Gente de todos los órdenes, conservadores y liberales: os están engañando las oligarquías, en pie vosotros los oprimidos y engañados de siempre, en pie vosotros los burlados de todas las horas, entre nosotros los macerados como yo […] yo os juro que en el momento de peligro, cuando la orden de batalla haya que darla, yo no me quedaré en mi biblioteca, sabed que el signo de esa batalla será para mí presencia en las calles a la cabeza de vosotros […]. Pueblo, por la derrota de la oligarquía: ¡a la carga!
—Jorge Eliécer Gaitán. (1946, abril). Campaña gaitanistas en el Teatro Municipal de Bogotá. Colombia.
El populismo está lejos de desaparecer en las discusiones académicas actuales. Sin embargo, esta permanencia dista mucho tanto de alcanzar algún tipo de consenso conceptual acerca del significado del término como de establecer un “dique” al uso indiscriminado del populismo por parte de periodistas y políticos en sus respectivos ámbitos. No obstante, lo que sí queda claro es que la debilidad de dicho término es su fortaleza: el carácter polisémico de la categoría populismo le ha permitido permanecer —desde hace varias décadas— en innumerables debates, dentro de las ciencias sociales y económicas.
Se podría agregar que esta permanencia del populismo ha tenido una reaparición considerable —especialmente en la región latinoamericana— no sólo por el llamado giro a la izquierda de muchos gobiernos latinoamericanos que, en el último decenio, han sido denominados como populistas, sino también por la actual presencia de la obra de Ernesto Laclau en el ámbito académico, que ha sido vital para lo que parece ser una necesidad de organizar conceptualmente el entorno político que se ha ido configurando en años recientes.
Efectivamente, la obra de dicho autor argentino tampoco ha logrado establecer consenso alguno frente al tema del populismo: tanto las reacciones negativas a las que su eclecticismo teórico ha dado lugar, como la aceptación acrítica de su obra —esto debido a la posición política que mantuvo frente a algunos gobiernos de la región en sus últimos años de vida y su rol en la corriente analítica que muchos creyeron que él representaba— han establecido la polémica sobre la pertinencia de sus desarrollos teóricos y propuestas práctico-políticas en general. Sin embargo, no cabe duda de que una discusión frente a los aportes laclausianos —o los aportes de cualquier autor— es estéril si se maneja desde dichos polos de lectura.
Al respecto, sólo queda afirmar que en los últimos años se ha podido corroborar que no toda aproximación de la obra de Laclau —y el uso de algunas categorías que este autor sugiere— implica per se la aceptación sin más de sus postulados, ni mucho menos una recitación casi eclesiástica de sus contradicciones. Como lo mencionamos en otro lugar, la obra de este pensador argentino tiene distintos momentos y marcadas mutaciones analíticas que hacen imposible tomar sus avances teóricos como un todo único, carente de contradicciones y redundancias. Si reincidir en los errores pasados ha sido la regla en el estudio del fenómeno populista, aquél ha tenido también —para nosotros— diversas excepciones.
En el presente trabajo deseamos resaltar las posturas críticas que sobre la obra de Ernesto Laclau han surgido desde el estudio de las identidades políticas y su relación con el populismo, para así exponer lo que entendemos como una perspectiva ampliada de lo discursivo. Procuramos también establecer una relación entre identidades políticas y el fenómeno populista, con la cual queremos mostrar —de manera hipotética— un vínculo específico entre la violencia política y el populismo, tomando como caso la discursividad gaitanista en Colombia a mediados del siglo xx.
El discurso: una perspectiva ampliada. Crítica de los aportes laclausianos para el análisis del discurso y las identidades políticas
En una nota al pie de un texto de gran importancia para nosotros, Gerardo Aboy Carlés afirma lo siguiente:
Pese a los habituales errores de interpretación en clave idealista, con [la perspectiva ampliada del discurso] Laclau y Mouffe no niegan la emergencia de hechos, antes bien, señalan que, como tal, todo hecho se constituye como un objeto de discurso. Así, la intervención rusa en Chechenia puede objetivarse desde distintas articulaciones discursivas como la legítima defensa de la integridad territorial de la Federación [rusa], el avasallamiento del derecho de autodeterminación de un pueblo o una lucha contra el terrorismo internacional. (2004, p. 100, n. 23)
El autor se refiere a la propuesta teórica de Laclau y Mouffe (1985/2004). Estos teóricos sugieren dejar de lado una definición de discurso que se restrinja a una serie de enunciados y/o el acto mismo de enunciarlos, para entender la discursividad como toda práctica articulatoria de naturaleza lingüística o extralingüística que constituye y organiza relaciones sociales mediante configuraciones de sentido: todo objeto se constituye cormo objeto de discurso, ya que ningún objeto se constituye al margen de una superficie discursiva de emergencia (Aboy Carlés, 2004, p. 100).
