El Hobbes de Schmitt, el Schmitt de Hobbes
Schmitt’s Hobbes, Hobbes’s Schmitt
Étienne Balibar
Universidad de París X, Francia
Trad. Gonzalo Ricci Cernadas
Resumen El presente artículo, originalmente un prefacio a la edición francesa del opúsculo de Schmitt El Leviathan en la teoría del Estado de Thomas Hobbes, realiza un análisis crítico que no sólo pone en contexto susodicha obra de Schmitt, sino que también se pregunta por la apropiación que el alemán ha hecho de Hobbes, quien se ha vuelto para aquél un faro teórico a lo largo de toda su vida. Así, se emprende una reconstitución respecto de lo que la figura de Schmitt mismo ha significado para la teoría y filosofía política en los últimos años junto con la coyuntura en la que se encontraba inmerso, para luego desarrollar cómo Hobbes aparece examinado en esta obra de Schmitt. En efecto, la lectura de Schmitt no es para nada inocente, y la propincuidad del autor de El Leviatán a la posición schmittiana en ciertos puntos le habría servido a Schmitt para utilizar a Hobbes como una mera herramienta estratégica en el refuerzo de sus propias proposiciones. Ahora bien, que Hobbes haya sido exitosamente apropiado por la lectura de Schmitt o no, ése es el quid que el presente artículo intenta dilucidar.
Palabras clave Schmitt; Hobbes; Mito; Símbolo; Interpretación.
Abstract This article, originally a preface to the French edition of Carl Schmitt’s book The Leviathan in the State theory of Thomas Hobbes, displays a critical analysis that not only puts the above work in context, but also raises a question about Schmitt’s appropriation of Hobbes, an author who was considered a beacon of light by the former during his whole lifetime. Thus, the article undertakes a reconstitution of Schmitt´s relevance for Political Theory and Philosophy in recent years, and then develops the way Hobbes was analysed in Schmitt´s essay. The interpretation of the Jurist is not innocent at all, and the propinquity to the English author in some issues could have allowed the former to reinforce his own arguments by using the latter as a mere strategic tool. The key question the article tries to elucidate is whether this re-appropriation was successful or not.
Key words Schmitt; Hobbes; Myth; Symbol; Interpretation.
Recibido received 02-09-2015
Aprobado approved 20-10-2016
Publicado published 20-12-2016
Nota del autor y del traductor
Étienne Balibar, Departamento de Filosofía, Universidad de París X, Francia.
Gonzalo Ricci Cernadas, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Argentina.
El texto que aquí se reproduce es una traducción de “Le Hobbes de Schmitt, le Schmitt de Hobbes” en Violence et civilité (2010, pp. 323-382). El traductor agradece al profesor Étienne Balibar quien ha gentilmente autorizado la traducción de este texto y ha gestionado su autorización para su publicación en la presente revista. Asimismo, da las gracias a Joanna Delorme de Editions Galilée por su autorización para la traducción y la publicación.
Luego, destaca la inestimable ayuda de Ricardo Laleff Ilieff, quien ha revisado varios apartados de esta traducción. Por último, agradecer a Facundo Casullo, Juan Ignacio Fernández, Octavio Majul Conte-Grand y Oscar Palancares, quienes han sometido a una minuciosa revisión fragmentos de esta traducción.
Correo electrónico:
Las Torres de Lucca, Nro. 9, Julio-Diciembre 2016, pp. 201-259. ISSN-e .
¿Leer, estudiar a Schmitt?
Un rumor recorre el microcosmos universitario: he aquí una nueva y poco recomendable alianza que habría sido gestada entre una parte de los intelectuales de izquierda (en sus variantes “izquierdistas”, “marxistas”)[1] y ciertas corrientes del pensamiento de extrema derecha, confesamente más o menos nostálgicas del “nuevo orden europeo” de los años 1940. El intermediario de este desafortunado encuentro: Carl Schmitt, el jurista alemán de siniestra reputación, o al menos su obra, elevada luego al rango de “gran filosofía política”. Y, detrás de ella, la fascinante figura de un individuo que se presentó ante su juez de Núremberg como un “aventurero intelectual”, un hombre del riesgo del pensar (cf. Doremus, 1982, p. 637; Schmitt, 2000). Eso es lo que se llama la moda schmittiana, el entusiasmo por Schmitt. ¿Las consecuencias? Una contestación neoromántica del liberalismo, del racionalismo, de los principios del Estado; una rehabilitación disimulada del modo de pensamiento totalitario, cuando la memoria de las experiencias trágicas del siglo xx tiende a obscurecerse y que, con el orden democrático y liberal, aparecen como facetas sombrías de ahora en adelante; y, para terminar (o acaso sea necesario comenzar por ahí), un recrudecimiento del antisemitismo en sus formas científicas (preparando otras o contribuyendo por adelantado a legitimarlas).
Y las lecciones de la historia, las señales de tormenta. ¿Sabemos bien lo que hacemos al traducir “intensamente” a Schmitt? Al complementarlo, al hacerlo leer por los estudiantes, al discutir sus tesis, al buscar en sus filosofemas (la “decisión”, la “soberanía”, el “estado de excepción”, la “división amigo-enemigo”, la oposición de la “legitimidad” y de la “legalidad”, el “poder constituyente”) las premisas de una nueva elaboración de la política, ¿sería ésta una intención opuesta a la suya? ¿Sabemos bien que Schmitt —más que Heidegger (que hizo tomar afiliación al partido nacionalsocialista a Schmitt) y más eficazmente que él— adhirió al entusiasmo del nazismo y se hizo el instrumento de su legitimación en el terreno jurídico? ¿Sabemos que, en sus funciones universitarias y administrativas, fue un activo promotor de la depuración? ¿Sabemos que luego de 1933 justificó ciertos crímenes del Estado del nuevo régimen en nombre del derecho y la capacidad superior del Führer de distinguir entre el amigo y el enemigo interior del Reich?[2] ¿Sabemos que escribió páginas de antisemitismo declarado, no solamente antes, sino que después de 1945, en lo que presentó como una meditación sobre lo trágico de la historia, que habría experimentado las vicisitudes en su espíritu y en su cargo?[3] ¿Sabemos que no fue solamente un “conservador”, un “tradicionalista”, un admirador del pensamiento contrarrevolucionario, sino que buscó construirse una posteridad espiritual y política, que abarca la mitad del siglo a todas las tentativas de arruinar la democracia, o de asesinarla, en relación con una tradición neofascista que va de la España franquista hasta el Chile de Pinochet, y de las ideologías de la “Nueva Derecha” francesa hasta las del Vlaamsblok, siendo uno de sus mentores?
Lo sabemos. Y del hecho de saber esto no se saca, o, en todo caso, yo no saco la conclusión que uno debe abstenerse, tomar los textos con pinzas o expurgarlos, sino al contrario, leerlos y releerlos, analizarlos, discutirlos. En el peor de los casos: el menos equívoco, el más equívoco. Porque se trata de uno de los pensamientos más inventivos, más provocadores, más representativos del siglo xx. Y esto es lo que causa problema. Al huir de ese problema, al multiplicar los conjuros disuasivos, nos condenamos a la más grande necedad, a la peor de la impotencia en las desgracias de una historia que —a fuerza de convenir— no es finita.
A las tentativas de intimidación yo podría contentarme con oponerles los argumentos clásicos: el de la libre investigación, el del beneficio que hay al “conocer al enemigo”. Yo creo que son sin embargo insuficientes.[4] La libre investigación, seguramente, y por consecuencia las condiciones materiales que ella necesita (y que hace parte singular la puesta a disposición de los escritos), así como el riesgo específico que se acompaña de esto (el de abrir a la influencia de los enemigos de la libertad los espacios de libertad que ellos no conceden jamás), forma una condición del pensamiento, diría de la inteligencia, cuyo desconocimiento da lugar, bajo nuestros ojos, a la necedad, el conformismo, la intolerancia, la autodestrucción. Pero es puramente formal, sin prescribir ningún interés particular. Al “boicot” retrospectivo, que los espíritus débiles toman por un acto de moral política, ella solo opone una suerte de utopía de la comunicación universal.
La necesidad de conocer al enemigo aplica una regla estratégica en el campo intelectual. Ella nos recuerda útilmente que la teoría o el discurso son también fuerzas, actuando en la historia: no solamente en su coyuntura, sino con posterioridad, lo que en un sentido quiere decir que no hay jamás “neutralización” de la teoría. Pero ella también, si lo pensamos bien, es formal, porque en un tiempo dado cada uno tiene su “enemigo”, a menos que fijen los criterios absolutos, las líneas simples de demarcación. Ahora bien, éstas cesan de ser evidentes desde el momento en que las apuestas del pensamiento aparecen, que sobrepasan el nivel de propaganda. Es su trazo lo que ahora se trata de definir. La cuestión fundamental no es conocer las astucias del enemigo, sus puntos fuertes y débiles, sino de saber quién es “enemigo”, en qué sentido, y por qué. Brevemente, es la categoría misma de enemigo, como dijimos recién con la de libertad, la que ocasiona un problema (y desde este punto de vista, precisamente, Schmitt no es un buen maestro). No es en tanto que enemigo que leemos al divino Platón, y sin embargo la crítica antidemocrática que penetra toda su obra no ha cesado de extraviar a los filósofos en una denuncia de la “opinión” y del “debate” que va hasta la violencia, y justificaría todas las precauciones educativas. Inversamente, leemos los escritos de Hitler o Rosemberg como delirios de la identidad, de los protocolos del odio y de los programas de exterminación cuya nocividad persistente expresa la potencia paradojal de la negación del pensamiento.[5] En un cierto punto situado entre Platón y Hitler, leemos Heidegger o Schmitt porque sus obras testimonian la incerteza absoluta de las relaciones entre la teoría, la política y la ética. ¿Pero en qué punto exactamente?
A los argumentos de libertad de investigación y del conocimiento del adversario, cuya utilidad ha durado poco en el caso que nos ocupa, pienso que hace falta preferir otros dos, además estrechamente ligados. Primero, el de la coincidencia de los extremos, y luego el que concierne al lugar del nazismo en la historia europea.
Que “los extremos se tocan” es una vieja idea, menos simple de lo que parece, que hizo a la fuerza y los límites de la teoría del totalitarismo, y que se aplica aquí directamente. Sabemos que Schmitt ha propuesto muchas ilustraciones, desde la relación establecida por sus primeros textos entre la institución revolucionaria de la “dictadura” de salud pública y la necesidad para el soberano de “decidir sobre la situación de excepción” de preservar el Estado en detrimento del derecho positivo (2013a, 2009), hasta el estudio de las guerras de guerrillas del siglo xx en tanto que síntomas de la emergencia de un nuevo orden internacional de la paz y de la guerra (nomos de la tierra) luego del hundimiento del ius publicum europaeum fundado en la primacía de los Estados nacionales (2013b), pasando por el análisis de las analogías entre los dos grandes mitos políticos de masas de la historia contemporánea: el mito proletario (la huelga general soreliana, la revolución de los Soviets) y el mito nacionalista (cuya “marcha sobre Roma” de Mussolini ilustra, a sus ojos, la propia potencia) (2008).
Importa tomar conciencia del hecho de que esta idea, sea bajo la forma de una exposición de los temas comunes a los “extremos” (por ejemplo, la crítica del formalismo jurídico), sea bajo la forma de un estudio de los efectos de imitación que son producidos entre los movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios, no es propiedad de ninguna ideología: la encontramos, en efecto, tanto en los autores liberales como en los socialistas o conservadores. Su fuerza, me parece, no viene tanto de la simetría que establece entre sus adversarios de los cuales cada uno ha visto en el otro la representación del “mal”, lo que no les impide pedirse prestado entre ellos las formas políticas y los métodos de represión y, si fuese necesario, de colaborar momentáneamente. Ella viene, más bien, de que tal confluencia de extremos pone en evidencia la represión que afecta intrínsecamente la constitución republicana “moderada” fundada sobre la división de poderes, el orden liberal o, como dijimos antes, la democracia “burguesa” (es decir también, tomando el término etimológicamente, la democracia de los ciudadanos, la politeia). En definitiva, si las doctrinas extremas teorizan y practican la política a partir del estado de excepción, buscando, en caso de necesidad, hacerla “permanente”, en todo caso tan durable como una transformación total de la sociedad, el orden liberal comporta permanentemente una cara de excepción, oculta o disimulada, que desea encarnar en un Estado garante de intereses comunitarios y particulares. Es Estado de derecho, pero también Estado de policía; Estado de integración de individuos y de grupos en la “comunidad de ciudadanos”, pero también Estado de exclusión de rebeldes, anormales, marginales y de extranjeros; Estado “social”, pero también Estado de clase orgánicamente asociado al mercado capitalista con sus “leyes de población” implacables; Estado democrático y civilizado, pero también Estado de potencia, de conquista colonial e imperial. De manera latente y a veces abierta, el extremismo no está solamente en los márgenes, sino también en el centro.[6] Es porque el encuentro de los extremos, en el que es sustancial o contingente, subjetivo u objetivo, no expresa solamente su compatibilidad común con el orden existente, o su vuelta a poner en cuestión el sentido de la historia tal como es dibujada por las relaciones de poder hegemónicas (y a veces de su no sentido), sino que constituye también una reacción a la manera en que estos definen una normalidad “acorazada” de coacciones y de prácticas de seguridad, de manera de neutralizar los conflictos sociales, religiosos, morales, y de constituir el espacio legal del pluralismo legítimo. Es mientras ella intenta reflejar su propio extremismo interior (lo que, notamos, ha sido más a menudo en el caso del pensamiento contrarrevolucionario que en el del pensamiento revolucionario), o de conceptualizar como tal el nudo del orden aparente y de su desorden reprimido, de la normalidad y del conflicto latente (lo que ha sido la época contemporánea más bien el hecho del pensamiento revolucionario, particularmente en los diferentes discursos resultantes del marxismo), que la teoría que se pone en los extremos para “deconstruir” la imagen dominante de la sociedad y del Estado aporta una contribución esencial a la inteligencia de la institución política.
De la misma manera, estamos confrontados con otro problema: el del lugar que ocupa el nazismo en la historia europea. No se trata aquí de retomar una discusión compleja sobre la cuestión de las causas del surgimiento y de la victoria del nazismo en Alemania y sobre la cuestión de saber cómo éstas se articulan con las responsabilidades individuales y colectivas, morales y políticas, nacionales e internacionales. Se trata de saber si el nazismo debe ser considerado como exterior a esta historia, en sus dimensiones sociales, políticas, culturales, como si una continuidad de sentido o de transformaciones pudiera leerse poniendo entre paréntesis la “catástrofe” del hundimiento democrático (un poco como, en menor escala, la República francesa ha creído un tiempo poder declarar “inexistente” el régimen de Vichy). O si, al contrario, en tanto que un evento que “nunca debería haber sucedido”,[7] excediendo toda explicación que descansaría únicamente sobre el desarrollo de estructuras o racionalidad de los actores, el nazismo nos ha dado la medida (desmesurada) del grado de antagonismo de intereses y de fuerzas presentes, del nivel de profundidad donde se anudan, en la “dialéctica” histórica, la civilización y la barbarie, lo humano y lo inhumano, que hicieron del siglo pasado [xix], según la excelente expresión de Hobsbawm (2012) la “era de los extremos”. A mis ojos, la respuesta no admite duda alguna, ya que en este sentido no veo cómo, en la incerteza del presente europeo y mundial, podríamos designar las líneas de progreso y de regresión, interpretar los efectos de repetición, medir los riesgos colectivos o asignar las alternativas reales, sin retomar sin cesar la cuestión de saber cuándo y cómo los efectos “sobredeterminados” del ultranacionalismo (la guerra de exterminación mutua, el racismo institucional) y la crisis económica (el desmoronamiento de las “garantías” sociales para las masas de pequeños propietarios, de empleados, de proletarios) han devenido incontrolables para la política. Y lo que continuó, irreversiblemente.
