos, sino que lo consideren absolutamente capaz de gobernar su propia familia o, respecto a sus enemigos, de desbandar sus ejércitos. (1651/2003, 30.29-30, pp. 290-1).
A su vez, el monopolio de la dispensa de dignidades sienta un criterio oficial para la identificación de qué es lo que ha de ser honrado. No es difícil ver en esta prerrogativa la búsqueda de una intromisión pública en las formas reales de socialización a las que venimos aludiendo. En particular, este proyecto se manifiesta en la incursión hobbesiana por los avatares de la transmisión de escudos en los pueblos germanos, de las manos privadas de los heraldos a su administración estatal (Hobbes, 1651/2003, 10.48, p. 76). El objetivo es que las formas de honor pre- y para-estatales, que funcionaron “hasta que se constituyeron los grandes Estados” (Hobbes, 1651/2003, 10.44, p. 75),[40] sean sustituidas por los cargos oficiales que cuentan con la marca del soberano: “estos cargos de honor fueron convertidos en meros títulos; en su mayor parte servían para distinguir la preeminencia, lugar y orden de los súbditos en el Estado” (Hobbes, 1651/2003, 10.47, p. 77).[41] Así, Hobbes procura que las relaciones que involucran el honor y la reverencia tiendan a ser absorbidas por las pautas que fija el Estado.
Sin embargo, los derechos de la soberanía no parecen alcanzar para eliminar los componentes naturales del honor. Los límites establecidos por esos signos se presentan como infranqueables aún para las normas estatales de valoración. Ejemplo cabal de ello son los duelos privados que “serán siempre honorables aunque ilegales, hasta que venga un tiempo en que el honor ordene rehusar y arroje ignominia sobre quienes lo efectúen. Porque los duelos también son, muchas veces, efecto del valor, y la base del valor está siempre en la fortaleza o en la destreza, que son poder […]” (Hobbes, 1651/2003, 10.44, p. 75). En otros términos, Hobbes nos aclara que siempre van a existir casos en los que los signos de estimación políticos entren en tensión con los sociales. Esta equivocidad se da, incluso, en la misma sede del poder soberano:
La ley condena los duelos, y el castigo se hace necesario. Pero, a su vez, quien rehúsa batirse está expuesto al desprecio y a la burla sin remedio; a veces es el mismo soberano quien lo considera indigno de desempeñar algún cargo o mando en la guerra […] los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, indirectamente, a una cosa que de modo directo prohíben. (Hobbes, 1651/2003, 27.34, p. 250).
Para resumir, según la historización ensayada por Hobbes, los títulos de honor tienen su origen en los cargos militares que certificaban la posesión de virtudes guerreras idénticas a las que se ponen en juego en un duelo. La pervivencia de estos códigos naturales de reconocimiento demuestra que, por más que el soberano los prohíba, éstos seguirán rigiendo en circuitos paralelos a los establecidos por el Estado. En correspondencia, no podemos sino deducir que la selección de hombres para altos cargos militares debe respetar esos criterios para-estatales de reconocimiento del poder, aun cuando esto suponga un peligro latente para la autoridad soberana.
Conclusión
Si el primer paso en nuestra argumentación había sido el de exponer las ventajas de las interpretaciones que destacan la existencia de límites en el despliegue del poder soberano, era para mostrar la compatibilidad de nuestro planteo con ellas. En efecto, la tesis que aquí presentamos pretende hacer patente un caso —paradigmático, entendemos nosotros— en el que el derecho absoluto del soberano a determinar las acciones conducentes a la paz y la seguridad comunes encuentra una demarcación en su efectivización. O, mejor, visto desde el punto de vista de los súbditos, hemos rastreado una reserva de códigos sociales cuya omisión genera una interrupción legítima de la obligación que deben a su soberano. Nuestro propósito, entonces, ha sido el de aportar una contribución a esta línea interpretativa que siguen tanto Sorell, como Sreedhar y Lloyd.
En conclusión, es sobre el eje de los signos para-estatales de reconocimiento que tiene sentido la igualación de las figuras del paterfamilias, el predicador y el militar popular. Son todas caras de una misma moneda que es imposible sacar de circulación. Entre ellos comparten el tan mentado prestigio u honor, generador de un vínculo paralelo, difícil de erradicar y que los desliga del resto del Estado. El proyecto hobbesiano —insistimos una vez más— reconoce como inevitable la capacidad de esas autoridades para fijar perfiles de comportamiento y congregar voluntades, y contempla como solución parcial, pero no menos atendible, la negociación constante de ese repertorio de pautas de asociación. De lo que se trata no es de eliminar los vínculos de obediencia generados por los padres, los sacerdotes o los líderes militares, sino de intentar usurparlos, es decir, adueñarse en la medida de lo posible de la sustancialidad oscilante de sus fidelidades y reconducirlos al poder soberano como centro de referencia. Es que el mantenimiento de los derechos del soberano expuestos en el capítulo XVIII del Leviatán no está asegurado a priori, sino que se certifica en la obediencia continua de los súbditos. La manipulación de los signos de honor exige una pericia particular que impida la interrupción del principio de obligación. En definitiva, el título de la soberanía consiste menos en una prerrogativa inalienable que en un trabajo de construcción diaria.