Ahora bien: ¿para qué nos sirve esta perspectiva del discurso? En nuestra opinión, la concepción de articulación discursiva, al permitirnos hacer referencia de manera más vasta a la constitución “de relaciones sociales mediante configuraciones de sentido”, abre la posibilidad también de retomar el concepto gramsciano de hegemonía “para explicar la constitución de toda relación social y, por tanto, de toda identidad” (Aboy Carlés, 2004, p. 103). Esta apertura del discurso fue, sin lugar a dudas, fundamental para los posteriores desarrollos conceptuales de Laclau, especialmente el construido alrededor de sus categorías de significante vacío y significante flotante.
Como lo expone Soledad Montero (2012), la influencia de los trabajos de Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes y Jacques Lacan configuraron la noción laclausiana de significante flotante. La aparición de esta categoría en Hegemonía y estrategia socialista busca dar cuenta, según la autora, “de la lógica que rige en todo proceso de articulación hegemónica”. En este sentido, elaborando una pertinente contextualización de los aportes de Laclau y Mouffe, Montero sintetiza que los significantes flotantes
Se vinculan inicialmente con los intentos por “dominar el campo de la discursividad” en torno a “puntos nodales”, en un campo sobredeterminado en el que ninguna identidad es fija ni estable. Se trata de “elementos” discursivos privilegiados que fijan parcialmente el sentido de la cadena de significante, constituidos en el interior de “una intertextualidad que los desborda” y cuya principal característica es su naturaleza ambigua y polisémica. (Montero, 2012, p. 3)
Queda claro, como lo resalta Montero, que el carácter flotante de los elementos, esto es, su no fijación estable, es la condición de toda operación hegemónica. No obstante, años después, Laclau profundizaría su interés por el significante que —gracias a diversas discusiones entabladas con Emilio de Ípola— define como tendencialmente vacío. Efectivamente, es en Nuevas reflexiones sobre la revolución en nuestro tiempo (1990/2000) que el autor argentino profundiza en el posible vaciamiento de los significantes dentro de un proceso hegemónico de configuración de sentido. Nos permitimos citar in extenso una parte importante de dicho texto:
Hay así un doble movimiento que gobierna la constitución de las identidades colectivas. Por un lado, ningún imaginario colectivo aparece esencialmente ligado a un contenido literal. Por el hecho de representar la forma misma de la “plenitud”, esta última puede ser “encarnada” en los contenidos más diversos; los significantes imaginarios que constituyen el horizonte de una comunidad son, en tal sentido, tendencialmente vacíos y esencialmente ambiguos. Pero, por otro lado, sería fundamentalmente incorrecto suponer que esta ambigüedad del imaginario tendría su contrapartida en la literalidad de las diversas reivindicaciones sociales que, en cada coyuntura histórica, dotarían al imaginario de cierto contenido. Sería incorrecto porque equivaldría a suponer que las reivindicaciones serían discursos transparentes respecto de sí mismos, cuando en realidad sabemos que su propia constitución se da a través de los espacios míticos y los horizontes imaginarios. (Laclau, 1990/2000, pp. 80-81)
Al ser pura forma y no encarnar un contenido literal estos significantes tendencialmente vacíos, funcionan —para Laclau— como materia prima ideológica; en este sentido, dicha formalidad implica “su necesario vaciamiento de contenidos concretos, con los cuales mantienen una relación hegemónica, es decir, una relación que se juega en la lucha política. De esto se deriva que toda fijación de sentido es parcial, inestable y relativa” (Montero, 2012, p. 4). Es finalmente en La razón populista (2005) donde Laclau establece una diferenciación clara entre significantes vacíos y flotantes; a los primeros los caracteriza como “momentos de estabilización, siempre precaria, de los sentidos políticos” y, a los segundos, como aquellos que “dan cuenta de las luchas políticas y semánticas por hegemonizar un espacio político-discursivo” (Montero, 2012, p. 6).