¿Conceptos, o posiciones?
Pero la cuestión no concierne solamente a los procesos sociales o institucionales, también vale para los movimientos intelectuales. Y es aquí que el “caso” Schmitt llega a ser particularmente revelador, gracias a la precisión de los desarrollos que ha proporcionado sobre su propia formación intelectual y sobre las fuentes de su pensamiento jurídico y filosófico. Estas son contradictorias entre ellas, por supuesto, y en consecuencia generadoras de tensiones permanentes y de diferencias de acentuación que, llevadas hasta el límite, aparecen como inversiones de posiciones puras y simples —asociadas o no a las elecciones políticas (de este modo, el primado de la “legitimidad” o de la “legalidad” que Schmitt reivindica alternativamente en sus tentativas de oponer a la “revolución nacionalsocialista” una dictadura conservadora y militar (cf. 2006, 2009),[8] luego de construir él mismo al nazismo como Rechtsordnung “orgánico” expresando la unidad concéntrica del Pueblo, del Estado y del Movimiento (1997, 2012), para, por último, pensar retrospectivamente las condiciones geohistóricas del “derecho de guerra” clásico fundado sobre el reparto del mundo entre los Estados “civilizados” (2003, 2013b)—. Pero todas estas fuentes remontan profundamente a las tradiciones intelectuales del pensamiento jurídico-político europeo, y no hay que sorprenderse de que en esas condiciones el “diálogo” con las ideas o las fórmulas de Schmitt no haya podido ser interrumpido por el compromiso con el nazismo. Los universos ideológicos con los que el pensamiento de Schmitt participa exceden históricamente al nazismo, como éste, en tanto suceso políticamente real, los excede o los transforma radicalmente. No puede, así, haber entre los dos una relación de exterioridad, sino más bien de involucramiento recíproco.
Aunque, de un intérprete a otro, haya habido sobre este punto fuertes divergencias, me parece que hoy podemos, gracias a los numerosos y excelentes trabajos en diferentes lenguas, identificar muy bien los paradigmas rivales involucrados en la escritura schmittiana (sin distinguir aquí entre lo que enfrentaría al derecho, la política, la filosofía, puesto que lo propio de su discurso es nunca separar las diferentes perspectivas).
Uno de ellos (a la vez asentado en el catolicismo —agustiniano, tomista— y constantemente tentado por una interpretación gnóstica de los dogmas fundamentales, en particular el del pecado original y el de su redención por un mediador temporal) se articula en torno al tema de la “teología política”, es decir, de la reversibilidad de los enunciados sobre la sacralidad de la trascendencia divina y de la creación ex nihilo, y de quienes expresan la idea jurídica de la decisión en “última instancia”, sustraída a su propia normalidad (ad legibus solutus princeps). Ese paradigma sin duda se nutre de las referencias a legistas de la Edad Media y de la época clásica, pero fundamentalmente, como lo muestra Schmitt, es una construcción retrospectiva del pensamiento moderno contrarrevolucionario (De Maistre, Bonald, Donoso Cortés) motivada por la necesidad de oponer a la idea revolucionaria de “poder constituyente” del pueblo otra figura histórica de lo absoluto, que vendría de los orígenes mismos de la autoridad política soberana.[9]
Es el movimiento inverso el que nosotros observamos en el segundo paradigma, común a Schmitt y al conjunto de la tendencia “conservadora revolucionaria” en la Alemania de los años 1920 (Moeller van den Bruck, Spengler, los hermanos Jünger, Ernst Niekisch, pero también, en cierta medida, filósofos como Arnold Gehlen y Heidegger):[10] no se trata más, entonces, de invertir la decisión del soberano de un aura tradicional, en una perspectiva escatológica, sino más bien de definir un “mito nacionalista”, susceptible de movilizar las mismas energías que el mito revolucionario, y de realizar la fusión “excepcional” de los poderes legislativo y ejecutivo: no en beneficio de un transición hacia la legalidad democrática, sino en beneficio de una restauración —incluso una creación— del orden jerárquico comunitario.
Y para terminar hace falta invocar un tercer paradigma, cuya lógica se funda también sobre la oposición término a término, pero en un espacio discursivo completamente distinto: el de una concepción realista del derecho, que es la expresión de un “orden político concreto”. Procede por una parte de la concepción histórica fundada por Savigny frente a Kant y Hegel (incluso se intentará luego recuperar a destiempo una parte de la herencia hegeliana).[11] Igualmente por otra parte del institucionalismo italiano y francés (Santi Romano, Hauriou), por el cual es el Estado, o más generalmente, la institución la que hace al ciudadano, y no el ciudadano al Estado. Por último las divisiones del positivismo jurídico, con el que comparte la idea de que no hay efectividad de un sistema de leyes allende la coacción estatal, mientras se involucra con sus representantes contemporáneos en un querella intestina sobre la primacía de la norma jurídica y del hecho político, y más profundamente sobre el fundamento de la normatividad “real”: en la idealidad de los valores universalistas para unos, o en la voluntad de vivir de un cuerpo político “concreto” para otros.[12]
Lo que se constituye entonces como el objeto propio de una interpretación en la obra schmittiana es la manera en que el nazismo ha venido a determinar un punto de superposición entre esas diferentes problemáticas: no tanto como régimen (de lo cual sabemos que la “forma” no ha podido adquirir jamás una determinación unívoca),[13] ni como movimiento (partido), ni a fortiori como carisma encarnado en la persona de Hitler (“Führer” deficiente, a los ojos de Schmitt), sino como hecho de la toma de poder. Parece en efecto que ahí ese sea el elemento en el cual, conforme a su propia teorización, Schmitt ha visto la “decisión” que permitía superar en un solo golpe las lógicas de la soberanía, la movilización de masa y la institución (o el orden constitucional). Puesto que también las descripciones de su evolución en términos de oportunismo, por verosímiles que parezcan desde el punto de vista psicológico, son siempre insuficientes.[14] Es más interesante considerarlas a partir de sus determinaciones intrínsecas.
Va de suyo lo que concierne a la cuestión del antisemitismo, donde encontramos formulaciones ultrajantes en la presente obra. O mejor dicho ese es un caso particular de las consideraciones precedentes, al cual la historia nos prescribe conferir un significado especial. No más que el pensamiento contrarrevolucionario de un lado, el fascismo y el nazismo por el otro, el antisemitismo no puede ser considerado como exterior al corazón de la historia europea. No es ciertamente la clave, pero reenvía a todas sus dimensiones, a todos sus conflictos como una suerte de “fenómeno ideológico total”. El antisemitismo de Schmitt se funda sobre una referencia religiosa persistente que ve en “el judío” el enemigo interior de la sociedad cristiana, el portador de una contradicción alojada en el corazón de la promesa mesiánica (“Jesús es el Cristo”) como su rechazo, su alternativa, su simulacro o su ruina. Es en primer lugar un antijudaísmo. Es también un componente de la visión “política” del cristianismo (y por consecuencia una de las condiciones de posibilidad de la idea misma de “teología política”). Filosóficamente, está en las antípodas del racismo “biológico”, cuyas referencias naturalistas y científicas (el pseudodarwinismo de la Rassenkunde) contradicen directamente su propia filosofía de la historia.[15] Puesto que el término Rasse no figura, ni siquiera en los textos alineados con el discurso oficial del régimen, donde vuelven en revancha las expresiones también típicamente nazis de Artgleichheit (traducido en francés por “identidad racial”, pero que literalmente quiere decir “similitud en cuanto al género”, a la “especie” o al “tipo”) y de Artgleich por oposición a Artfremd (“del/de la mismo/a especie/género/tipo, de especie/género/tipo extranjero”).[16] La dominante teológica del antisemitismo de Schmitt, y por consecuencia su incorporación a los esquemas que evocan el lugar entre el fin de los tiempos y el logro de la promesa, puede explicar que, incluso sobre este terreno, el “diálogo” no haya sido interrumpido con los filósofos y los teólogos judíos apasionados por el mesianismo y tentados por la fundación de una “teología política”, en contrapunto de la de Schmitt (citaría aquí a Jacob Taubes antes que Benjamin).[17]
¿Hace falta concluir una “reserva” o “distancia” de Schmitt en relación con la ideología del Tercer Reich, que ha conducido a la exterminación de los judíos en Europa? Al contrario: tenemos el testimonio de la diversidad “especulativa” interna a esta ideología, en la cual se reúnen diferentes variedades de antisemitismo europeo para crear las condiciones de consentimiento al programa de “purificación” de la comunidad nacional. Podemos incluso identificar algunas sendas de argumentación por las cuales esta reunión se opera. En el ensayo Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual de 1923 y en la Teoría de la Constitución de 1928 se propuso la idea de que el poder constituyente en el cual se expresa la soberanía del pueblo supone una “homogeneidad” (Gleichartigkeit) del cuerpo político que el “pluralismo” parlamentario o la división de poderes santificada por el liberalismo precisamente destruyen. Esta homogeneidad o unidad “cualitativa” de la voluntad general es la apuesta de un juego de palabras decisivo que transforma la igualdad republicana (y marcadamente rousseauniana) en similitud/identidad (en alemán, la misma palabra: Gleichheit) y la inclusión democrática en exclusión nacional-popular (völkisch) de elementos heterogéneos, comenzando por los extranjeros (o por los extranjeros disimulados que son los enemigos del interior). En este sentido, el antisemitismo puede aparecer como un momento privilegiado de la construcción de la identidad del pueblo soberano, bajo la condición de que el judaísmo en sí mismo sea visto como el “último” (y el más grave) de los obstáculos internos a la homogeneización de la nación.[18] Construcción o disolución de la identidad orgánica del cuerpo político son los dos términos de una alternativa fundadora de la política.
Leviatán: logos y mythos
Hemos llegado al umbral de los temas que subtienden al libro de Schmitt sobre el “Leviathan”. Incluso si Habermas ha podido decir que se trataba de “la obra fundamental de Schmitt” (Galli, 2010, p. 785), no es, oficialmente, una de las más logradas del autor. No tiene la potencia sintética de El nomos de la tierra o la bella linealidad de La dictadura, la capacidad de dialectización de las categorías jurídicas de la Teoría de la Constitución o la genial formulación de Teología política y El concepto de lo político. Al contrario, esta es una obra sinuosa, dudosa en su erudición (aun cuando demuestra, como es habitual, una sorprendente capacidad de dramatización de los desafíos filológicos y filosóficos), y de la cual una parte al menos de las intenciones permanece alusiva (lo que le ha permitido ocupar un lugar de elección en la estrategia de distancia retrospectiva del autor en relación con su involucramiento en el periodo nazi, y continúa suscitando interpretaciones opuestas entre ellas).[19] Pero es una de las más interesantes por los problemas que plantea en cuanto a la relación entre el pensamiento de Schmitt y la tradición de la filosofía política, autorizándonos a una doble lectura crítica: en cuanto a los conflictos internos de las teorías del derecho natural “moderno” (según la terminología de Leo Strauss) que pone en evidencia, y en cuanto a las aporías de su propio “concepto de lo político”, cuya confrontación con Hobbes es un elemento revelador. Escrita en medio del periodo nazi, cuando Schmitt no es más titular de funciones políticas oficiales,[20] luego reanudado y rectificado (y, sobre ciertos puntos, pura y simplemente invertido en sus conclusiones) después de la guerra (cf. Schmitt, 2002, ensayo de 1965 ahora publicado como posfacio), el “Leviatán” de Schmitt es una prueba de fuego: la que concierne a la representación del Estado como función de unidad del cuerpo político y por consecuencia las categorías de totalidad, de orden, de mando (o autoridad) y de sujeción.
No es imposible que la redacción del libro haya sido precipitada por el desarrollo de una “recepción” de Hobbes en la filosofía del nacionalsocialismo (paralelamente a la de otros autores, sobre todo alemanes: Fichte, Hölderlin, Hegel, Nietzsche, pero también Maquiavelo). Esta recepción podría recurrir a constantes referencias que aparecen en las obras de Schmitt mismo, pero tiende también a disociarse de la idea típicamente schmittiana de “teología política”, incluso en la acusación en el marco de una campaña más general de descristianización del régimen, una suerte de nuevo Kulturkampf imaginado por los ideólogos del partido nazi. Encontraremos el índice de la discusión en el principio y fin de la obra, las formulaciones de Helmut Schelsky, quien aparece como representante de un “punto de vista alemán” ante las tesis del “judío sabio” Leo Strauss. Schmitt debía, así, a la vez retomar su bien y defender su posición.[21] En el fondo, sin embargo, la confrontación con Strauss, que no se presenta justamente como una recusación ideológica (por no decir “racial”), sino como un eslabón en un largo intercambio de argumentos e ideas entre los dos autores, es mucho más determinante, como lo vamos a ver.