Referencias bibliográficas
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Notas // Notes
[1] Para el deslinde de las primeras dos operatorias seguimos las lecturas de Gauthier (1969, pp. 99-106 y pp. 124-28); y Sreedhar (2010, pp. 89-104). La distinción entre el procedimiento de transferencia o abandono del criterio de autogobierno y el de autorización no es relevante únicamente en términos conceptuales, sino también en una consideración temporal. El desarrollo exhaustivo de las nociones de autorización y representación aparece recién en la edición inglesa del Leviatán.
[2] Sobre los problemas que tiene Hobbes para dar cuenta de esta unidad en Elements of Law y el De Cive, cf. Gauthier (1969, pp. 101-3).
[3] “Cada uno de ellos [los miembros pactantes] […] debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres” (Hobbes, 1651/2003, 18.1, p. 142).
[4] “Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona, de modo tal que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esa multitud en particular. Es, en efecto, la unidad del representante, no la unidad de los representados, lo que hace a la persona una, y es el representante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud” (Hobbes, 1651/2003, 17.13, p. 135).
[5] “Cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano y, por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es imposible” (Hobbes, 1651/2003, 18.6, p. 145).
[6] La denominación la tomamos de Jaume (1986, p. 78). Cf. también Gauthier (1969, p. 110).
[7] Recordemos que “la definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto” (Hobbes, 1651/2003, 15.2, p. 118).
[8] “En semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás” (Hobbes, 1651/2003, 14.4, p. 107).
[9] Seguimos aquí la perspectiva de Kavka (1986, pp. 88-9), quien concibe el estado de naturaleza en términos relacionales.
[10] “El consentimiento de un súbdito al poder soberano está contenido en estas palabras: autorizo o tomo a mi cargo todas sus acciones” (Hobbes, 1651/2003, 21.14, pp. 177-8).
[11] Cf. también el abordaje de Sreedhar, (2010, pp. 124-5), que agrega una cláusula a los casos de desobediencia legítima: no pueden significar una “reducción material del poder del soberano”.
[12] En el marco del planteo raziano, se trata de razones no-excluibles, es decir razones de primer orden que no pueden ser desplazadas por la decisión del soberano. Cf. Raz (1986, p. 42) y Sreedhar (2010, p. 119).
[13] Efectivamente, podemos entender que los casos de renuencia justificada a las órdenes del soberano son aquellos que se resuelven mediante la intervención de las cortes civiles descriptas como judicia publica, en las que el acusador es el Estado. Cf. Hobbes (1651/2003, 27.53, p. 253).
[14] Hobbes parece considerar esta posibilidad: “¿No tendrán la capacidad de reunirse, asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el culpable tiene tanto derecho como el inocente […] el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto injusto” (1651/2003, 21.17, p. 179).
[15] Según esta perspectiva los espacios de politización se encuentran fuera, no dentro, de la sociedad civil. Como advierte Rancière en relación a la interpretación hobbesiana de la soberanía: “ésta sólo descansa sobre sí misma, puesto que fuera de ella no hay sino individuos. Toda otra instancia en el juego político no es más que facción. La parapolítica moderna comienza por inventar una naturaleza específica, una ‘individualidad’ estrictamente correlacionada con el absoluto de una soberanía que debe excluir la disputa de las fracciones […]” (2012, p. 102).
[16] Para una problematización sobre las vicisitudes del reconocimiento de un status político para el enemigo, cf. el desarrollo de Rosler en Hobbes (2010, pp. 80-3).
[17] En efecto, estas facciones son ilegales en tanto “contrarias a la paz y a la seguridad del pueblo, y en cuanto arrancan el poder de las manos del soberano” (Hobbes, 1651/2003, 27.31, pp. 194-5).
[18] Cf. Lloyd (1992, p. 75) y la discusión entablada por Sreedhar (2010, pp. 102 y 156), para quien la desobediencia legítima no implica una exclusión respecto del orden legal de la sociedad civil.
[19] Para una exposición del proyecto de redescripción hobbesiano, cf. Lloyd (1992, pp. 107-112).
[20] “El poder, en el intercambio, sólo existe en cuanto que es capaz de ofrecerse como espectáculo por medio de unos signos a la mirada de los demás, quienes expresan la evaluación que hacen de ellos por medio de otros signos: los signos de honor” (Zarka, 1998, p. 101).
[21] Sobre la imprescindible visibilidad del poder, cf. Pye (1984, p. 97).
[22] Zarka lo denomina “régimen de autorregulación de los signos” (1998, pp. 128-30).
[23] Dice Hobbes: “en la soberanía está la fuente de todo honor” (1651/2003, 28.19, p. 150; y “en los Estados, aquel o aquellos que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que les plazca y establecer signos de honor” (1651/2003, 10.30, p. 73).