El trabajo de Montero, al que hemos hecho referencia, es cardinal para nosotros en cuanto logra concatenar la propuesta teórica de Laclau con algunas perspectivas provenientes de la lingüística, en especial los avances analíticos de Oswal Ducrot, desde la semántica argumentativa (teoría de la argumentación en la lengua). La autora, al realizar un interesante recorrido bibliográfico y analítico de la obra tanto del pensador argentino como del lingüista francés —que por cuestiones de espacio no podemos exponer detalladamente—, establece un diálogo entre la teoría polifónico-argumentativa desarrollada por Ducrot y la concepción de significante vacío de Laclau. La categoría de topos le sirve a Montero como puente conceptual para hacer dialogar a ambos autores, al mismo tiempo que sugiere algunos reparos al entramado teórico laclausiano. En efecto, para la autora:
[U]na condición esencial del funcionamiento de los significantes vacíos/flotantes es su polisemia y ambigüedad. Ahora bien: si estos son términos desbordantes de significados que se fijan parcialmente, y que pueden sufrir desplazamientos estructurales en función de las articulaciones hegemónicas, para Ducrot, en cambio, los posibles significados de las palabras o enunciados no son infinitos. Puede decirse que las palabras pueden significar muchas cosas, pero no cualquier cosa. (Montero, 2012, p. 17)
En este sentido, si bien los significantes pueden devenir vacíos, el significado que se le atribuya dependerá, en términos de Laclau, de un contexto de sedimentación que remite —o mejor, evoca— necesariamente a elementos configurados anteriormente: “Esto es, a la tradición, a los discursos ya dichos” (2012, p. 18). Si bien el fundamento de los topoï es indeterminado, la reactivación de los mismos tenderá a estabilizarse y cristalizarse en el plano de la objetividad, borrando las huellas de su institución originaria. Según Montero:
Esto destaca Aboy Carlés cuando, recuperando la idea de mito de Barthes, señala que los significantes tendencialmente vacíos remiten en realidad a prácticas sedimentadas que se reactivan, de allí que su “vaciamiento nunca sea total porque se juega en el campo donde existe una sedimentación previa”. (Montero, 2012, p. 18)
De lo expuesto anteriormente, se puede inferir que, en efecto, no existe construcción discursiva —y por ende, configuración identitaria— que tenga su basamento en una mera novedad ex nihilo; en este sentido, una determinada discursividad, o espacio ideológico-argumentativo en términos de Montero, se constituye a partir de una redefinición y apropiación de términos y significantes privilegiados preexistentes. De manera similar, Julián Melo, al preguntarse por el cómo analizar al peronismo y la forma en que este fenómeno político configuró su propio campo identitario, afirma lo siguiente:
Se trata justamente de pensar las identidades políticas como formas del entramado de aquello que sedimenta y de aquello que interrumpe la sedimentación. De modo tal que siempre podrá decirse que el peronismo supuso una novedad a la vez que implicó certeras formas de continuidad con su pasado. (Melo, 2009, p. 70)
Creemos conveniente, después de haber realizado este somero recorrido bibliográfico, que fundamenta nuestra posición frente a la concepción ampliada del discurso, profundizar en lo que comprendemos como identidades políticas, tomando como eje principal algunos reparos recientes que sobre la obra de Ernesto Laclau se han realizado. Buscamos de esta manera esbozar un aporte a la caracterización del populismo para luego establecer la relación de éste con la violencia política.
Populismo: crítica a Laclau y las identidades políticas
Como veníamos mencionando, la difusión de la obra de Ernesto Laclau y de varios autores que se inscriben en un rescate de la hegemonía como la lógica política para el estudio de los fenómenos populistas, especialmente los así llamados “populismos clásicos” (Perón, Vargas y Cárdenas en Argentina, Brasil y México respectivamente), ha puesto en evidencia las complejidades que implica el uso mismo de la categoría de populismo en el ámbito de las ciencias sociales.
No obstante, ha sido el uso reciente del populismo como categoría analítica para problematizar fenómenos políticos históricos específicos de la región el que ha permitido la superación —en mayor o menor grado— de las concepciones tradicionales y de sentido común que han imperado para definir el fenómeno populista, entre los que se encuentra, entre muchas otras lecturas que han imperado dentro de las ciencias sociales, su caracterización como una desviación antidemocrática propia de sociedades del capitalismo tardío, como fenómeno histórico específico de países latinoamericanos en el contexto de auge del modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones o como fenómeno característico de la región como un estilo político de líderes carismáticos que, incluso en los últimos años, han logrado movilizar electoralmente masas inconformes con la política partidista tradicional.
De manera más reciente, enfoques centrados en la sociología política y continuadores de los aportes de Ernesto Laclau y sus diversas discusiones sobre el populismo han logrado establecer al fenómeno populista como un proceso alejado de una contextualización histórico-económica específica para ser entendido como una lógica política que trata de lidiar con lo que —para nosotros— es una de las tensiones políticas por excelencia: la tensión entre la parte y el todo, entre la plebs y el populus. En efecto, como lo presenta Pierre-André Taguieff (1996), la noción de pueblo alberga en su interior aquella escisión entre una parte de la comunidad (plebs) y los miembros de lo social en su conjunto (populus). Esta relación entre la parte y el todo permite preguntarse por las distintas formas en que se puede procesar dicha tensión en una configuración discursiva, es decir, en la construcción de identidades políticas. En un trabajo que profundiza sobre este tema, Aboy Carlés (2013) propone una tipología preliminar de las diversas formas en que la gestión de la tensión plebs/populus toma forma en relación con las identidades políticas y los tipos de identidades políticas populares posibles.
Al tener en cuenta la relación problemática planteada por Laclau entre las lógicas de la diferencia y de la equivalencia, Aboy Carlés realiza ciertos reparos a la preeminencia de lo equivalencial en la teoría laclausiana, especialmente en lo que tiene que ver con la afirmación sin más de una tendencia ineluctable de toda identidad a su “expansión” dentro del todo social. Lo que busca resaltar Aboy Carlés es la obliteración que hace Laclau sobre la intensidad —o “intensión”— de las identidades mismas; en otras palabras, Laclau pareciese pasar por alto el hecho de que no todas las articulaciones identitarias pretenden expandirse al todo comunitario, esto es, que no toda plebs busca per se ser populus.