Sobre todo, la composición del libro sobre Hobbes aparece como el medio “indirecto” del cual Schmitt se sirve para intentar refundar su propia problemática de la decisión, en el momento en que su involucramiento en el proceso de refundación del régimen nacionalsocialista y la evolución de éste ponían a la vista una serie de dificultades intrínsecas. Hay que tener en mente esta situación para interpretar la retórica tan ajena de una obra que proclama la grandeza de Hobbes en la forma de su “fracaso”. En sus obras anteriores (Teología política de 1922, El concepto de lo político de 1932 en particular), Schmitt nunca ha cesado de designar a Hobbes como el verdadero fundador del “decisionismo” político-jurídico (a través de la formulación del principio “auctoritas, non veritas, facit legem”)[22] y uno de los teóricos del Jus Publicum Europaeum (a través de la representación del Estado soberano como “gran individuo” manteniendo con los otros Estados relaciones de pura potencia, excluyendo todo orden jurídico supranacional). Aún así formulaba reservas sobre el método de Hobbes, o señalaba la presencia contradictoria, en sus obras, de una metafísica naturalista y de una política personalista, no dejaba de mostrar al “Leviatán” como un modelo de un pensamiento realista del Estado fundado sobre una articulación justa de la política y el derecho, de la potencia y la autoridad, escapando a las ilusiones del normativismo formal y del humanismo moral. Ahora bien, en el libro de 1938, si los mismos elementos están siempre presentes, el sentido de la argumentación parece invertirse: Schmitt privilegia la crítica del mecanismo y de la mecanización de las relaciones políticas, como así su relación con la tradición individualista, que conducen finalmente a la neutralización “técnica” de lo político, a la autonomización de la esfera de los intereses privados en relación con la potencia pública, y el triunfo del positivismo jurídico cuyo corazón está constituido por el primado de la legalidad sobre la legitimidad propiamente dicha —incluso si, en última instancia, tenemos el sentimiento de que el fracaso de Hobbes importa menos que la magnitud de su tentativa, que hace hincapié, por contraste, en la grandeza del objetivo—.[23]
El Leviatán tal como lo lee ahora Schmitt presentaría también una profunda dualidad de tendencias como de efectos. Y la potencia de Hobbes acompañaría inmediatamente su impotencia. Lo que haría de él, paradojalmente, el destructor, por anticipado, de la “máquina” que colabora a constituir, el precursor de las teorías liberales (cuyo corazón es la libertad de conciencia del individuo, y más generalmente su autonomización, su “retirada” con relación a la comunidad política)[24] en el momento mismo donde colabora a absolutizar el derecho del Estado como totalidad superior (insistiendo en particular en la refutación del “derecho de resistencia”). Así, Hobbes prepararía a la vez una defensa e ilustración de la soberanía estatal (cuya marca por excelencia es el ius circa sacra, la autoridad del magistrado en materia religiosa, y así la lucha contra eso que Schmitt llamará las “potencias indirectas”),[25] y una emancipación de la sociedad civil (este es, si lo vemos, su costado “judío”, que volverá a aparecer precisamente en los pensadores “judíos”: Spinoza, Mendelssohn, Stahl, explicitándolo y llevándolo hasta sus última consecuencias).[26]
Este no es sin embargo más que un aspecto, que quizás no es aún el más determinante ni el más original del texto. Porque esta argumentación única se desarrolla en dos planos diferentes: el de un “símbolo” elegido por Hobbes para representar el absolutismo estatal, el “monstruo bíblico” del Libro de Job respecto del cual “no hay en la tierra nadie igual a él” y que “ha sido hecho para no temer a nada”;[27] y el de la teoría que asigna a la construcción “artificial” del Estado la función de asegurar el orden y la seguridad internas.[28] Schmitt tuvo el genio de ver y de decir, como nadie antes de él, que la alegoría del monstruo marino terrorífico como así también el nombre propio que le confiere al Estado tienen una función y una historia propias, que convenía confrontar sistemáticamente a la doctrina de la potencia pública desarrollada en el cuerpo de la obra, para extraer un excedente de significación, irreductible a la simple idea de “representación” o de “personificación”, que es la adquisición histórica manifiesta. La retórica extranjera de la cual hemos hablado toma entonces otro significado. Schmitt no ve solamente en Hobbes la teoría de ciertas antinomias inherentes al poder soberano, sino que también el testimonio de una profunda incapacidad de la razón clásica para dominarlas totalmente. Descubriendo poco a poco en el transcurso de la escritura la dualidad de las tendencias del pensamiento hobbesiano, cuya idea ciertamente no es propia,[29] sino que es el secreto de toda historia de la racionalidad política moderna, es esta incapacidad la que él quiere poner en evidencia, sin por otra parte proponer verdaderamente un medio de superarla (incluso si las últimas páginas evocan alusivamente a un “combate” político que se orientaría por último por la simple distinción amigo-enemigo). Pero ésta solo surge en razón de la heterogeneidad de dos elementos involucrados en la exposición o el arte de escribir el Leviatán, el símbolo o mito, y el razonamiento o logos, esa es la originalidad (¿hace falta decir el golpe de fuerza?) de Schmitt al considerar que deben ser tan importantes una como la otra e interpretarlas una por la otra. En Hobbes, al menos en el Leviatán, la argumentación o el logos solo es inteligible por el desvío metafórico del símbolo o el mito, y este a su vez no tiene otro secreto más que la pura tensión conceptual.[30]
La “totalidad mítica”
Schmitt considera que la importancia del símbolo ha estado ausente del comentario tradicional, salvo al proyectar la “sombra” satánica del Leviatán sobre Hobbes mismo, estigmatizado como el adversario de la religión y el teórico del despotismo. Hace falta según él tener en cuenta el hecho de que el filósofo por el que la teoría del Estado-nación y de su soberanía entra verdaderamente en la modernidad intentó crear un mito político tan poderoso sobre los hombres de hoy como lo fueron los de las civilizaciones arcaicas. Ese mito está destinado a golpear la imaginación de los sujetos, a mantener los afectos (miedo respetuoso, awe, incluso terror: terror) (Hobbes, 1651/2010a, capítulo 17) necesarios para la conservación de la autoridad, pero también para interpretar el sentido de una “creación” humana cuya desmesura desafía la razón, incluso cuando ella encuentra su realización más completa.
En el libro de 1938, esos efectos son resumidos en una estructura o “totalidad mítica” enunciada al principio del capítulo 2, inmediatamente luego de la referencia al célebre frontispicio (que para Schmitt ilustra la omnipotencia de los dualismos fundadores de la política: amigo/enemigo, potencias militares y potencias “indirectas” espirituales) y ante la definición de la “paridad” de dos monstruos (Leviatán y Behemot), donde uno representa las fuerzas del orden y el otro las fuerzas del caos: la ley y la libertad, el Estado y la Revolución. Hace intervenir cuatro términos, cada uno de los cuales reenvía a todos los otros y constituye también un punto de vista diferente sobre el enigma de la soberanía. Schmitt se propone explicitar completamente esta relación confiada por Hobbes a la potencia de los nombres e imágenes más que a la lógica del discurso, subrayando las simetrías sobre las cuales se establece: primero el del “gran animal” de origen bíblico y de un “gran individuo humano” (el coloso cuyo cuerpo compuesto de una multitud de homúnculos se eleva por encima de la tierra habitada); luego el del viviente (animal, humano) y de la máquina o del autómata al cual Hobbes identifica el Estado en tanto que agenciamiento de múltiples “aparatos”, puestos en movimiento por la soberanía que es como su “alma”; por último el del cuerpo político, cuya unidad es evocada por esas metáforas, y del ser soberano “representativo”, que Hobbes define como el “dios mortal”.[31]
Un texto ulterior retoma este análisis de manera más concisa en la forma de una confrontación entre Bodin y Hobbes, y confirma que a los ojos de Schmitt se desprende bien la estructura simbólica de la soberanía hobbesiana: “[Bodin] es uno de los parteros del Estado moderno. Pero no comprendía aún el moderno Leviatán, que aparece en cuatro formas, la cuádruple combinación de Dios, animal, hombre y máquina. Para esto, su desesperación no era suficiente. Hobbes, por el contrario, lo comprendió muy bien. Después de otro siglo de disputas teológicas y guerras civiles europeas, su desesperación es inmensamente más profunda que la de Bodin. Hobbes pertenece a los grandes solitarios del siglo xvii, que se conocían todos mutuamente. No solo comprendió la cuádruple esencia del moderno Leviatán, sino también el trato con él y la conducta que se recomienda a un individuo que piensa con independencia, si se mete en un tema tan peligroso” (Schmitt, 2010a, p. 62). Comenzamos así por explicitar rápidamente ciertas propiedades de esa figura cuatripartita[32] o cuarteto, la más brillante de las intuiciones de Schmitt (que no deja de hacer pensar en el Geviert heideggeriano, sino también en una variante blasfema de la Trinidad): éstas sustentan a la vez su argumentación y las posibilidades de confrontarla con la de Hobbes. Dos observaciones elementales pueden ser hechas, de donde tendremos que extraer las consecuencias.
Por un lado, la “geometría” misma del cuarteto autorizado a privilegiar alternativamente cada uno de sus términos, y a extraer el sentido de la relación que mantiene con los otros tres, aislando una tensión conceptual inherente a la metáfora hobbesiana. Concebir el Leviatán con un “hombre” o gran individuo colectivo antropomórfico, es resaltar por contraste el elemento de inhumanidad que denotan el Dios, la bestia y la máquina. Es así hacer la pregunta por la modalidad y los efectos de la invención del Estado, necesaria para corregir, controlar y convertir en su contrario la inhumanidad original del hombre, o si queremos su lado bestial. Paradojalmente, el hombre no puede humanizarse más que proyectándose en lo inhumano, no puede cumplir con su propia obra más que poniéndose fuera de sí. Asimismo, concebir al Leviatán como una máquina o un mecanismo, comprendiéndolo como una máquina del pensamiento, es hacer hincapié en el elemento común al conjunto del Animal, del Hombre y del Dios, a saber la vida, o la disposición “natural” a la vida. O si nosotros pensamos aquí en la gran tipología aristotélica que sitúa las características de la esencia de lo humano —la disposición de logos (razón/discurso) y del bios politikos (la existencia para y por la ciudad)— entre lo bestial y lo divino en la continuidad de la vida y de sus potencias propias, esto hace surgir en el seno mismo de la naturaleza una potencia antinatural, donde se reúnen las dimensiones del artificio y de la construcción. Es esta posibilidad que, ante todo, fascina a Schmitt, pero también le importuna, porque introduce una inestabilidad radical en el corazón de la institución política.
En efecto, el cuarteto hobbesiano tal como lo reconstruye Schmitt posee otra característica sorprendente: cada uno de los términos que lo compone es desdoblado, o tiende a desdoblarse, y es precisamente por allí que se religa a todos los otros. Es evidente por lo que concierne a la bestia, porque ella porta dos nombres: Leviatán y Behemot. Aunque el segundo solo ha sido mencionado por Hobbes después, es imposible que la referencia al Libro de Job en el frontispicio del Leviatán no lo evoque al menos indirectamente. De hecho, esta obra trata ya de dos aspectos de la política que serán luego autonomizados, y de su oposición interna. Profundamente, es el Leviatán mismo que contiene el Behemot, o la unidad de dos aspectos contrarios (orden y desorden, autoridad y subversión), y la monstruosidad que comparten. Pero este rasgo pertenece también a los otros tres términos. La naturaleza humana existe según dos modalidades o dos “estados”: uno salvaje, violento y hostil (en el cual los individuos se rechazan y destruyen los unos a los otros), y otro civilizado, fundado sobre el comercio pacífico (en el cual están también por así decirlo colectivizados, puestos en una relación de interdependencia). Son también típicamente humanos tanto uno como otro, y a decir verdad no forman más que una sola unidad de contrarios. La máquina igualmente se da bajo dos modalidades: en tanto que ella es fabricada, movida por una fuerza externa, y en tanto que autómata se regenera a sí misma. Mejor, en tanto que máquina política, ella se sitúa en los límites de esas dos determinaciones, ahí donde se plantea la cuestión de su permanencia y de su descomposición (Hobbes, 1651/2010a, capítulo 29). Por último, lo que es seguramente el punto más esencial y enigmático, Dios o lo divino es desdoblado en sí mismo: mortal e inmortal. Esta tesis es a la vez una “repetición” irónica del dogma central del cristianismo, el de la encarnación y del sacrificio redentor, resumido en el enunciado kerigmático “Jesús es el Cristo”, y la clave del conflicto histórico interminable entre la Iglesia y el Estado alrededor del cual se organiza la política hobbesiana.
Si tomamos juntos estos dos tipos sobre los términos del cuarteto aislado por Schmitt y sobre sus relaciones, obtenemos la idea de una estructura simbólica inmediatamente caracterizada por los efectos de la ambivalencia que ella produce. No se trata aquí de estudiarlos todos, sino de privilegiar tres, que esclarecen las posibilidades hermenéuticas abiertas por la interpretación de Schmitt, y las dificultades que ella comporta. La primera concierne a la ambivalencia de la naturaleza humana y la “monstruosidad” propia de su creación política. La segunda concierne a la unidad del cuerpo político cuyos modelos oscilan entre la organización compuesta de fuerzas y de engranajes materiales, y el corpus mysticum inspirado en la teología. Por último, el tercero concierne a la mortalidad de Dios al cual Hobbes identifica la máquina política llamada “Leviatán”, a la que podemos asociar no solamente una perspectiva escatológica concerniente a la historia del Estado moderno, sino al devenir mismo de su doctrina.
Violencia y contraviolencia
La ambivalencia de la naturaleza humana según Hobbes es un tema omnipresente en la obra de Schmitt. Sobre este fondo se destaca la idea de que el Estado debe “neutralizar” los antagonismos políticos y la idea de que, volviéndose de algún modo contra su creador humano la inhumanidad sepultada en él, suscita un “terror” específico, representa un “peligro” que no puede esperar controlar absolutamente. La ambivalencia está así en los extremos: en el punto de partida antropológico y en el punto de culminación político, que en realidad se presuponen el uno al otro. Si consideramos que la doctrina exotérica de Hobbes, tal como lo expone particularmente en De cive, consiste en plantear la exterioridad absoluta de dos “estados” que se suceden en la “historia conjetural” de la humanidad (como dirá Rousseau), podemos sugerir que se trata ahora del aspecto esotérico de su pensamiento: no en el sentido de que habría tapado eso que trataba a la manera de un misterio, sino porque se trata de una conclusión a la que debemos llegar por la reflexión sobre los términos de la doctrina, cuyas expresiones simbólicas constituyen la clave.
Para comprender todo lo que está en juego, hace falta operar un desvío por el “diálogo” entre Leo Strauss y Carl Schmitt, del cual podemos considerar que Der Leviathan in der Staatlehere des Thomas Hobbes constituye también un momento, y por la evolución de la doctrina de Hobbes en sus dos grandes tratados de filosofía política, De cive de 1642 y el Leviatán de 1651.
Luego de la publicación de El concepto de lo político (primero en una revista, en 1927, luego como libro, con algunas modificaciones, en 1932), el joven Leo Strauss había publicado una larga reseña (que más tarde Schmitt aceptará para su reedición con la traducción inglesa de su propia obra). Ese fue el punto de partida de un diálogo indirecto, coextensivo a la vida de los dos autores.[33] Strauss celebró el ensayo de Schmitt como una auténtica problematización de la esencia de lo político, renovando la interpretación de su relación con la modernidad, partiendo de la constatación del “fracaso del liberalismo”. Pero le dirigió dos críticas. Por un lado observaba que, en el momento donde Schmitt parece retomar de Hobbes su concepción del “estado de naturaleza” como estado de guerra para hacer “la condición específicamente política del hombre”, transforma completamente el sentido: en lugar de concebirlo como una hostilidad individual, plantea una guerra entre grupos (y notablemente entre pueblos), subsumida bajo la oposición del amigo y del enemigo. Ahora bien, en Hobbes no hay amigos, sino una paz civil impuesta por el Estado con el fin de salir del estado de naturaleza. Por otro lado, Strauss discutía la tesis de Schmitt según la cual solo pueden en verdad pensar políticamente los filósofos que creen en la “maldad natural” o su peligrosidad y desarrolla la necesidad del gobierno, por oposición a aquellos (los “liberales” en sentido lato) que profesan que el hombre está orientado naturalmente hacia la utilidad, y deducen su capacidad espontánea para organizarse en sociedad. Ciertamente, explicaba Strauss, ese pesimismo se encuentra tanto en Hobbes como en Schmitt, pero con fines totalmente distintos: en Hobbes es lo que hay que negar, para imponer a la naturaleza “antiliberal” del hombre una institución de la libertad; en Schmitt al contrario es lo que hay que afirmar para evitar que la civilización no conduzca a la despolitización de la existencia, a un ideal materialista de seguridad colectiva y de protección social. Pero en el fondo las premisas solo son aparentemente idénticas, porque la “maldad” hobbesiana es fundamentalmente una inocencia premoral, es porque ella no puede ser comparada a una condición “animal”. Mientras que Schmitt, incluso si no lo reconoce, hace de la “maldad” un valor transgresor, dirigido contra la moral pacifista y liberal. Es allí donde se traicionaría a él mismo —última notación de Strauss— al no escapar verdaderamente del horizonte del liberalismo, solo logrando oponerle una crítica, o una afirmación de lo que lo niega, para hacerlo el criterio de lo político como tal.
A esta discusión, que tiene la particularidad de hacer a Hobbes una suerte de piedra de toque de las tesis de Schmitt sobre la política en general, y que ha determinado desde entonces una preocupación constante de éste por “responder” sobre el mismo terreno, hay que confrontar las nuevas proposiciones de Strauss en su propio libro de 1936, La filosofía política de Hobbes. Schmitt no lo referirá en 1938, lo que no quiere decir que no la haya conocido, sino más bien lo contrario.[34] En todo caso es evidente que Strauss, después, modificaba su lectura del “pesimismo antropológico” hobbesiano, acercándose a la concepción propuesta por Schmitt.