[24] Cf. al respecto el análisis de Bertman (1978, pp. 47-8).
[25] “Todas esas vías de estimación son naturales, tanto con Estados como sin ellos. Pero como en los Estados, aquel o aquellos que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que les plazca y establecer signos de honor, existen también otros honores” (Hobbes, 1651/2003, 10.30-1, p. 73).
[26] No obstante, aún ellos, con ciertas restricciones, pueden ser aparentados. Cf. Hobbes (1650/1840, 1.13, p. 71) y Zarka (1998, p. 119). Cf. también la exposición de Brito Vieira (2005, pp. 91-3), sobre el histrionismo de los presbiterianos que les permitía fingir incluso las pasiones más naturales.
[27] “Existe un infinito número de actos y gestos de naturaleza indiferente” (Hobbes, 1651/2003, 31.39, p. 302).
[28] Hobbes extrae esta anécdota del Libro de Ester, 6, 1-14.
[29] El control estatal de los signos de honor se deja traslucir con un ejemplo análogo: el castigo del exilio en manos de la asamblea soberana de los griegos. Muestra cabal de la ignominia, esto es, signo antonomástico de deshonra, el exilio le cupo por igual tanto al intachable Arístides como al bufón Hipérbolo. Cf. Hobbes (1651/2003, 21.7, pp. 174-5).
[30] Hobbes (1651/2003, 31.12, p. 297) agrega otra subdivisión entre veneración privada y veneración pública. No queda claro si se superpone con la ya mencionada distinción entre signos convencionales o si inaugura el par signos permitidos/prohibidos. En este último caso, podría haber signos convencionales públicos (en el sentido de legales, libres) no solo oficiales, sino también voluntarios; y signos convencionales arbitrarios privados, de validez secreta, fuera de la vista de la multitud, que públicamente son ilegales.
[31] Sobre la opción del martirio ver Hobbes (1642/2010, 18.13, p. 360).
[32]Pace Bertman (1978, p. 51).
[33] Esa misma restricción se da también con los signos de veneración a Dios: “como no todos los actos son signos por constitución, sino que algunos son naturalmente signos de honor, otros de contumelia, estos últimos (que son aquellos que los hombres se avergüenzan de hacer en presencia de aquellos a quienes reverencian), no pueden instituirse por el poder humano como parte del culto divino” (Hobbes, 1651/2003, 31.39, p. 302).
[34] Como advierte Hoekstra (1998, pp. 3-6), este isomorfismo estructural en la constitución de la autoridad del soberano estatal y del padre de familia hace particularmente vulnerable al poder del primero sobre el segundo. Brito Vieira hace mención a esa vulnerabilidad como una “irónica semejanza genética” (2005, p. 154).
[35] Hacemos esta salvedad porque en el De Cive Hobbes (1642/2010, 9.8, p. 220) parece sostener que en el momento de la emancipación, el poder del padre sobre el hijo se ve disminuido y, junto con ello, también la estimación de este hacia aquel. Si el honor persiste es solo como resultado de un pacto para preservar las apariencias.
[36] “Los Apóstoles y otros ministros del Evangelio son nuestros maestros y no nuestros gobernantes [Commanders], y […] sus preceptos no son leyes, sino simples consejos […]” (Hobbes, 1651/2003, 42.6, p. 411).
[37] “Ni los Jueces ni Samuel mismo tuvieron una vocación ordinaria, sino extraordinaria para el gobierno; y fueron obedecidos por los israelitas no por obligación, sino por reverencia al favor con que Dios los distinguía, manifestado en su sabiduría, valor o felicidad” (Hobbes, 1651/2003, 40.10, p. 395, énfasis nuestro).
[38] “Los soberanos cristianos […] pueden también, si les place, encomendar el cuidado de la religión a un pastor supremo o a la asamblea de pastores, y confiarles aquella potestad sobre la Iglesia, o de uno sobre otro, que consideren más conveniente, y los títulos de honor, como de obispos, arzobispos, sacerdotes y presbíteros, que consideren necesarios […]” (Hobbes, 1651/2003, 42.79, p. 454).
[39] Las corporaciones eclesiásticas tienen un estatuto equívoco. Por un lado, Hobbes (1651/2003, 22.15, p. 189) cree que debe haber un cuerpo ministerial de sacerdotes que prediquen la doctrina oficial. Es decir, se trataría de una iglesia como sistema público. Sin embargo, Hobbes admite también que pueden existir congregaciones paralelas (legales o ilegales) que escapan al dominio del Estado, o sea, sistemas religiosos privados (1651/2003, 22.26, p. 193).
[40] “Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor” (Hobbes, 1651/2003, 17.2, p. 138).
[41] Como explica Collins (2005, pp. 50-1 y 163), las fuentes en las que Hobbes fundamentaba su visión sobre la evolución de los títulos honoríficos en la antigüedad son Titles of Honor (1614) de John Selden y Germaniae Antiquae Libri Tres (1616) de Philipp Clüver.