Para Aboy Carlés, las identidades populares, como un tipo de solidaridad política que constituye un campo identitario común de quienes se consideran como negativamente privilegiados frente a un orden vigente específico, tienen diversas formas de procesar la tensión identitaria que albergan; de allí que se desprendan tres tipos de identidades populares: las identidades totales, que podrían resumirse como la pretensión de una parte de la sociedad que se considera la totalidad legítima y, por lo tanto, decide reducir de manera violenta el todo comunitario a su imagen y semejanza (“la reducción violenta del populus a plebs”); las identidades populares parciales, las cuales no tienen pretensión alguna de conversión —de la plebs en populus—, esto es, como el caso de las Black Panthers, la permanencia voluntaria de una identidad diferenciada y cohesionada intensivamente frente al todo comunitario partiendo de un establecimiento radical de su antagonismo (2013, pp. 21-33). Por lo tanto, si las identidades totales se basan en la eliminación o expulsión de su alteridad y las parciales en la exclusión de lo heterogéneo dentro de su propio campo identitario, un tercer tipo de identidad, las identidades populares con pretensión hegemónica, son las más comunes dentro del orden democrático liberal ya que “suponen tanto la negociación de la propia identidad como la conversión de los adversarios a la nueva fe” (Aboy Carlés, 2013, p. 34; el resaltado es nuestro).
La porosidad de las fronteras que estas últimas identidades establecen frente a sus adversarios hace que no exista un enemigo irreductible ni un espacio identitario común cuya extrema cohesión no permita la inclusión y exclusión constante de su alteridad. Como se puede inferir del argumento de Aboy Carlés, en este último tipo de identidad es que se enmarcan las identidades populistas. Para el autor, la construcción identitaria del populismo se caracteriza por la inestable fluctuación entre el hegemonismo (pretensión a unificar lo social a partir de la exclusión del campo opositor) y el regeneracionismo (la conversión del adversario en partidario). En este sentido, Aboy Carlés concluye que los fenómenos populistas, contra las usuales críticas que se le imputan, “mantuvieron un inerradicable elemento pluralista que es característico de su gestión pendular entre ruptura y la integración, entre la representación de la plebs y la representación del populus. Una y otro, jamás acabarían por fundirse” (2013, p. 39).
Desde las identidades políticas se entiende el fenómeno populista como una forma específica de procesar la tensión constante entre exclusión/inclusión al interior del propio campo identitario —de un nosotros y un ellos— y el doble movimiento inacabable entre fuerzas reformistas y fuerzas tendientes al orden inherente en toda identidad política. En palabras de Aboy Carlés:
El populismo constituye una forma particular de negociar esa tensión entre la afirmación de la propia identidad diferencial y la pretensión de una representación global de la comunidad política. Así, las identidades populistas emergen como una impugnación al orden institucional existente, como la encarnación de un supuesto “verdadero país” frente a un orden y unos actores que son devaluados al nivel de una mera excrecencia irrepresentativa. (2005a, p. 6)
La insistencia de Aboy Carlés entre este constante movimiento entre la ruptura y el orden, toma distancia con las caracterizaciones meramente rupturistas del populismo que, como lo destaca Francisco Panizza, parecen insuficientes para entender la complejidad del fenómeno. En este sentido, los aportes teóricos de Julián Melo son pertinentes.
De manera reciente, y retomando los avances de sus trabajos previos (2009), Melo considera lo populista como una “articulación de diversos espacios en un campo identitario singular” donde se configura un sujeto que al mismo tiempo es redentor y redimible en cuanto es desafiante del poder vigente y es, también, el potencial representante de un nuevo orden comunitario (2013, p. 76). Es así como el establecimiento de efectos de frontera o de ruptura política —la creación del pasado ignominioso— va de la mano de la configuración de un sujeto-pueblo redentor que se propone como salvación, como creador de un futuro promisorio.
Al retomar las estipulaciones sugeridas por Melo y Aboy Carlés, el modelo populista podría ser —por así decirlo— caracterizable en los siguientes rasgos: a) fundacionalismo (abruptas fronteras); b) hegemonismo (representación de la nación toda, del “verdadero país” con una débil —pero existente— tolerancia); c) regeneracionismo (la inclusión-exclusión del oponente legítimo; esto es cuando el “enemigo nunca es plenamente enemigo”); d) la presencia de oposiciones bipolares (la no confluencia del carácter reformista y el carácter conciliador de su discursividad); y e) la beligerancia en la ciudadanía y las instituciones, esto es, la relación conflictiva entre beligerancia de la participación y el normativismo de la democracia liberal (Aboy Carlés, 2014, pp. 36-44).