El punto esencial reside en la acentuación del rol de la negatividad a la cual procede Strauss a lo largo de su obra, cuyo leitmotiv es que el fundamento de la política hobbesiana reside en la conjunción de dos principios: 1) la “naturaleza” del individuo humano es denominada por la Biblia vanidad u orgullo, es decir el apetito de poder (o la tendencia al “afán de poder”), cuya consecuencia es la de hacer de cada uno un enemigo de todos los otros; la “inocencia” animal del estado de naturaleza es así a su vez designada aquí como una apariencia, más allá de la cual hace falta discernir una transgresión permanente de valores sociales; 2) entonces no hay en Hobbes un soberano querido, en cambio hay un soberano malo o una maldad absoluta que es la muerte, o ese “plus de muerte”, que es la muerte violenta. El fundamento “natural” del derecho natural y del Estado reside en el miedo a la muerte violenta, que Hobbes reconoce como el valor fundacional de la política, y que prohíbe hacer coincidir la obediencia a la ley con la libertad.[35] Pero hay más: el miedo a la muerte que reina en el status naturalis no cesa de conducir el comportamiento y la condición de los hombres en el status civilis. Es su fundamento común, por lo que podemos aún interpretarlo como una “primacía” del estado de naturaleza que se perpetúa en el seno del estado civil. El pasaje de uno al otro no quiere decir que los hombres se liberan del terror a la muerte violenta, sino que lo desplazan o lo diferencian, haciendo del poder político el único objeto de este terror, como si, para descartar la amenaza mortal que se representan los unos a los otros, demandan al Estado aterrorizarlos a ellos mismos. Hay que plantear, a la vez, la distinción de dos estados, y relativizarla inmediatamente, porque el miedo a la muerte violenta reina de un extremo a otro, y la constitución de la autoridad política se efectúa integralmente en sus elementos infranqueables. De esta negatividad generalizada Strauss deduce las características de la teoría política hobbesiana, a saber, la superación de toda antítesis entre sujeción voluntaria e involuntaria (la violencia es un medio legítimo de fundación del poder), la idea de que todo poder político efectivo (neutralizando la guerra de todos contra todos) es ipso facto legítimo, y finalmente el carácter absoluto de la soberanía (en el sentido de que los sujetos tienen obligaciones con el soberano, pero él no las tiene con ellos).
Tenemos allí un punto de inflexión en el “diálogo” mantenido a distancia entre nuestros dos autores, pero también en el comentario de Hobbes en general. Strauss sugiere que hay que buscar en esta antropología de la negatividad la razón de la elección de Hobbes del título alegórico Leviatán, tal como lo esclarece la cita del Libro de Job (versículo 41) dada al fin del capítulo 28: el monstruo bíblico es llamado “rey de todas las criaturas soberbias”, habiéndolo creado Dios porque inspira terror y los domina. En el texto latino, Hobbes dice que su propio Leviatán “rechaza la soberbia” humana. Puesto que solo el Estado se encuentra en medida de ejercer efectivamente esta dominación sobre la tierra. Pero, por otra parte, Hobbes “no ha sido jamás capaz de arrojar claramente [de esta fundación del Estado] la consecuencia” que se impone, a saber, que “el hombre es malvado por naturaleza”, incluso si podemos observar una radicalización de la antropología de un planteamiento a otro (Elementos de derecho natural y político, De cive, Leviatán), a medida que se incrementa la importancia de la crítica de la religión, y que se transforma el sentido de la referencia del credo que no cesa sin embargo de reclamarse (“Jesús es el Cristo”). Al parecer habría ahí, para él, una dificultad fundamental.
Strauss observa que Hobbes no pudo fijar los fundamentos antropológicos de su política ni conferirle una significación unívoca. Hasta sostendrá que lo expuesto en el Leviatán, donde el sistema encuentra su formulación más madura, es también lo que “disimula” más profundamente el verdadero fundamento moral. Hace falta precisar este punto, antes de regresar a la elaboración de Schmitt de “contradicciones” hobbesianas. El conflicto estalla entre las dos ediciones de latín de De cive (1642 y 1647). En el prefacio adjunto a su reedición, Hobbes se defiende de haber sostenido que “los hombres son malvados por naturaleza”. La vía se estrecha en efecto entre la tesis ortodoxa de una maldad universal (resultado de la caída) y aquella, blasfema o herética, de una maldad original. Un distingo sutil le permite separar una “naturaleza animal”, que no puede ser en sí misma mala, de “acciones perjudiciales y contra el deber”, es decir violentas, que procediendo, introducen en esta ocasión la célebre metáfora del “púber robusto” (Hobbes, 1642/2010b, pref.13, p. 118).[36] Pero el Leviatán va a proceder a una espectacular reorganización de lo simbólico expresando la naturaleza conflictiva de lo humano que acompaña el desarrollo del modelo del autómata político.
En 1642, la oposición de lo animal y de lo divino abarcaba exactamente a esos dos “estados” antitéticos separados por la institución del imperium estatal. Naturaleza y Civilización serían pensadas en la misma relación de oposición que la animalidad y la divinidad: la violencia sin ley de la “guerra de todos contra todos” es reenviada a la primera, mientras que la otra connota la institución de relaciones sociales que transforman la “ley de naturaleza” o “ley divina” en una ley positiva. Estamos, incluso de manera heterodoxa, en el dualismo clásico de una naturaleza humana desgarrada entre el Bien y el Mal: “el hombre es un lobo para el hombre, el hombre es un dios para el hombre”.[37] Ahora bien, el Leviatán, a pesar que reproduce los mismos análisis del estado de naturaleza como estado de guerra-violencia-salvajismo, no se apoya más sobre la antítesis del “lobo” y del “dios”. En cambio, precipita en un mismo contexto, y bajo el mismo nombre mítico, las referencias a la bestialidad y a la divinidad, y las asocia unas a otras al modelo del artificio o de la máquina: es el mismo ser colectivo “monstruoso”, a la vez bestial y divino, que encierra en sí las potencias de salvación y de muerte.
Esta alegoría compleja solo puede tener un solo significado, a saber que el estado de naturaleza y el estado civil no son completamente exteriores el uno al otro. La antropología y la política no son así dominios separados: no tenemos por un lado un fundamento metafísico y por el otro una tecnología de la institución, sino por un lado una descripción de efectos mortíferos de la falta de la institución, reinado del puro miedo que se mantiene por su propia cuenta, y por el otro una descripción de formas institucionales que concentran los medios de “terror” en las manos de uno solo, y a la vez maximizan el miedo y lo convierten en poder de la razón —en principio para el bien de todos—. Pero en esta conversión el miedo no ha cesado de formar el resorte paradojal del lazo social, en donde lo que hace a los hombres extranjeros y hostiles unos a otros es también la sola potencia susceptible de reunirlos en una colectividad.[38]
El Estado es así él mismo una estructura antropológica, cuya existencia y efectos aparecen constitutivos de la “naturaleza humana”. Esto no quiere decir que toda ambigüedad teórica sea suspendida. En particular la noción de estado de naturaleza deviene ella misma, en cierta manera, en una concentración de contradicciones, porque cobra a la vez dos tendencias opuestas (la violencia, la razón), donde cada una reprime a la otra alternativamente, e incluye toda la serie de experiencias “históricas” de la violencia yendo de la incivilidad de individuos hasta la guerra civil organizada, en particular aquella que opone a los partidos religiosos. Parece entonces que el estado de “naturaleza” está tan determinado retroactivamente por su oposición al estado civil como éste por su oposición al estado de naturaleza. El estado de naturaleza es esencialmente antipolítico, y por consecuencia él mismo es político, o más exactamente sugiere que hay que llamar “político” en el sentido general a la vez a la policía, el gobierno, el reino de las leyes, y la incivilidad que les acecha y amenaza a cada instante con subvertirlas. Esta reciprocidad de determinaciones explica que el gobierno no constituye verdaderamente una trascendencia de potencias “maléficas”, incluso “demoníacas”, inherentes a la naturaleza humana, sino más bien una conversión o una inversión de su eficacia contra su propia dominación. El gobierno o el Estado es, como dirá más tarde Weber, un “monopolio de la violencia legítima”. Mejor, es contraviolencia preventiva, lo que Hobbes llama “terror”.
Pero la dificultad puede también leerse en sentido inverso: de ahí que la función esencial del Estado es la de “aterrorizar a los terroristas”, o de abolir un temor mediante otro más grande, ¿no hace falta concluir que en el corazón de la civilización reside un elemento de violencia “natural” irreductible? Leviatán es una potencia de civilización del salvajismo humano o, lo que quiere decir lo mismo, de represión de las tendencias a la revolución y a la guerra que nacen constantemente del deseo de poder y de la potencia de imaginación de los individuos, ¿pero es él mismo “civilizado”? La forma del esquema contractual imaginado por Hobbes, como las connotaciones de la alegoría de la cual se sirve para simbolizar la potencia, sugiere exactamente lo contrario. Ese pacto es realizado en efecto no entre los solos sujetos y el soberano (monarca), sino entre los sujetos que, por un lado, acuerdan para abandonar todo su derecho natural (a excepción, última reserva, del derecho de defender su vida contra un orden de muerte del soberano), e instituir una persona pública, individual o colectiva, que los “representa” y decide en su nombre su utilidad común. También el compromiso que comporta solo los obliga a ellos, puesto que se comprometen unos con otros, y el tercero beneficiado se suscribe sin comprometerse con nadie. Podemos sostener que el Leviatán, el soberano, se encuentra siempre “en el estado de naturaleza” en referencia a sus relaciones con los sujetos, lo que quiere decir claramente que es también tanto su “enemigo” como su “protector” (incluso es su enemigo en tanto que los protege).[39]
Con esta doctrina “peligrosa” nos encontramos de nuevo con la frontera de una antropología esotérica y de una antropología exotérica. ¿Por qué la constitución de la sociedad civil representa una verdadera salida del estado de naturaleza, no sería necesario que el pacto comprometa también al soberano, comporte para él obligaciones tácitas planteadas para los sujetos, o, lo que viene a ser lo mismo, instituya un poder autolimitado, se someta a reglas en función del fin superior que justifica su constitución, a saber la paz, la seguridad y el bienestar de sus sujetos? Pero esta doctrina, “liberal” por anticipada, es incompatible con la idea de que los individuos instituyen el Estado para rechazar o reprimir su propia destructividad, y que éste debe ser radicalmente exterior a la sociedad civil que instituye, desligada de toda obligación formal hacia ella misma (sino de toda preocupación racional en cuanto a su propia conservación). Es porque Hobbes no cesa de insistir en el hecho de que la idea de “tiranía” está privada de sentido, o que ella es en realidad la misma cosa que el absolutismo del poder político, sea de tipo monárquico u otro. En términos schmittianos, es difícil escapar a la conclusión de que la forma política en Hobbes es una dictadura soberana, sobre el fondo de un “extremo” indestructible, tal como el concepto habría sido formulado en la obra del mismo nombre (Schmitt, 2013, p. 54).[40]
El fondo de la dificultad es sin duda el hecho de que el soberano hobbesiano, en tanto que “representante” de la multitud, se identifica tanto con la comunidad (commonwealth, res publica), como con el gobierno (government, imperium). Lo que haría falta es un concepto límite, incluyendo las dos caras de una antinomia intrínseca a la soberanía y, si fuese necesario, la proyección en una figura visible.[41] Remarcamos entonces que en el sistema de alegorías hobbesianas, cuyo conjunto forma la estructura estudiada por Schmitt, el término “máquina” evoca una autorregulación, insistiendo en la relación de complementariedad o de jerarquía que mantienen entre sí los diferentes órganos o “sistemas” que constituyen el “Estado”, haciendo de él la comunidad de comunidades. Inversamente, el término “Dios” (incluso un Dios “mortal”) expresa la trascendencia del imperium por relación al cuerpo político y a sus conflictos internos, o incluso la inconmensurabilidad de la potencia del soberano y la de los sujetos (así el hecho de que, comparado al suyo, la potencia del soberano se encuentra desmesurada, o debe ser considerada como una “omnipotencia”). Tiende a hacer concebir la relación del soberano con los sujetos, cuyo combate del miedo por el miedo, como una sobrenaturaleza sobredeterminando a la civilización en sí misma, al mismo tiempo que insiste sobre la fragilidad de ésta, que reprime la violencia pero que no la abole. En cuanto al término “animal” o “bestia”, parece que representa justamente la incerteza o la mixtura de estas dos determinaciones: que no deja encerrarse ni en el registro de lo natural ni en el del artificio, ni en la relación de pura interioridad ni en la de pura exterioridad, y que desde ahí puede servir para tratar de pensar su “monstruosa” existencia…
Vemos bien que Schmitt no ha cesado de estar fascinado por esta presentación de las antinomias de la soberanía, y sin duda de inspirarse, no solamente en su proposición “decisionista”, que vuelve a atar la fórmula hobbesiana “Auctoritas, non veritas […]” sino también en su concepción “institucionalista” que hace del orden estatal la mediación constitutiva de la relación social. Y sin embargo ella comporta un elemento de exterioridad al cual solo puede resistir, y que poco a poco implica toda una línea de pensamiento jurídico. Este elemento es central en la construcción, a primera vista extraña, del libro de 1938 que soslaya en la exposición de Hobbes de consecuencias de su propia definición y pasa directamente a la evolución de concepciones del derecho político moderno. El punto crucial se encuentra en el capítulo 4, cuando Schmitt denota en el magnum artificium a la vez el origen de la “neutralidad” característica del positivismo jurídico y la forma lograda de una “autoridad absoluta” que abole el derecho de resistencia. Una autoridad a la vez absoluta y neutra: tal es a sus ojos la dificultad y el germen de todas las contradicciones ulteriores. Estas son las de Hobbes, pero también son las del Estado.
En la idea de una contraviolencia preventiva ejercida por el Estado a modo de preservar a los seres humanos de su propia destructividad, Schmitt no ha podido reconocer lo esencial de lo que llamará más tarde en términos teológicos[42] el katechon, el poder que “retarda” o “retiene” la venida del Anticristo y, por consecuencia, el enfrentamiento entre las fuerzas del Bien y del Mal, precediendo el retorno del mesías y del fin del Mundo. Sin la institución estatal, la historia humana acaba en un apocalipsis de violencia revolucionaria. Pero por la institución estatal la historia también “acaba”, o más exactamente ella se mantiene al interior de cada entidad política, para parapetarse sobre los márgenes, en el enfrentamiento de Estados competidores, que perseveran y configuran la figura del “enemigo”. ¿Por qué sin embargo la manera con la que Hobbes concibe esta regulación le parece a Schmitt exageradamente “mecanicista”? Es que ella define la relación del sujeto a la ley de manera puramente exterior: para Hobbes (seguido en este punto por Kant, y más tarde por el “positivismo jurídico”, en particular Kelsen) el móvil de la obediencia no depende ni de la pertenencia a un orden institucional ni de una convicción o una adhesión de la conciencia, sino solamente de una coacción. Eso quiere decir que la obligación es pensada esencialmente a partir de la prohibición, más allá de la cual se perfila el “miedo al gendarme”. De nuevo, se trata aquí de una característica ambivalente, que será valorizada en sentido opuesto según tengamos una concepción “negativa” o “positiva” de la libertad: puesto que esta quiere decir que el corazón del sistema jurídico está constituido por el derecho penal, que el castigo es el acto por excelencia del soberano en un “Estado de derecho”, pero también, inversamente, que no puede pretender absorber integralmente la voluntad o la iniciativa de los sujetos en una pertenencia comunitaria o “voluntad general”. En el momento mismo en el que el Estado suprime el derecho a resistencia, ofrece la posibilidad de una reserva de libertad individual. Es verdad que para Hobbes, en el terreno de una pluralidad de opiniones y de adhesiones religiosas que es por excelencia el del conflicto y de la institución de poder, esta reserva de libertad se reduce al más estricto mínimo, o puede ser considerada como evanescente: puesto que esta solo reside en el secreto de la conciencia y el “derecho” de cada uno de conservar sus propias convicciones sin expresarlas públicamente, ni por consecuencia de “ponerlas en común” con otras, haciéndola el fundamento de un lazo social. La unificación política que de la multitud hace un pueblo no puede nunca sin duda reducir totalmente la multiplicidad, sino que es decididamente exclusiva de un pluralismo. Es paradojal que Schmitt, sobre ese punto, se remonte a Hobbes en eso que aparece verdaderamente en Spinoza. Tal tesis, podemos sospechar, debe tener la significación de una pantalla.