Si bien creemos que la anterior tipología es, sin duda, valiosa para comprender al populismo desde una perspectiva ampliada del discurso y, por ende, para el entendimiento del fenómeno desde las identidades políticas, los rasgos ya mencionados podrían estar dejando en la superficie un problema importante: el de la relación entre populismo y violencia, entendida en términos de las ya mencionadas identidades totales, esto es, la toma violenta del populus por parte de la plebs: la eliminación u ostracismo de la alteridad. Desde nuestra perspectiva, una posible profundización de dicha relación se podría evidenciar con mayor claridad si se tienen en cuenta tanto las consideraciones teóricas más recientes que sobre el antagonismo se han desarrollado, como también el contexto histórico-político colombiano, tomando al gaitanismo como caso a estudiar.
Antagonismo y enemigo. El control inestable de la beligerancia como elemento clave en la caracterización del populismo
En un texto reciente, Martín Retamozo y Soledad Stoessel (2014) consideran que, en la obra de Laclau la construcción conceptual del antagonismo ha tenido tres registros: el primero es el del campo de la ontología de lo social; el segundo, como un deslizamiento del plano ontológico hacia el de la producción de fronteras antagónicas, esto es, en la conformación del conflicto político: “Una manifestación del recuerdo de la contingencia, una muestra de que el orden social no es natural”; y el tercer registro, complementario tanto del primero como del segundo, es el de las identidades políticas, en el cual la existencia del otro pone en cuestión la identidad plena y es a la vez su condición de posibilidad identitaria; en palabras de los autores:
Antagonismo adquiere otro carácter si se concibe como categoría para pensar la conformación de las identidades políticas ligado a la negación como proceso sociohistórico que se constituye como locus de un proceso de subjetivación. (Retamozzo y Stoessel, 2014, pp. 25-26)
Por lo tanto, si el antagonismo es entendible como tipo de subjetivación, éste opera partiendo de la producción de fronteras que, al establecer una falta o daño, da forma a una alteridad antagónica:
El antagonismo —concluyen los autores— produce una repolitización de la sociedad a partir de un acto de subjetivización e introduce un conflicto en y por el ordenamiento. Esta operación implica instalar una demanda en el espacio público y definir relaciones con los otros, entre ellos el enemigo. (Retamozzo y Stoessel, 2014, p. 30; el resaltado es nuestro)
Ahora bien, volviendo una vez más a la tipología que Aboy Carlés hace de las identidades políticas populares, es claro que en las tres está presente una configuración antagónica frente a la alteridad; esto es, que en cada una se encuentra presente una formación de un sujeto popular frente a un enemigo específico. Sin embargo, es la forma en que se procesa esta alteridad, cómo se incluye o no a ésta dentro del campo de solidaridad identitaria, lo que finalmente determina los distintos caminos que toma la subjetivación popular. En dicha tipología, como bien lo advierte su autor, “el principio de escisión” es en mayor o menor medida acentuado dependiendo de cada una de las identidades (Aboy Carlés, 2013, p. 24); en el caso de las identidades populistas, como parte de las de pretensión hegemónica, su principio de escisión frente al adversario tiene la porosidad suficiente como para permitir la conversión del mismo; lo que en otros términos significa que su particular establecimiento de fronteras antagónicas permite la transformación e intercambio en el tiempo del enemigo que ésta identidad pueda establecer.
Para nosotros se hace evidente que uno de los intereses principales que Aboy Carlés tiene al plantear la división entre identidades totales y las de pretensión hegemónica —caracterizando, como ya se ha dicho, a las populistas como parte de éstas las últimas— es poner de relieve el carácter irreductiblemente democrático del populismo, o si se quiere, evidenciar que el fenómeno populista está más alejado de los procesos totalitarios de lo que usualmente se cree. Es por esto que para dicho autor los procesos políticos populistas harían parte de la tradición democrática propia de la región. Este rescate del componente democrático nos parece innegablemente esencial para superar las caracterizaciones del populismo como procesos estrechamente relacionados con el nacional-socialismo o el fascismo.
No obstante, delimitar sin más al populismo dentro de los causes de los procesos identitarios con pretensión hegemónica podría dejar de lado ciertos elementos totales —mas no totalitarios— que la configuración populista puede llegar a poseer más allá de que su lógica primaria no sea la violencia física (eliminación física de la alteridad) como tal. En este sentido, nuestra hipótesis sostiene que si bien la gestión identitaria populista tiene una lógica pluralista suficiente para que el enemigo pueda ser regenerado y eventualmente incorporado al campo propio de solidaridad, también podríamos encontrar en el populismo ciertos rasgos discursivos en los cuales sus efectos de frontera se erigen con grado bastante reducido de porosidad. Reducido e inestable, pero —en efecto— existente. Esto se entiende cuando se reitera que los así llamados populismos clásicos estuvieron en medio de las “aguas turbulentas de la polarización” (Aboy Carlés, 2013, p. 40). Para nosotros, dicha polarización no solo es beligerancia de la ciudadanía y/o de las instituciones, sino que es la forma misma de incluir elementos de identidades totales a la gestión identitaria populista.
En efecto, el tipo de intervención populista es, como dice Melo, un discurso que “no se puede domesticar a sí mismo” (2009, p. 65), donde su grado de beligerancia es tal que su configuración antagónica tiene un limitado margen de contrición o, para ponerlo en términos coloquiales, tiene poca capacidad de “retirar lo dicho”. Sin embargo, lo que sí logra domesticar la configuración identitaria populista es su particular interpelación a la erradicación del adversario político. De esta manera, creemos que, si bien el populismo tiene como lógica imperante la transformación hegemónica y siempre incompleta de la plebs en populus, su nivel de beligerancia discursiva contiene elementos que interpelan en dirección a la toma violenta por parte de la plebs del todo comunitario. En este orden de ideas, un rasgo complementario de la caracterización del populismo podría ser el inestable control del llamado total a erradicar su alteridad.
Pese a lo anterior, dar una respuesta contundente a cómo opera este mecanismo de domesticación de la violencia excede las pretensiones de este escrito. Por lo pronto creemos que es dentro del marco de aquellos significantes que cuestionaron y resignificaron (evocando y, al mismo tiempo, reconstruyendo un significado innovador) la tradición democrática donde se establecieron ciertos diques a las manifestaciones violentas presentes en la discursividad populista. En este orden de ideas, nos gustaría exponer algunas consideraciones sobre el caso del gaitanismo en Colombia para sostener —de manera preliminar— la hipótesis que este texto sugiere.
Populismo y violencia política. El gaitanismo colombiano
Conscientes de estar obliterando múltiples lecturas que sobre el gaitanismo han existido en las ciencias sociales de Colombia y la región en general, nos gustaría centrarnos en la interesante propuesta analítica del historiador francés Daniel Pécaut sobre del fenómeno gaitanista. En su obra de 1987 y en trabajos posteriores (2001) este intelectual francés analiza dicho proceso político colombiano como una forma de populismo con características muy diferentes a otros populismos dados en Latinoamérica. En Orden y violencia, nuestro autor parte de caracterizar al populismo como un proceso político en el que se pone en juego una serie de parejas de oposiciones y de las cuales no existe síntesis posible; en este sentido, el populismo tiene —según el autor— la aptitud para fundamentarse en lo contradictorio: “La imposibilidad de síntesis hace ciertamente poco seguro el rumbo del populismo, pero es también lo que lo hace irresistible” (Pécaut, 1987, p. 372).
Para el autor europeo, la síntesis imaginaria —ilusoria— de estas parejas de oposiciones tiene lugar en el papel del líder populista. Entonces, la existencia de Gaitán como conductor del gaitanismo y su discursividad —entre 1944 y 1948 específicamente— es el factor que permite la persistencia del movimiento en su ambivalencia. Cuando el líder es asesinado o desaparece, sostiene Pécaut, el sujeto pueblo queda como una simple fuerza ciega ya que Gaitán era el catalizador del potencial autodestructivo del gaitanismo. Gaitán mantenía la ilusión de un adversario que, en ausencia del líder, quedaba completamente desdibujado. En este sentido, Pécaut concluye que el populismo alimenta, a pesar suyo, “la marcha hacia la violencia” (1987, p. 485).
Esta relación entre gaitanismo y violencia es profundizada por el autor varios años después. Al pretender una profunda exposición del vínculo entre el populismo y el largo conflicto armado en Colombia, Pécaut considera que hay tres formas de establecer la relación entre el fenómeno gaitanista y la violencia política: la primera, es el efecto directo de la retórica de Gaitán en el uso tanto de las oposiciones sin síntesis como de su definición particular de pueblo: las oposiciones construyen lo social como puras relaciones de fuerza y el pueblo gaitanista es configurado como pura energía sin status político —sin autonomía—; la segunda relación es la forma en que Gaitán mantuvo la división amigo-enemigo que rige en una sociedad políticamente dividida —conservadores y liberales, en el caso colombiano—; y tercero, la violencia se convierte en la réplica del establishment frente al espectro del populismo, esto es, que la represión se fundamentó como la forma predilecta de control social por parte de la dirigencia colombiana (2001, pp. 71-72). En este sentido, la relación entre populismo y violencia es establecida por Pécaut como la beligerancia inherente del gaitanismo que al desaparecer o truncarse por el asesinato del líder, da rienda suelta a la eliminación física del adversario. Al respecto, el autor afirma:
Más que el populismo, es su fracaso, su desvirtuamiento por la clase política, aun su imposibilidad estructural, lo que da libre curso a la violencia […]. Aunque crónica, la violencia no amenaza el poder de los gremios, ni el mantenimiento de un modelo de desarrollo ortodoxo y no igualitario, ni la hegemonía de los partidos tradicionales. El populismo parece mucho más inaceptable. (2001, p. 73)
Es indudable que el análisis de Pécaut es de gran ayuda para entender cómo se ha comprendido el gaitanismo durante las dos últimas décadas del siglo xx en la academia latinoamericana. Sin embargo, no creemos que sea la indecisión o reticencia de Gaitán a configurar al pueblo como sujeto político autónomo que desemboca —dada la muerte de este líder— en la revuelta insustancial de una masa acéfala. Es, más bien, la fluctuación entre oposiciones irreconciliables la que permite una tensión controlada de la beligerancia. En otros términos: es la domesticación pluralista del grito de guerra (¡a la carga!) la que permite entender al gaitanismo como una configuración identitaria populista que, al tiempo que mantiene interpelaciones discursivas propias de una identidad total, se constituye como una identidad con pretensión hegemónica, siendo ésta dualidad su tensión constitutiva y la marca de su propia precariedad como proceso político de largo aliento. De manera preliminar, creemos que dicha domesticación se establece gracias a la resignificación de ciertos significantes privilegiados de la tradición democrática colombiana por parte del proceso gaitanista, lo que configuró una frontera política donde el llamamiento a la democracia y las referencias al país nacional como verdadero país, entre otros, fueron determinantes.