El combate de Schmitt contra el “pluralismo”
El problema de fondo, en lo que concierne a la lectura propuesta en el libro de 1938, reside así en la manera en que Schmitt analiza la “contradicción” en el pensamiento de Hobbes entre el pensamiento “decisionista” que pretende estar siempre próximo y el elemento “liberal”, que pretende mostrar las consecuencias fatales en la teoría y la práctica constitucional del Estado. Es la conjunción del mecanicismo, el universalismo (procedente siempre de una regla preexistente a su sus aplicaciones particulares) y del individualismo (sintetizando las totalidades en sus elementos constitutivos) la que sería responsable de la incapacidad de Hobbes de inscribir la tesis que da al soberano el derecho absoluto de determinar la validez y el contenido de la ley en el marco de una concepción orgánica de la comunidad política. El fermento de disolución de la autoridad del Estado por las “potencias indirectas” de la sociedad sería de este modo introducido. Todos los comentadores han mostrado la importancia de ese tema. Pero puede ser otra noción la que suministre un ángulo de aproximación aún más decisivo, a su vez porque forma una constante de las críticas de Schmitt contra el liberalismo, porque vuelve en todas las anticipaciones y se repite en la monografía sobre el Leviatán, por último porque reenvía inmediatamente a lo que parece constituir, en los años 1930 y 1940, el elemento nuevo de su pensamiento jurídico-político: la teoría del “orden concreto” y la tentativa de aplicarla a una normalización de la “revolución nacionalsocialista”. Esta noción es la del pluralismo. Nos hace acordar cómo la crítica del pluralismo articula los diferentes aspectos del antiliberalismo schmittiano.[43]
La crítica del liberalismo es más antigua en Schmitt. Juega un rol importante en Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual (1923), proporcionando en suma el criterio de distinción entre esos dos conceptos que el liberalismo confunde: el parlamentarismo, institución de control de la sociedad civil y de sus potencias en el seno del Estado, fundado en los principios de representación, de legalidad y de división de poderes, y la democracia, forma de la soberanía popular, así principio de legitimidad, inseparable de “identidades” que subsume la noción de Voluntad General (identidad de gobernantes y gobernados, identidad del pueblo y sus representantes, del Estado y del derecho, etc.). Este análisis será desarrollado en Teoría de la constitución de 1928, donde referirá a la articulación de “poderes constituidos” y “poder constituyente” en las democracias parlamentarias modernas (del tipo de Weimar) y al diagnóstico de “tensión”, incluso de “contradicción” inherente a su constitución.
Ésta tampoco está ausente de Teología política de 1922, aunque reviste otra forma, específicamente ligada a la cuestión de la soberanía y de su carácter personal. La discusión toma entonces la forma de una antítesis entre dos maneras de reducir la multiplicidad, el pluralismo, la conflictividad de fuerzas sociales, y en última instancia la potencia del “caos” que ellas ocultan en la unidad de una “forma” estatal: la que propone Kelsen y los positivistas jurídicos, que consiste en someter todas las prácticas a un único sistema de normas, vinculado a un “punto central” cuya normatividad formal “difusa hasta el más bajo grado”, excluyendo por definición toda “personificación” del Estado; y la que vincula la forma unitaria a una “decisión concreta, resultado de una instancia determinada”, necesariamente “subjetiva”. Esta discusión tiene por objeto mostrar que las nociones de orden y utilidad son en sí mismas equívocas. Es a la segunda tendencia, la cual se reclama a sí misma, que Schmitt vincula entonces el modelo hobbesiano, porque considera la unidad de los poderes de decisión como indisociables de “representantes” o “actores” personificados que los ejercen —incluso si Hobbes no es absolutamente consecuente consigo mismo en razón de su nominalismo y de su naturalismo—. La articulación de esferas de actividad o de “sistemas” relativamente autónomos que constituye la unidad del cuerpo político no puede así resultar automáticamente de sus interdependencias lógicas, mucho menos de la imposición de una forma jurídica externa como lo quieren Kant o Kelsen, sino solamente de dependencias personales (o de relaciones de “sujeción”) que se establecen entre sus representantes, y de la manera en que han sido reglados los conflictos de poder que lo oponen.[44]
Es en El concepto de lo político de 1927-1932, sin embargo, donde la crítica del pluralismo toma toda su significación en relación con la enunciación del “criterio” de lo político: la distinción amigo-enemigo. El capítulo IV de la obra está enteramente consagrado a esta cuestión, mediante una discusión de la doctrina contemporánea de la autonomía de asociaciones, desarrollada por G. D. H. Cole y Harold Laski, que opera la síntesis del liberalismo clásico y del socialismo, y se acompaña de una descalificación de la idea de soberanía.[45] Llevada a su límite, la doctrina pluralista tiende a considerar al Estado como una “asociación” o una persona jurídica entre otras, a lo sumo investida de una función de “gobernanza”, de establecimiento del consenso por la mediación entre sus pretensiones conflictivas, pero sin ningún poder de disolver las entidades que compiten con él. Los teóricos ingleses ven en ese pluralismo el futuro de las sociedades contemporáneas. Ahora bien, eso equivale a denegar al Estado toda capacidad de conferir al pueblo, a la comunidad política su “sustancia” propia: puesto que esta capacidad reposa en el derecho de determinar absolutamente la línea de demarcación entre “amigo” y “enemigo”, y de resolver los conflictos o de aniquilar las oposiciones sobre esta base. Al menos negativamente, hay una estrecha interdependencia entre el carácter absoluto de la soberanía de los Estados, su encarnación de lo “político” como tal y la represión de pretensiones “pluralistas” que tienden a neutralizar la distinción del amigo y del enemigo, impidiendo que se forme una “comunidad existencial de intereses y de acción”, un sujeto susceptible de manifestarse en “la situación concreta cuya consecuencia última es una agrupación según amigos y enemigos” (en particular la guerra, el peligro nacional) (Schmitt, 1991, p. 60).
Schmitt juega aquí un rol sutil. Por un lado, no son más las categorías de totalidad o unidad las que son enfatizadas, sino la de comunidad. La comunidad no solamente no excluye el conflicto, sino que lo presupone: nace y se preserva de enfrentar un enemigo mortal. Más generalmente, ella requiere una decisión organizadora respecto a la demarcación del amigo y del enemigo: “El sentido es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación” (Schmitt, 1991, p. 57). Hay que decir que, sin que aún haya sustancia propia de lo político antes de que la distinción del amigo y del enemigo invista tal o tal dominio de la existencia y la “politice”, tampoco hay comunidad preexistente a la guerra, en el sentido lato del término. Lo que hace la comunidad, no es ni la conciliación del antagonismo ni la regulación del conflicto bajo el control y la garantía del Estado, sino el hecho de ponerse ella misma en peligro haciendo frente al antagonismo que debe superar. Lo que, en la práctica, quiere decir esto: la comunidad política tiene por condición negativa la reducción de los “pluralismos” en pos de antagonismos simples y “existenciales” (como pueden ser la lucha de clases, de razas, de religiones, de naciones rivales), que a su vez son realizados por el Estado. Tal concepción es coherente con la tesis central del libro, a saber, que lo estatal no se confunde con lo político, al mismo tiempo representando históricamente la forma privilegiada de su realización. Pero entonces el criterio de lo político conduce a una alternativa, y Schmitt no duda en formularla. La reducción del pluralismo es susceptible de realizarse en dos formas opuestas: sea en la modalidad de una revolución social antiestatal, sea en la modalidad contra-revolucionaria de una represión de movimientos sociales que se “politizan” contra el Estado, o definen otros enemigos distintos de él.[46]
Hace falta así, luego de haber inscrito en la definición del Estado y de su función histórica la primacía de la comunidad y del riesgo de muerte, inscribir en el antagonismo político un suplemento de soberanía estatal. Eso que hace ya Teología política precisando que la soberanía no reside solamente en la “decisión sobre la excepción”, la suspensión del orden establecido, sino en esta suspensión en vistas al restablecimiento del orden jurídico y de la normalidad amenazada, lo que solo es posible si la decisión que se libera de las coacciones formales del orden procede, ella misma, siempre ya, de un orden anterior o de una decisión contra el “caos” (Schmitt, 2009, pp. 13-17). Es ese suplemento que Schmitt procura pensar con Hobbes, tomando prestados sus conceptos forjados en la “situación de excepción” de guerras civiles religiosas y en la lucha por un Estado “fuerte” capaz de neutralizar a sus competidores, comenzando por las Iglesias, contra las cuales devuelve, de algún modo, su propia potencia teológica. Es así, muy exactamente, que se sitúa la prueba de fuego para la confrontación Hobbes-Schmitt: ¿cómo Hobbes ha, por su parte, pensado las relaciones de la pluralidad y la comunidad, de la soberanía y de la enemistad o del antagonismo? Todo dependerá de dos preguntas: ¿cómo se aplica en él la categoría del enemigo, sea a los enemigos “internos”, sea a los enemigos “externos”? ¿Qué significa para una “asociación” social, y para los individuos que la constituyen, reconocer la soberanía del poder del Estado?
Hobbes: de la “alienación total” a las “organizaciones sujetas”
No solamente podemos sostener que la cuestión del “pluralismo” no es ajena a Hobbes, sino que podemos pensar que es central en el Leviatán, y que el enigma de las relaciones sociales reunidas en él por el absolutismo con su contrario aparente, un cierto “liberalismo” adelantado a época, se esclarece solamente a partir de ella. No es suficiente, para ser claro, especular con el fundamento “individualista” de la política hobbesiana, porque su concepción de la individualidad humana es irreductible a la autonomía o a la autosuficiencia: o bien el individuo carece radicalmente de las condiciones de realización de sus propios fines (comenzando por la supervivencia), o bien las encuentra en la sumisión de sus “fuerzas” a un organismo colectivo, que deja a la “propiedad de sí mismo” solo una función residual y desesperada. Y, aunque ese dispositivo teórico introducido en el Leviatán sea crucial para la genealogía intelectual de las instituciones liberales, no hace falta explorar más las posibilidades del desarrollo y de la variación de la idea de representación tal como la concibe Hobbes: una “ficción” jurídica operativa, por la cual el conjunto de los ciudadanos se reconocen como autores de decisiones del actor a quien abandonan su derecho de legislar y de hacer respetar la ley, a cambio de la paz interior que les garantiza. Pues ese esquema (por el cual Rousseau inventará más tarde la expresión asombrosamente “hobbesiana” de alienación total[47] [1762/2005, p. 23])[48] no designa más que un principio de legitimidad asociando paradojalmente la constitución del pueblo a partir de la multitud con su desaparición en sus propios “actos”. Pero hay que pensar en conjunto el principio representativo y su poder de organización de esferas de la actividad social, dicho de otra manera, el efecto a cambio de la centralización estatal de la autoridad sobre la vida de los “órganos” del cuerpo político y las relaciones entre los ciudadanos.
Es exactamente eso que Hobbes va a hacer en el capítulo 22 del Leviatán, intitulado en inglés “Of Systemes Subject, Politicall, and Private” (Tricaud traduce “las organizaciones sujetas”, Mairet: “las organizaciones sujetadas”),[49] término a la vez muy general y directamente ligado a la temática del organismo artificial, que puede subsumir todos los “colectivos” (“By Systemes I understand any number of men joyned in one Interest, or one Business”) y conduce al problema de su diferenciación en la relación que mantienen con el “tercero” soberano.[50] Detengámonos un instante sobre este argumento crucial: Schmitt no lo discute explícitamente, pero no por eso no puede conocerlo. Y en verdad no cesa de evocarlo a través de su insistencia en la idea de que el criterio práctico de la soberanía es la respuesta a la pregunta: “¿quién juzgará?” (quis judicabit?).
Lo que es chocante en el razonamiento de Hobbes es que combina dos procedimientos. Uno es un procedimiento descriptivo de clasificación, que procede por dicotomías: abarca las organizaciones en dos grandes categorías, las organizaciones “regladas” (regular) y “no regladas” (irregular), luego subdivide cada una. El otro es un procedimiento normativo de eliminación: opone las organizaciones “lícitas” a las organizaciones “ilícitas” (lawfull vs. unlawfull), que podemos encontrar (al menos en apariencia) en las dos categorías iniciales. Pero estos procedimientos no son realmente independientes, porque ciertas subdivisiones, de hecho, solo contienen organizaciones lícitas (así las Politicall Systemes, es decir, las organizaciones de derecho público, incluso llamadas “personas jurídicas”, “cuerpos políticos” o “corporaciones”, que son ordained for Government); y otras, de hecho, solo contienen organizaciones ilícitas —así las organizaciones “privadas” distintas de las familias y las asociaciones de comerciantes con el fin de un asunto (Traffique) determinado: son, según la asombrosa enumeración propuesta por Hobbes, los reagrupamientos de mendigos, de ladrones, de bohemios o más generalmente nómadas, pero también los “partidos del extranjero” (noción que de hecho tiene por objeto a la Iglesia católica sumisa a la autoridad de un soberano extranjero: el Papa), y por último, eso que es mucho más sorprendente incluso, las “concentraciones espontáneas” o “atropellos” (concourse of people) con carácter político, religioso, moral, siempre que, por su número o su comportamiento, devengan incontrolables por la autoridad—.
El cuadro completo obtenido entrelazando los diferentes criterios[51] deja claramente emerger dos polos antitéticos que recorren la totalidad del campo social (el pluralismo de “sistemas”). Por un lado, tenemos el polo singular, único por definición,[52] de la organización soberana, caracterizada por la naturaleza “ilimitada” de su poder e independiente de toda otra organización, que no tiene solamente la capacidad de administrarse, sino que representa la última instancia de todos los conflictos o controversias que se presentan en el seno de otras organizaciones, aunque según las modalidades diferentes según sean públicas o privadas. Es ella quien “juzga”. Esta organización soberana, que no es otra que la República, establece la ley por la que luego toda organización, toda práctica aparece como lícita o ilícita. Por otro lado, tenemos el polo difuso, “múltiple”, de comportamientos ilícitos, organizados (es decir, situados bajo la autoridad de un “representante”, dependientes de un poder interno) o desorganizados (dependientes de la “fermentación”, del movimiento de la opinión, de la “conspiración”). Son virtualmente sediciosos, porque su forma misma implica una negación de la autoridad (y hay allí un círculo, evidentemente, porque el carácter sedicioso proviene de que la autoridad no los admite). Al respecto, pienso, reconocer aquí una nueva figura de la dualidad de “estados”, la forma jurídica lograda bajo la cual ella se transpone en el espacio civil y se formula a los ojos de la soberanía. La eliminación de las organizaciones ilícitas aparece entonces como la contraparte de la singularidad del Estado, la sombra proyectada de la potencia que ejerce sobre el conjunto de las organizaciones, que podemos también interpretar como potencia de organizar las organizaciones.
Una tipología tal presenta muchas características que verifican la interpretación de Schmitt. Ésta organiza las relaciones entre “sistemas” constitutivos de la pluralidad social no como relaciones formales o funcionales, sino como relaciones de poder inmediatamente investidas de una significación jurídica, por intermedio de la noción de representación. Son los representantes quienes articulan la organización y no a la inversa. Ésta confiere también, como lo nota Schmitt para hacerla el punto de partida de la “neutralización” característica de los sistemas positivistas modernos, una significación esencial a la distinción de lo público y lo privado: en un caso los representantes encargados de “gobernar los hombres” son investidos por el soberano, que les asigna una misión determinada, en el otro los representantes (así, el padre de familia) proceden de la organización sujeta, pero solo pueden ejercer su autoridad en los límites y sobre los objetos definidos por la ley, es decir por el soberano. Pero esta diferencia entre control directo e indirecto, definiendo dos grandes modalidades de la obediencia social, no hace más que resaltar la característica común: el hecho de que en todos los casos el soberano se reserva el derecho de juzgar sin apelación, con la sola condición de haber previamente enunciado la ley. Ninguna organización, sea pública o privada (ni siquiera la familia), puede saldar las controversias entre sus propios miembros ni castigarlos en caso de comportamiento criminal. Este reconocimiento interno, directo o indirecto, del carácter “ilimitado” de la soberanía hace solo que las organizaciones sean “lícitas”, o permanezcan en el cuadro de la legalidad. Esta condición es especialmente importante al considerar el caso de organizaciones religiosas, esto es, la diferencia entre las Iglesias que se inscriben en la legalidad (lo que quiere decir que la República define las condiciones de su actividad: dogmas, manifestaciones, predicación…) y las otras: las conspiraciones de base religiosas (pensemos en los puritanos) y el “partido del extranjero” (Roma). La noción crítica de “potencias indirectas” privilegiadas por Schmitt aparece constitutiva de la idea misma del orden público.[53] El reino de la opinión colectiva, en particular el de la creencia religiosa, que afecta directamente el régimen de la obediencia, no puede ser reenviado a lo privado: solo puede oscilar entre la función pública y la sedición, donde sí encontramos una “politización” en términos de amigo y de enemigo. Por último, la concepción de la legalidad desarrolladas aquí (que tiene por correlato la idea negativa de la libertad civil en tanto que “silencio de la ley”: capítulo 21) implica la criminalización de la disidencia: tendencialmente al menos (pero es el Estado quien juzga los umbrales significativos, por ejemplo en el caso de los “tumultos”), toda oposición es una delincuencia, y todo desorden una amenaza política, sino una traición.
Sin embargo, una vez que esas convergencias masivas son evidenciadas, descubrimos incompatibilidades igualmente radicales. Ellas tienen una significación de principio y se manifiestan ya a propósito de la figura del “enemigo”. Es ciertamente remarcable que el pesimismo antropológico de Hobbes y su concepción coercitiva, incluso primitiva, de la ley civil desemboquen en un esquema de organización del cuerpo político que, para poder “animar” el organismo entero y reducir la multiplicidad a la unidad, debe aislar un resto inasimilable de vida social y reunirlo frente al soberano en la figura de un enemigo público. Pero precisamente este enemigo que denomina el “terror” preventivo, fundamentalmente heterogéneo (la Iglesia católica, los bohemios, las muchedumbres…), no tiene rasgos sustanciales o “identitarios”. Es el otro del pueblo, no es otro pueblo, ubicado al exterior o al interior por las características permanentes. Contrariamente a lo que piensa Schmitt, la concepción que Hobbes se hace del enemigo en ese sentido no está “indeterminada”, sino que ella está destinada a caracterizar el margen de indeterminación y de riesgo que la institución política trabaja para reducir. Schmitt tiene razón, ciertamente, de plantear que la política en Hobbes tiende a solaparse con la policía, como lo reitera en su libro sobre el Leviatán, asociando este análisis a una crítica de la concepción positivista de la ley que transforma el juicio en “registrador de infracción”. Pero él no ve que se trata de pensar de la misma manera una “hostilidad pública” sin unidad preexistente, y que en ese sentido no es “concreto”, o más bien cuyo carácter concreto refiere a comportamientos y no individuos amenazantes en ellos mismo. Al menos que no haga reconocer que, virtualmente, todo individuo es amenazante.
Ahora bien, eso que aparece también negativamente puede también ser concebido como una característica constructiva de la alienación total en el sentido hobbesiano, dicho de otra manera, de la forma en que el procedimiento representativo incorpora a los individuos al soberano, extrayéndoles sus pertenencias, las organizaciones “corporativas” en las cuales unos actúan con otros y sobre otros. Si suponemos que el pacto hobbesiano “originario” está sujeto a una permanente reconducción (solo sería en razón de la inseguridad y el miedo que no cesa de conjurar), podemos sugerir que la relación del soberano a los “sistemas”, en la cual los ciudadanos-sujetos experimentan los efectos de la autorización que han conferido, es una suerte de descomposición y de recomposición virtual de la pluralidad de pertenencias colectivas. A cada instante, sometiéndose a la jurisdicción suprema, los sujetos “vuelven al estado de naturaleza” para efectuar la superación, disuelven las organizaciones de las que son miembros y las reforman en tanto que órganos de la seguridad y de la paz civil. En el seno mismo de las diversas pertenencias que los civilizan, ellos observan el rostro personal/impersonal del soberano (poder y ley) que hace de su multitud un pueblo, y ellos son observados fijamente y discriminados, “juzgados” por él.[54]
Esas características del enemigo según Hobbes y de la totalidad jurídica que instituye en él el “lazo político” pueden ser puestas en relación con las apuestas simbólicas e ideológicas a las cuales Schmitt otorga la atención más grande, pero que no trata a todas de la misma manera. Ellas sugieren un movimiento de “secularización” de la imagen teológica —al menos que no sea de parodia irónica y blasfema— que reúne trascendencia e inmanencia en la representación del cuerpo político, en tanto que creación sobrehumana del hombre. Sin duda no es suficiente, aquí, hablar de una teología política de la encarnación que haría “descender sobre la tierra” la omnipotencia divina, para transferir los atributos al Estado: podemos hasta hablar de una versión mecánica y antropomórfica del corpus mysticum, del “cuerpo glorioso de Cristo” cuya Iglesia visible refleja y prefigura la unidad invisible.[55] Esto quiere decir que el principio de unidad en la obra de la construcción política[56] se desarrolla, en efecto, al interior de cada colectivo, para “interpelar” cada individuo o requerir su sujeción, implicando una alteridad radical en relación con el mundo de las acciones humanas. La multitud humana solo puede recibir su propia unidad de un Otro que, para cada individuo particular, representa a la vez eso que más desea y eso que más teme, y en la necesidad por la cual debe fabricarlo —eso que Hobbes llama justamente “ficción”—.
No obstante la dimensión teológico-política no es más que el índice de una cuestión más importante, tanto para Hobbes como para Schmitt, pese a que, incluso, sus orientaciones sean divergentes: la de la figura política del pueblo y de su relación con la soberanía, dicho de otra manera del poder constituyente. El universalismo intrínseco del esquema hobbesiano de la alienación aparece en efecto indisociable de una proposición revolucionaria en lo referente a las relaciones de la igualdad y de la libertad, pero que Hobbes revierte su uso completamente. Él logra así componer la configuración teórica extraña de un igualitarismo contrarrevolucionario, en el cual el Estado, por medio del “pacto” donde todos se alienan, retoma en propia cuenta una idea subversiva, pero para retornar la eficacia contra toda posibilidad de contestación de poder. Aunque Schmitt deduce de su propia crítica del pluralismo un principio de orden “concreto” esencialmente jerárquico.
La igualdad en Hobbes, lo sabemos, es primero una igualdad “natural” del miedo de la muerte y la capacidad de amenazar la vida y los bienes de otro. Ésta se encuentra seguida por la igualdad civil que el Estado establece disolviendo las múltiples autoridades propias a cada organización, o no contándolas para nada frente a la suya propia, que ubica a todos los sujetos ante la ley. Esta pasa así del reino de la libertad al de la obligación, o más bien de una libertad total, “salvaje” sino autodestructiva, a una libertad enmarcada, “encadenada”, con las “manos atadas”, que solo puede desarrollarse en los intersticios de poder, pese a que permanezca indisociable de su legitimidad.[57] Hobbes, el contrarrevolucionario, ha descartado así la idea de un “poder constituyente” del pueblo, y la perspectiva insurreccional que le es históricamente indisociable —suficiente considerar como tal el momento evanescente del pacto, donde la multitud inviste a su representante para ser unificada por él—. Pero hace falta permanecer lo más cercano posible a formulaciones que (como en Rousseau, por ejemplo) operarán la “reducción de verticalidad” del poder y reducirán la soberanía en la inmanencia del pueblo y de su ser colectivo. Schmitt, al contrario, incluso si en sus primeros textos ha abarcado la identidad de los gobernantes y los gobernados entre las tesis características de la tradición democrática a la cual se alía contra el parlamentarismo, transpone sistemáticamente la igualdad en identidad sustancial, incluso en homogeneidad del pueblo, en la cual ve la condición de la institución estatal moderna (nacional). Por ello repudia el universalismo que pertenece típicamente a la ciudadanía hobbesiana. En cambio él mantiene, explícitamente o implícitamente, la perspectiva de un poder constituyente en el origen del “poder constituido” o de la organización de los poderes en el Estado, más allá incluso de la Teoría de la constitución de 1928 donde esta correlación proporcionaba al análisis su hilo conductor, permitiendo pensar la constitución como una unidad de contrarios. Puesto que ésta es para él indisociable de la oposición entre legitimidad y legalidad, y designa en el lenguaje mismo del derecho la condición política de su formación. El poder constituyente es otro nombre de la soberanía en tanto que ella decide el orden a partir de su suspensión “excepcional”. Es la unidad política “supra-estatal” que anticipa la unidad del Estado y le confiere la fuerza de destruir el caos.[58]
Asistimos así a un cruce casi completo entre las formulaciones de Hobbes y las de Schmitt, que acercaban al final sus concepciones decisionistas de la soberanía.
Esta situación naturalmente esclarece los cambios de posición de Schmitt en relación con la función de contradicciones que cree poder relevar en el pensamiento de Hobbes. Pero sobre todo, ella abre una posibilidad de formular una hipótesis conclusiva concerniente a la naturaleza del lazo entre la persistente interrogación del sentido de lo "simbólico" hobbesiano del poder en 1938, y la coyuntura política contemporánea, así como el “giro” que ella determina en el lenguaje y los objetivos teóricos de Schmitt.
Hobbes, ¿la “resistencia” de Schmitt?
Esta hipótesis es la siguiente, y la planteo no como establecida de manera incontestable, sino de manera conjetural para abrir la discusión. Sabemos que Schmitt, de una manera muy particular, ha querido presentar después su libro sobre el Leviatán de Hobbes como el ejemplo de una estrategia “straussiana” de escritura por los tiempos de persecución, que representaba su forma personal (y por definición secreta, accesible solamente a él o a una rara constelación de información privilegiada) de resistencia al “totalitarismo”, hasta poniendo como ejemplo de su irredentismo eso que —como veremos— constituía de hecho su argumento último contra el “individualismo” hobbesiano: la identificación de la libertad con el silencio del pensamiento en el foro interior de cada uno. Lo que no impide en absoluto que se encuentre obligado de desviar, e incluso de invertir pura y simplemente, luego, el significado (lo cual es el sentido de la tesis enunciada en el “Posfacio”, que rompe el hilo entre Hobbes y la crítica Iluminista[59] y que hace de Hobbes, contra toda evidencia, el teórico —en absoluto irónico— de la apertura a la trascendencia cristiana en la era de la secularización de la ley). ¿No sería mejor tomar el término de resistencia en un significado diferente? Esto es lo que yo propongo por mi parte. Lo que ha resistido, no es Schmitt por medio de una interpretación de Hobbes que tiende a “depurar” el significado de su obra, disociando el componente decisionista o el pensamiento del soberano del componente liberal o del mecanismo individualista, del positivismo jurídico adelantado a su época. Es más bien Hobbes mismo, es decir la sistematicidad y la potencia paradojal de su teoría, en Schmitt: en la relación difícil que Schmitt mantiene con los elementos de su problemática personal, y con su utilización contextual.
Pero esto solo ha sido posible, por supuesto, en la medida en que los temas y los términos esenciales de la filosofía de Hobbes no cesan jamás de jugar un rol de mediación en esa relación del “jurista comprometido” (como dice Olivier Beaud) de sí mismo a sí mismo. Podemos llamar a esta, si queremos, la “identificación” de Schmitt con Hobbes. Pero, y mucho mejor aún, en la medida en que Schmitt mismo, en particular por su exégesis del nivel simbólico del pensamiento de Hobbes y de la clave que hay que buscar para comprender el aspecto “esotérico” del Leviatán, se daba (y nos damos también) los medios para restituir una conflictualidad de lo político que la lectura de Hobbes como simple “contractualista” o fundador del individualismo moderno no puede evidentemente hacer sospechar.
Si esta hipótesis es sostenible, otras investigaciones, otras confrontaciones se vuelven necesarias. Porque el retorno incesante de Schmitt a los problemas planteados por el libro de Hobbes, la variación incesante de la evolución de los conflictos de tendencias que se juegan no significan que Schmitt invoca a Hobbes, sea para asegurarse una posición en las luchas de partido, de ideología y de prestigio, sea para atribuir, a una teoría política de la autoridad cuyo sentido pensaría detener, la profundidad histórica y el aura que puede procurar su afinidad con un gran pensamiento “solitario”. Significan más bien que Schmitt va “desesperadamente” a buscar en Hobbes, en una experiencia de escritura cuyo resultado permanece desconocido con antelación (lo que no sucede, por supuesto, sin un cierto beneficio de disfrute estético, en absoluto “secundario”), una posibilidad de responder a las cuestiones que su propia teoría no supo, o pudo, resolver. Y percibimos muy fácilmente dos terrenos sobre los cuales esta investigación podría tener impulso, uno más “político”, el otro más “teórico” o, si se quiere, epistemológico.
El primero concierne a la cuestión de la constitución del Tercer Reich. La actividad de Schmitt durante los años 1933 a 1936 consiste precisamente en investigar esta “constitución” inhallable —alternativa a aquella Weimar que no ha cesado de vilipendiar como una imposición extranjera y un triunfo del “pluralismo” sobre el Estado— operando la síntesis de la noción de un “Estado total”, controlando o politizando el conjunto de las esferas de la actividad social, con la de un “orden jurídico concreto”, en el cual se manifestaría la potencia “constituyente” de un pueblo dotado por la historia (y sin duda también por el decreto divino) de una identidad espiritual inquebrantable y de una misión imperial de la reorganización del “viejo” continente europeo, frente a las nuevas hegemonías mundiales (americana, fundamentalmente).[60] Pero esta síntesis es imposible, porque los elementos que debe reunir —tradición “prusiana” y revolución “nacional-popular”— son radicalmente heterogéneos, y que la coyuntura de institucionalización del Tercer Reich, en lugar de procurar una mediación política, las distiende definitivamente. Es la explosión del paradigma de la “revolución conservadora”. No solamente, como bien lo han remarcado los historiadores, los conflictos de facciones del nacionalsocialismo, su “pluralismo” interno o más bien su anarquía institucional, no son susceptibles de formalización constitucional, sino que el dictador mismo no se aloja en un lugar próximo a un pensamiento jurídico de la legitimidad. No quiere ni puede tampoco ser el Hüter der Verfassung (“guardián de la Constitución”) o el Lord Protector de un orden nuevo. El escrito propiamente nazi de Schmitt (por lo demás, muy mal recibido): Estado, movimiento, pueblo. La organización triádica de la unidad política, es el testimonio patético de esta imposibilidad, no solamente por el servilismo de las proposiciones relativas al “Führerprinzip” y a la “Artgleichheit” del pueblo alemán que comporta, sino por la mediocridad de la construcción “dialéctica” a la cual procede para hacer del “movimiento” que emana del Führer el espíritu del pueblo al obrar en la jerarquización de las competencias “personales” en el seno del Estado. No es difícil imaginar que el autor de la Teología política y de la Teoría de la Constitución haya buscado escribir otra cosa sobre las relaciones de lo mecánico y de lo orgánico, de lo universal y de la singularidad histórica en el campo político. En un sentido, el Leviatán es justamente esa tentativa.