Para dar muestra de lo anterior, nos gustaría proponer a continuación dos ejemplos significativos de la discursividad gaitanista.
Quince días antes de las elecciones presidenciales del 5 de mayo de 1946, Gaitán dio un discurso en el contexto de su campaña desde la disidencia del partido liberal —campaña con el lema “Por la Restauración moral y democrática de la República”. En esta intervención, conocida posteriormente como “El país político y el país nacional”, Gaitán inicia preguntándose por la pugna y posterior unión de sectores liberales y conservadores que, en apariencia, han parecido siempre irreconciliables. Según Gaitán, las distintas coaliciones políticas entre los sectores dirigentes de ambos partidos han creado una “tragedia de las contradicciones” en la cual se habla de la eliminación de las fronteras partidistas y, al mismo tiempo, se le invita al pueblo a odiar sus adversarios: “No hay fronteras, les repiten [a los militantes], pero los incitan renglón seguido a que se odien los unos a los otros” (1968, p. 421). Al respecto, Gaitán considera que hay una división entre el país político y el país nacional; el primero preocupado por la mecánica electoral y por el poder; el segundo, por sus necesidades básicas. Ambos países tiene rutas distintas y contradictorias y, afirma el líder liberal, en una nación donde rige el país político a espaldas de los intereses nacionales es porque se ha instaurado un régimen oligárquico (1968, p. 423). Como se desprende de lo anterior, Gaitán se considera —al mismo tiempo— dentro y representante del país nacional: “Somos una rebeldía contra la ignominia” (1968, p. 426).
En el discurso al que hacemos referencia, más allá de su determinismo biologicista para dar cuenta de la existencia de la oposición, Gaitán considera que “toda creación es obra de insatisfechos”. Frente a este poder que crea insatisfacción, sólo queda la oposición radical del país nacional. Afirmaba Gaitán:
Tenemos distintos criterios al del país político y es en este sentido que estamos enfrentados con él. Pertenecemos al país nacional que va a combatir contra el país político […]. Se piensa que el fraude, a la manera del que se suele cometer, va a dar la victoria a nuestros adversarios? [sic] Pues tenemos que declarar que el fraude y la coacción son un delito y que contra el delito sólo hay una cosa que no es ni puede ser permitida: someterse al delito! [sic]. (1968, p. 428)
A continuación, en el discurso de Gaitán, se hace evidente la torsión que queremos resaltar; si en un inicio este líder denuncia el paradójico contraste entre, por una parte, la división violenta de los militantes liberales y conservadores frente, por otra parte, a los pactos cómplices de la dirigencia bipartidistas, el llamado a la lucha contra ese país político que no representa los intereses del país tiene que permanecer dentro de los cauces de la pugna política de la democracia liberal. Al respecto, Gaitán cierra su discurso de la siguiente manera:
Para el país político la política es mecánica, es juego, es ganancia de elecciones […]. Para nosotros es destino. En esta lucha estamos y estaremos. Nadie puede detenernos […]. Nuestro movimiento es lucha de hombres que quieren redimirse y tienen fuerzas para ello. Porque nos sentimos capaces de esa lucha; porque no tenemos odios; porque respetamos personalmente a nuestros adversarios y a los que no piensan en nosotros, estamos y queremos estar en esta batalla de perfil nacional. Nuestra lucha es pacífica. (1968, p. 429)
Llamado a la paz que, sin embargo, cierra con el famoso grito de guerra del gaitanismo:
Pueblo: por la restauración moral de Colombia: ¡A la carga!
Pueblo: por la Democracia: ¡A la carga!
Pueblo: por la Victoria: ¡A la carga!