Pero hay otro terreno que no reviste menor importancia: es el de la “tipología” de los discursos meta-jurídicos, de las orientaciones del pensamiento constitucional y de la evolución en su uso político. El gran debate aquí —lo sabemos, y los textos contemporáneos vuelven a esto sin cesar—, opone a Schmitt al “positivismo jurídico”, y particularmente al pensamiento kelseniano. Schmitt no ha cesado de explicar que el positivismo jurídico estaba obligado, para no sostener la paradoja de un derecho (de una legalidad) sin efectividad (o volviendo a la idea iusnaturalista de una efectividad “moral”, de algún modo una efectividad sin potencia), a combinar dos inspiraciones de hecho heterogéneas: el “normativismo” y el “decisionismo”, bajo la dominación del primero. Él mismo, desde la Teología política y a fortiori en las obras del último período, opone a esta combinación una combinación simétrica: la del decisionismo (pensamiento de la soberanía) y el del institucionalismo (pensamiento del orden sociopolítico objetivo: no normatividad sino normalidad). La única posibilidad que no explora, en el fondo, es la de una combinación de institucionalismo y de normativismo que se expresaría en el riguroso planteo de la “ley natural” y de la “ley civil”, tal como la encontramos en ciertos desarrollos del Leviatán (en particular en los capítulos 22 sobre las “organizaciones” y en el capítulo 26 sobre las “leyes civiles”, donde figura la remarcable proposición según la cual “la ley de naturaleza y la ley civil se contiene una a otra y son de igual extensión” [Hobbes, 1651/2010a, 26.8, p. 219]). Tal sería justamente el significado del “artificio”, o de la construcción institucional, cuyo resorte es la fundación de la ley sobre el contrato (así sobre la libertad de los individuos) y la expresión exclusiva del contrato en la forma de la ley (así del principio de obediencia). Hobbes es el institucionalista más profundo, capaz de subsumir en el pensamiento de la institución, a la vez, el de la norma (la legalidad y su orden previsional: nullum crimen sine lege…) y el de la decisión (la desmesura o no reciprocidad del poder). Pero este “institucionalismo” paradojal es enteramente concebido en la modalidad del arte o de la creación humana, no tiene necesidad de ningún fundamento natural, sobrenatural, tradicional o consuetudinario.[61] Sin embargo, el examen de una hipótesis tal obligaría a Schmitt a considerar que, de una cierta manera, el positivismo jurídico puede reclamarse de Hobbes tanto como —o tanto menos como— de él mismo.[62] Ahora bien, es esto que Schmitt no cesa de decir y de confesar, de una cierta manera, a lo largo de su libro de 1938: sino en la forma de un diagnóstico de “fracaso”. Pues produce para él una pantalla a la percepción propia de su lugar en la "tópica" de los discursos jurídicos.
A fin de cuentas, eso que aparecería sin duda en esta perspectiva, es que el “encuentro” trans-temporal de Hobbes y de Schmitt (actualización de Hobbes, puesta en peligro de los paradigmas schmittianos) tal como se cristaliza aquí constituye una vía de acercamiento privilegiado hacia la naturaleza antinómica de todo pensamiento que intenta asociar sobre un pie de igualdad la política y el derecho, o de encontrar una “estructura” conceptual estable en esta asociación. Ese es el caso particularmente de estos dos autores, y de algunos otros. Una tentativa tal tiene necesariamente por efecto hacer resurgir, no del exterior, sino del interior del discurso, el elemento “diabólico” que Max Weber evocaba en El político y el científico (2010, pp. 174-175). ¿Weber lo había concebido en referencia a Hobbes, a quien su evocación de un “conflicto sin solución” entre el “genio o demonio de la política” y el “Dios cristiano” no deja de hacer pensar? Él solo cita a Maquiavelo y a Dostoievski. En cuanto al propio Schmitt, es difícil creer que no lo tuviera constantemente en mente. Ahora bien, este elemento ya sea en la coyuntura del enfrentamiento entre los “dos dioses” (mortal e inmortal, es decir, el Estado y la Iglesia, o más bien la omnipotencia material y la omnipotencia espiritual) ya sea en la coyuntura de la “movilización total” para la identidad de los pueblos y la dominación universal, predispone a todas las lucideces, pero también a todas las cegueras. ¿Pero puede ser inversamente el derecho separado de la política, y la política del derecho? “Avancemos y después veámoslo”.
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Notas // Notes
[1] Nota del Editor: En la presente edición se ha decidido no alterar el empleo de las comillas y las cursivas, aun cuando este no cumpla las normas de edición APA, para evitar intervenir excesivamente en el sentido dado por Balibar a su texto.
[2] La marca más evidente de este servilismo es el texto de 1934, “Der Führer schütz das Recht” (Schmitt, 2007, pp. 87-93), publicado para justificar retroactivamente la Noche de los cuchillos largos, cuando Schmitt, atemorizado por la ejecución sumaria de personalidades conservadoras con las cuales se mantenía cerca —particularmente el viejo canciller Schleicher, al mismo tiempo que con los jefes de las SA—, demuestra la necesidad de dar también garantías a la fracción del régimen que acaba de apoyar (Winker, 2000, pp. 36-37).
[3] El escrito apologético Ex captivitate salus no contiene ninguna alusión al judaísmo. No es el caso del Glossarium (diario de los años 1947-1951, publicado en 1991), donde el judaísmo/la judeidad son designadas por la letra “J”.
[4] El primero fue, en resumen, el de Raymond Aron, quien publicó su colección “Libertad del espíritu” en ediciones Calmann-Lévy en 1972, las traducciones pioneras de El concepto de lo político y de la Teoría del partisano, expulsando un prefacio de Julien Freund, con un par de silencios y distorsiones calculadas, que tendía a exonerar a Schmitt de su adhesión al nazismo y de hacer de él la víctima de un proceso defectuoso. El segundo es el que reclamaba Lenin, parafraseando a Goethe: “wer den Feind will verstehen, muss im Feindes Lande gehen” (quien quiere comprender al enemigo debe ir al país del enemigo) (1977, p. 306). Eso es retomado hoy por Philippe Raynaud (2001) y por todos aquellos para quien “la crítica radical del liberalismo” desarrollada por Schmitt “da sin duda buenas razones de no ser un ‘schmittiano’ pero […] no debe prohibir leer una obra que testimonia una inteligencia malnutrida de lo que combate”. En estos aspectos relevantes, criticar al enemigo es fortalecerlo.
[5] “¿Esto es un libro?”, pregunta Elizabeth de Fontenay (1986) en relación a Mein Kampf, al cual consagra un largo análisis.
[6] La expresión Extremismus der Mitte ha sida felizmente forjada, hace algunos años, por el filósofo y sociólogo alemán Uti Bielefeld para dar cuenta de los desarrollos del racismo institucional y de los sentimientos antinmigratorios en las sociedades liberales europeas contemporáneas.
[7] La frase de Arendt (2004) sobre Auschwitz, que se extiende por metonimia a todo el nazismo. Remitirse al comentario de Martine Leibovici (1998).
[8] En su obra Les derniers jours de Weimar. Carl Schmitt face à l’avènement du nazisme (1997), Olivier Beaud ha demostrado perfectamente, me parece, eso que se encuentra en la tentativa de Schmitt de “cerrar el paso a Hitler”, obteniendo de los cancilleres sucesivos (Papen, Schleicher) y de Hindemburg mismo la prohibición simultánea de los partidos “enemigos de la Constitución” (el partido comunista y el partido nazi) en 1932-1933: esta no pretendía de ninguna manera, contrariamente a la leyenda mantenida por una parte de la escuela schmittiana en Alemania y recepcionada en Francia por Julien Freund, “salvar a la república de Weimar”, sino más bien destruirla en tanto que expresión del orden resultante del tratado de Versalles, y de reemplazarla por un régimen nacionalsocialista autoritario expresando la “Constitución real” del pueblo alemán.
[9] Tenemos aquí el índice de la diferencia con Kantorowicz, merecedor de un análisis específico, incluyendo las evoluciones totalmente divergentes de dos autores a partir de un punto de separación que parece muy próximo. Ella subyace a la lectura de Hobbes a partir del “mito” del Leviatán antes que a partir de la estructura de “ficción” de la representación. Schmitt no se interesó en la caída del “doble cuerpo” del soberano; al contrario, privilegió el “cuerpo real”, confiriéndole inmediatamente una función escatológica.
[10] La obra fundamental sobre el conservadurismo revolucionario es, hoy por hoy, la de Stefan Breuer, Anatomie de la révolution conservatrice (1996), que consagra largos desarrollos a Schmitt, en particular sobre la cuestión de la transferencia al “pueblo” de la teoría soreliana de la “violencia proletaria” y sobre la admiración constante de Schmitt por Mussolini y el fascismo italiano. El libro de Jean-Pierre Faye, Langages totalitaires (1972), contenía también análisis muy esclarecedores, en particular sobre la inestabilidad discursiva de posiciones “extremas” en la crisis de la república de Weimar.
[11] Sobre el conjunto de la cuestión de relaciones entre la idea hegeliana de la mediación de lo social y de lo político y de la problemática schmittiana del “orden concreto”, cf. el gran trabajo de Jean-François Kervégan, Hegel, Carl Schmitt. Lo político: entre la especulación y la positividad (2007).
[12] Veremos que el proyecto de trazar una genealogía del positivismo jurídico y de asignarle el lugar fundamental a Hobbes es uno de los objetivos fundamentales del libro de Schmitt sobre el Leviatán de Hobbes… Es así Schmitt mismo quien, a través de ello, estableció la proximidad conflictual de su punto de vista y el de sus adversarios, recuperado por ciertos comentadores. Sobre la complejidad del paradigma jurídico schmittiano, cuya “obra maestra” es la Teoría de la Constitución de 1928, cf. la introducción de Olivier Beaud a la traducción francesa de esta obra (1993), “Carl Schmitt ou le juriste engagé”, que muestra en particular la reivindicación antipositivista de una “constitución material” o “sustancial” que atraviese los clivajes políticos en la Alemania de Weymar (Schmitt, Rudolf Smend, Hermann Heller). J.-F. Kervégan, por su parte, insiste sobre todo en la heterogeneidad de los argumentos que Schmitt dirige contra el “normativismo” kelseniano, según se mire desde el decisionismo o el institucionalismo —una cuestión que vamos a encontrar en el corazón de su comentario de Hobbes—.
[13] Cf. el libro de Franz Neumann, Behemot. Pensamiento y acción en el nacionalsocialismo, 1933-1944 (2014), cuyo encuentro con Schmitt con un título hobbesiano no puede ser azaroso. Neumann considera que el institucionalismo schmittiano (su teoría del “orden concreto”) es lo que más se acercaría a una teoría del Estado nacionalsocialista… si el nacionalsocialismo fuera un Estado (es decir, un Leviatán y no un Behemot).
[14] Suscribo sobre este punto la posición de Dominique Séglard (1995) en su presentación a Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica.
[15] Sobre la oposición general de la corriente “revolucionaria conservadora” al racismo “darwinista”, cf. Stefan Breuer, Anatomie de la révolution conservatrice (1996, p. 102). En sus memorias, que contienen la evocación de sus conversaciones de los años de guerra, Nicolás Sombart (2002) evoca la representación de Schmitt de la historia del siglo xix como combate cósmico entre el Deutschtum y el Judentum: la germanidad cristiana y la judeidad “universalista” aliada al Imperio anglosajón en la persona de Disraeli, en quien, de manera proyectiva, designa el inventor de la filosofía de la historia como “lucha de razas” consciente de sí, que debe finalmente acarrear.
[16] Cf. État, Mouvement, Peuple. Sabemos que en francés el término alemán Gleichheit se traduce según los contextos por “similitud” y por “igualdad” (más difícilmente por “identidad”). En el desarrollo que consagra al “momento racista” en la obra de Schmitt, Hasso Hoffmann (1995, pp. 177-197) muestra bien cómo juega el paradigma de los compuestos de Art: Gleichartigkeit (homogeneidad), Artgleichheit (similitud de género o especie), Eigenart (tipo propio del pueblo alemán), etc. El título del opúsculo de Schmitt, Über die drei Arten des rechtwissenchaftlichen Denkens, de 1934, traducido al francés como Los tres tipos de pensamiento jurídico, retoma así ese paradigma.
[17] Cf. el testimonio de Taubes, especialmente en La teología política de Pablo (2007), cuya versión francesa (1999) contiene en el apéndice una serie de documentos relativos a la relación Carl Schmitt-Jacob Taubes).
[18] Olivier Beaud revela la importancia en Schmitt del esquema teológico de la aclamación popular que reclama la exclusión de los heréticos, tomado prestado de una cierta patrística (Peterson) y su convergencia con la práctica de los regímenes fascistas, o más generalmente populistas: cf. Carl Schmitt ou le juriste engagé (1933).
[19] Carl Schmitt ha procedido luego de la guerra con una operación de desplazamiento que le ha permitido presentar su inscripción en los conflictos internos del nacionalsocialismo (con los riesgos muy reales que ello conlleva) como una forma de oposición secreta al régimen, cuya figura alegórica habría sido el héroe de Melville, Benito Cereno (1997). No es imposible, además, que se haya convencido de esta versión de la historia, que correspondería a las tendencias profundas de su concepción de la “aventura intelectual” en el campo de la política. Atacado en 1934 por los dirigentes y los órganos de la SS (Himmler, Das schwarze Korps), y por los ideólogos del partido nazi (Rosenberg, Koellreuter), Schmitt perderá sus funciones oficiales luego de 1936, pero se ubicará bajo la protección de Göring, que le guardará un espacio de seguridad permanente para desarrollar su teorización de la Grossaumordnung (espacio continental europeo de dominación alemana) y de concebir los lineamientos de su concepción de la relación entre la soberanía del Estado y el orden internacional. Cf. el resumen de Dominique Séglard (1995). Es cuanto más impresionante ver que uno de los temas centrales del libro sobre el Leviatán está justamente constituido por la crítica de la distinción operada por Hobbes entre la opinión pública controlada por el Estado y el fuero interior de la consciencia privada.
[20] Salvo un título honorífico de consejero del Estado prusiano. Teresa Orozco llama, sin embargo, la atención sobre el hecho de que Schmitt entró en 1939 al consejo científico de la Gesellschaft für europäische Wirtschaftsplanung und Großraumwirtschaft, fundada en la perspectiva de la guerra de conquista europea (Orozco, 1995, p. 185; una sección importante del libro está consagrada a la discusión de la obra de Schmitt sobre Hobbes en el contexto de “estrategias filosóficas” de reforma interior del Estado nazi). Sobre la utilización conjetural por Hitler en 1939 de la idea schmittiana de una “doctrina Monroe” alemana, cf. Winkler (2000, pp. 66-67).