El segundo ejemplo histórico que queremos exponer en el presente trabajo es la conocida “Marcha por el silencio”, un acto multitudinario que tuvo lugar en Bogotá el 7 de febrero de 1948, casi dos meses antes del asesinato de Gaitán. “El tribuno” —como se le conocía comúnmente a este líder liberal— había convocado una multitudinaria manifestación en la plaza de Bolívar, cerca del palacio presidencial, para exigirle al presidente conservador Mariano Ospina Pérez el control de la violencia rural contra los liberales, que había empezado desde el regreso del partido conservador al poder ejecutivo. En este acto, Gaitán pronunció un discurso que sería conocida posteriormente como “La oración por la paz”. En pocos minutos, Gaitán se refirió a la necesidad de frenar la violencia conservadora de la que los militantes venían siendo víctimas; dirigiéndose al presidente de la república, el jefe del liberalismo —desde 1947— deseaba hacer gala de la fuerza latente en las masas gaitanistas: la marcha, multitudinaria al punto de llenar la Plaza de Bolívar, se había desarrollado en un inesperado silencio y donde los militantes asistentes estaban vestidos de negro, izando banderas del mismo color. Esta latencia del liberalismo y del gaitanismo era así expresado por el propio Gaitán:
Señor Presidente: […] debéis comprender de lo que es capaz la disciplina de un partido, que logra contrariar las leyes de la sicología colectiva para recatar la emoción en su silencio, como el de esta inmensa muchedumbre. Bien comprendéis que un partido que logra esto, muy fácilmente podría reaccionar bajo el estímulo de la legítima defensa. (1968, p. 506)
En este sentido, la referencia que hace Gaitán de su movimiento como un de dique frente a la reacción violenta es incuestionable. El gaitanismo es, según la palabra de Gaitán, la forma más refinada de controlar un despliegue de eliminación de la alteridad –en este caso, frente a los atropellos conservadores–, y que, a su vez, al no ver mejoría en su contexto de violencia, podría reaccionar de forma implacable. Si el gaitanismo se establece como dique de la violencia identitaria, para Gaitán ese pacifismo tiene un límite bastante frágil. Así se pone en evidencia que la amenaza de elementos identitarios totales no deja de estar presente, sí, pero de una manera controlada. Controlada, decimos, en tanto que —según este ejemplo— el caudillo liberal hace un llamamiento al desarrollo de la contienda política de manera pacífica. Decía Gaitán:
Amamos hondamente a esta nación y no queremos que nuestra barca victoriosa tenga que navegar sobre ríos de sangre hacia el puerto de su destino inexorable […]. Os pedimos una pequeña y grande cosa: que las luchas políticas se desarrollen por los cauces de la constitucionalidad. No creáis que nuestra serenidad, esta impresionante serenidad, es cobardía! [sic] Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes […]. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la libertad de Colombia! (1968, p. 507)
A manera de conclusión
A principios de la década de los cincuenta del siglo pasado José Antonio Osorio Lizarazo, escritor y militante gaitanista, escribía —en una de las tantas biografías apologéticas que sobre Gaitán se redactaron después de su asesinato el 9 de abril de 1948— lo siguiente:
Durante mucho tiempo el pueblo esperó en vano que Gaitán lo lanzase “a la carga” para restaurar la justicia y realizar una revaluación humana de los humildes. Pero Gaitán vaciló y vaciló hasta que llegaron tres proyectiles y cerraron el paréntesis. Entonces subsistió solamente el alarido “¡a la carga!” y ya no estaba la voluntad predominante para refrenar los ímpetus ni las represalias. Ya el dique quedaba abierto y era tarde para contener el torrente desmesurado. (1952/1998, p. 298; el resaltado es nuestro)
Para Osorio Lizarazo —como también para Pécaut—, Gaitán vaciló en su radicalidad, atemperando su beligerancia al punto de que su muerte significara —para estos autores— el estallido de una cólera acéfala por parte de las masas liberales. Sin embargo, para nosotros, en contraste de esta nostalgia por lo que pudo haber faltado (radicalidad) en el gaitanismo, percibimos en la beligerancia atemperada, dentro de un terreno de polarización que hacía del movimiento político un proceso frágil y fluctuante, un rasgo a tener en cuenta para realizar una caracterización general de los procesos populistas tanto en Colombia como en la región latinoamericana.
De esta manera la problemática del populismo quedaría planteada al interior de una compatibilidad —relativamente armónica e indecidible— entre la configuración del enemigo y el modelo adversarial como resolución de los antagonismos (Retamozo y Stoessel, 2014, p. 31). La insistencia de entender al populismo —contra las lecturas que reviven el sentido común que remite el significante— como una vertiente insoslayable de la tradición democrática latinoamericana, permite insistir en la defenestración total del uso peyorativo del significante populista. En este orden de ideas, creemos pertinente mantener en discusión la forma en que el populismo mismo procesa su propia alteridad y así seguir indagando acerca de las diversas formas en que las identidades políticas construyen y procesan su alteridad, esto es, la forma en que gestionan la tensión plebs/populus.
En síntesis, insistimos en que si bien el discurso populista no puede controlar su propia fractura oscilando entre orden y ruptura, dicho discurso sí logra controlar una cosa: su latente despliegue violento o total. Por ende, y resaltando el contexto político colombiano, creemos que la emergencia de identidades populistas en Colombia se dio como forma alternativa de configurar identidades políticas en un país reticente a erradicar/excluir la eliminación de la alteridad identitaria como lógica de la pugna política. En definitiva, dejamos para la discusión e investigaciones posteriores demostrar la pertinencia de la hipótesis central que hemos querido exponer en este trabajo: la resignificación de significantes propios de la tradición democrática es lo que permite la domesticación populista de la violencia.
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