[21] El ensayo de Schelsky, “Die Totalität das Staates bei Hobbes” (1937-1938), constituía asimismo una crítica de aquello que Schmitt había publicado en 1937, “El Estado como mecanismo en Hobbes y en Descartes” (2005). Ese joven filósofo (que describirá más tarde su posición de entonces como próxima a la del partido nazi y será, con A. Gehlen, uno de los refundadores de la sociología en la RFA) se proponía volver a atar la concepción del “Estado total” en Hobbes (terminología compartida por Schmitt) a una crítica radical de toda “teología política” (visto implícitamente por Schmitt) así como de toda antropología individualista o pesimista, para fundar su contrario sobre una filosofía de la “potencia” y de la “acción”. Cf. Rumpf (1972, pp. 93-94); Meier (1994, pp. 172-174).
[22] Esta fórmula gnómica figura solamente en la edición latina del Leviatán, capítulo 26 (“De las leyes civiles”). Schmitt insiste siempre, en sus comentarios, en el hecho de que Hobbes ha marcado el cambio decisivo de la historia de la soberanía y el nacimiento de la concepción moderna del Estado “fusionando” los conceptos de potestas temporal y de auctoritas espiritual.
[23] Como leemos, de acuerdo a las indicaciones de Schmitt mismo (“mi hermano Thomas Hobbes”, Glossarium), una figura de identificación. Si esta existe, es en tanto que quiasmo: Hobbes ha construido inmediatamente una justificación grandiosa del Estado moderno, contribuyendo a su “fundación”, pero afectado con una falla interior que preparaba su disolución; Schmitt ha naufragado a llevar el nazismo en una dirección de un orden jurídico nuevo, pero su concepción podrá triunfar en el futuro.
[24] Es lo que distingue a Schmitt de las concepciones de C. B. Macpherson, desarrolladas más tarde en La teoría política del individualismo posesivo (2005), a la cual Schmitt se referirá en su “Posfacio” de 1965: Schmitt ve el autoritarismo de Hobbes minado por un “germen” de individualismo fundado sobre la libertad de conciencia, mientras que Macpherson ve el individualismo posesivo desembocar en Hobbes en una estructura autoritaria de regulación de los conflictos de intereses inherentes al mercado.
[25] La expresión de potestas indirectas ha sido forjada por Robert Bellarmin (De potestate summi pontificis in rebus temporallibus, 1610) para sostener la pretensión de la Iglesia católica romana de continuar ejerciendo un magisterio espiritual en el seno de los Estados de los cuales cada uno reivindica para sí solo la plenitud del imperium político, y así determinar sus orientaciones sobre sus propios fines. Schmitt, que vuelve constantemente sobre el mérito fundamental de Hobbes: haber combatido sin concesión esta pretensión y haber defendido el derecho del soberano a determinar la validez de las opiniones y normas en la esfera pública, amplía el significado del concepto a todas las fuerzas ideológicas que, en el escenario nacional o internacional, pretenden la universalidad y, así, proporcionar a los individuos o a los grupos de criterios de juicio independientes de los del poder político, liberarlos de su definición de amigo y enemigo, incluso ponerlo en juicio por sus actos en nombre de un ética superior. Lo que es en particular el caso de la mística socialista y del humanismo cosmopolita de la Sociedad de las naciones, en nombre del cual ciertos Estados son declarados “agresores” y marginados de la civilización. Cf. en particular “Völkerrechtliche Neutralität und völkische Totalität” (1938).
[26] La ausencia de toda referencia a Hegel en ese contexto (aunque Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual haga de él el teórico por excelencia de la “opinión pública” y de su función constitucional en el Estado, y oponiéndose desde ese punto de vista Marx, restaurador de un concepción “concreta” de la dictadura revolucionaria y de la dialéctica) es a primera vista extraño. Ella puede explicarse por el hecho de que el libro sobre Hobbes está escrito en un momento en el que Schmitt acentúa la dimensión “institucionalista” de su pensamiento y emprende la recuperación a su beneficio de ciertos rasgos de la concepción hegeliana del Estado concebido como totalidad “orgánica” unificada por un mismo “espíritu popular”. No es menos sorprendente ver este lugar, hoy por hoy, ocupado por el teórico de la Restauración F. J. Stahl (que la Teología política ubicaba lógicamente entre los “reaccionarios” al lado de Donoso Cortés), reenviado por las necesidades de la causa a sus orígenes judíos (bajo el nombre de Stahl-Jolson). Para el conjunto de las relaciones entre Schmitt y Hegel, cf. el libro de Jean-François Kervégan (2007).
[27] La cita se termina así: “Mira de frente a los más encumbrado, es el rey de las bestias más feroces” (Job 41, 24): inscripción del frontispicio del Leviatán al final del capítulo 28 (“De las penas y de las recompensas”). En el capítulo 15 del Leviatán, Hobbes precisa que el orgullo es específicamente el desprecio de la igualdad natural de los hombres. Destrozando su orgullo, el Leviatán restablece así el principio de igualdad.
[28] Una constante de la interpretación schmittiana de Hobbes es el privilegio acordado a la fórmula que cierra el Leviatán: “De este modo he llegado al fin de mi discurso sobre el gobierno civil y eclesiástico, discurso promovido por los desórdenes del tiempo presente, […] sin otro designio que poner de relieve la mutua relación existente entre protección y obediencia […]” (Hobbes, 1651/2010a, Resumen y conclusión.17, p. 586), que retoma la del capítulo 21: “El fin de la obediencia es la protección” (Hobbes, 1651/2010a, 21.21, pp. 180-181). Sabemos que, poco después del retorno del exilio de Hobbes, y de la publicación del Leviatán, Cromwell es proclamado Protector de la República inglesa.
[29] Él encuentra la inspiración inicial en la crítica que le fue dirigida por Leo Strauss luego de El concepto de lo político: Cf. Strauss (2008).
[30] Es porque, en última instancia, los desarrollos eruditos de Schmitt referidos a las partes respectivas de una “tradición judía” (cabalística) y de una “tradición cristiana” (especialmente luterana) en la transformación del Leviatán bíblico en una figura satánica o en un monstruo teológico-político dotado de una función escatológica tienen sobre todo el fin de extraer el espacio propio de la creación hobbesiana y de la tentativa “mitopolítica” que representa. En cambio, preparan la metamorfosis a la cual Schmitt mismo propone someter el mito, recordando en el Leviatán un “monstruo marino” y asociando los destinos de su potencia a una perspectiva del “fin del Estado”, al menos que haya construido el principio europeo de soberanía. Esta filología ha sido puesta en cuestión por la crítica contemporánea, que contesta el “forzamiento” de la tradición talmúdica a la cual Schmitt procedió de acuerdo a fuentes dudosas, de manera de apuntalar la suposición de una tradición de interpretación del Leviatán como símbolo de potencias enemigas del pueblo judío que tomará su revancha al final de los tiempos. Cf. el resumen de Ruth Groh (1998, p. 87).
[31] La idea cuasi estructural de la “totalidad mítica” se construye progresivamente en los comentarios de Schmitt sobre Hobbes. En la Teología política, Schmitt escribe que, “a pesar de su nominalismo y su naturalismo, a pesar también de haber convertido al individuo en átomo, [Hobbes] fue siempre personalista y postuló siempre una última instancia decisoria, concreta, llegando incluso a exaltar su Estado, el Leviatán, al rango de persona monstruosa elevada al nivel de lo mitológico. No es esto en Hobbes antropomorfismo, del cual estaba realmente libre, sino la exigencia metódica y sistemática de su pensamiento jurídico” (Schmitt, 2009, p. 45), es decir, una tentativa indirecta, metafórica, para expresar la unidad de contrarios con la cual su teoría lidia. Mientras, luego de 1945, Schmitt buscará “salvar el alma de Hobbes” detectando en él un elemento indestructible de trascendencia religiosa (y no solamente un “punto límite” de la decisión soberana), forjará otra figura estructural: la del “cristal hobbesiano” disponiendo las cinco formulaciones que definen las relaciones recíprocas de la verdad, la autoridad, la ley, la potencia y la seguridad de los individuos, evocada aquí muy alusivamente en una nota de su posfacio, “La reforme parachevée” (1963, p. 192, pp. 188-189).
[32] Nota del traductor (NdT): El término original francés es quadriparti, que, a su vez, es la traducción que se hace del término Geviert utilizado por Heidegger (1983, pp. 163-192) en una conferencia sobre Hölderlin. Aunque la palabra francesa de la cual Balibar se vale no tiene traducción directa al español, usamos “figura cuatripartita” en tanto creemos que representa el espíritu más propincuo al sentido de una unidad que aúna cuatro particularidades.
[33] Respecto de los detalles de esta historia, cf. los dos libros de Heinrich Meier ya citados.
[34] Es posible que Schmitt haya debido tomar precauciones. El libro de Strauss fue redactado en Francia y en Inglaterra gracias a una beca de la Fundación Rockefeller otorgada por la recomendación de Schmitt, y que le permitió a continuación ubicarse lejos del daño del antisemitismo nazi. Véase la traducción francesa por A. Enegrén y M. B. de Launay, La philosophie politique de Hobbes (1991) [La filosofía política de Hobbes (2006)].
[35] Strauss, utilizando de manera ciertamente deliberada el término schmittiano de “secularización” (que pone entre comillas), plantea la cuestión de saber si encontramos aquí una transposición de la antítesis cristiana entre el orgullo espiritual y el temor de Dios (que deviene en la política en “Dios mortal”, es decir, el Estado). Concluye que se trata más bien de una nueva moral política antinaturalista.
[36] Que la distinción no sea clara está confirmado por el frontispicio de De cive en las dos ediciones, grabado como lo será más tarde el del Leviatán siguiendo las indicaciones mismas de Hobbes, donde la antítesis de dos “estados” de autoridad civil (imperium) y de libertad natural (libertas), ilustrado por el cara a cara de una figura soberana y de un salvaje caníbal americano, es puesta en correspondencia con la oposición teológica del paraíso y del infierno tales como son desempatados por cristo en el Juicio final. Cf. las ilustraciones y explicaciones de Horst Bredekamp (1999, pp. 144-152, 159-166).
[37] Sobre el origen y las utilizaciones de esta fórmula retomada por Hobbes en la epístola dedicatoria de De cive, cf. el artículo de Jacqueline Lagrée (1995, pp. 116-132).
[38] Sobre el miedo en tanto que horizonte universal del pensamiento de Hobbes, cf. Leo Strauss (1991) y Roberto Esposito (2003).
[39] Esta interpretación ha sido especialmente desarrollada por Frieder O. Wolf (1969), que parte de la noción schmittiana de lo político para repensar la antítesis de lo natural y lo artificial y su evolución en la obra de Hobbes. En Naissance de la politique moderne: Machiavelli, Hobbes, Rousseau (1977), Pierre Manent defiende una variante que resulta finalmente en una conclusión opuesta: la base del contrato hobbesiano, que absorbe todas las fuerzas de los sujetos en la del soberano y los reduce al silencio definitivo, es un “pánico racional” (1977, p. 57), pero que se suprime él mismo dialécticamente; dado que los sujetos son despojados de todas sus fuerzas, no representan ninguna amenaza para el soberano, no hay así “razón […] para que el soberano se conduzca de tal manera que él perjudique a esos sujetos; mejor aún, hay buenas razones para que se muestre naturalmente benévolo en relación a ellos´” (1997, p. 49). Según este esquema incontestablemente teológico (incluso si está “secularizado”), es la “perfección de la omnipotencia” encarnada por el soberano que lo lleva a romperse solo parcial y razonablemente. Por último, en Souveraineté et légitimité chez Hobbes (1998), Frank Lessay pasa al otro extremo: luego de haber reconocido explícitamente que en Hobbes los dos “estados” no están separados, se encamina (teniendo en cuenta especialmente el contexto histórico de las controversias sobre la monarquía absoluta) a demostrar que, “contrariamente a las apariencias”, el soberano en Hobbes es parte integrante del pacto, así sumiso a las obligaciones correlativas de los sujetos —sino equivalentes—.
[40] La idea se encuentra explícita en la Teología política (2009: p. 48) y es retomada en 1934, en el momento en que Schmitt toma aparentemente sus distancias en relación al puro “decisionismo”: “Para Hobbes, el máximo representante del tipo decisionista, la decisión soberana es la dictadura estatal que crea la ley y el orden en y sobre la inseguridad anárquica de un estado de naturaleza preestatal e infraestatal” (Schmitt, 2012, pp. 273-274).
[41] Esta noción de soberanía como concepto límite, que da cuenta contradictoriamente de la exterioridad y la interioridad, es la que desarrolla Giorgio Agamben, en particular en Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida (1998), refiriéndose explícitamente al comienzo de Teología política de Schmitt: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Solo esta definición puede ser justa para el concepto de soberanía como concepto límite. Pues concepto límite no significa concepto confuso” (Schmitt, 2009, p. 13).
[42] Tomado prestado de San Pablo, Segunda epístola a los tesalonicenses, II, 6 (cf. Schmitt, 2009, p. 104).
[43] La cuestión del “pluralismo” y de su relación con los principios constitucionales del “Estado neutral” y del “Estado fuerte” está especialmente en el centro de la obra de Olivier Beaud, Les derniers jours de Weymar, cuyo hilo conductor es el análisis del sentido y de las condiciones de la propuesta por parte de Schmitt de prohibir los partidos políticos “extremistas” antes de la toma del poder de Hitler. Véase igualmente el capítulo 2 de la obra citada de J.-F. Kervégan: “Legalidad y legitimidad: del Estado de derecho al pluralismo”.
[44] Esta tesis —que conduce a plantear en el seno de un orden jurídico no solamente “órdenes” inferiores y superiores, sino “derechos superiores” e “inferiores”— es retomada, siempre en referencia a Hobbes, en El concepto de lo político (Schmitt, 1991, pp. 87-97). En verdad, la argumentación de Schmitt se encuentra aquí fuertemente condicionada por el hecho de que el “poder” al cual se refiere como un paradigma de una reivindicación de autonomía frente al Estado es una vez más el poder espiritual (la potestas indirectas) de la Iglesia y de sus jefes.
[45] Cole y Laski son los “socialistas corporativos” y los continuadores de la Sociedad Fabiana, crisol de la síntesis socialista-liberal (por contraposición a la “socialdemocracia”). Se reclaman dentro del pragmatismo de Williams James y de su pluralismo de la “experiencia”. En esta ocasión, Schmitt realiza una interesante genealogía del pluralismo social y político. Esta incluye, bien entendida, al federalismo proudhoniano y sus desarrollos anarcosindicalistas (de donde procede la exclamación de Berth: “El Estado está muerto”). Sobre todo, ella comporta numerosas referencias a la obra de Otto von Gierke sobre el “derecho asociativo” (o corporativo) en la tradición alemana: Das deutsche Genossenschaftsrecht, publicada a partir de 1868, muy influyente en el mundo anglosajón. Gierke sostiene que existe una continuidad entre las “corporaciones” y los estatutos de autonomía de las colectividades medievales y el derecho asociativo contemporáneo, en el cual se inscriben el sindicalismo y el socialismo municipal. Sobre la tradición que lleva de Gierke a Cole y a Laski, y que puede hacernos remontar a una lectura de Hobbes, cf. David Runciman (1997).
[46] La referencia al marxismo y al bolchevismo es explícita. Schmitt cita la interpretación “hegeliana” de la política leninista realizada por Lukács en Historia y conciencia de clase (1923). Pero es difícil no ver que esas formulaciones arrojan directamente a las alternativas que había enunciado el joven Marx en Lucha de clases en Francia (1850): mientras la lucha de clases “llega a sus extremos”, solo hay dos posibilidades, la “dictadura de la burguesía” (o del partido del orden) o la “dictadura del proletariado” (o del partido del movimiento, la “revolución permanente”).
[47] NdT: Aunque Leticia Halperin Donghi lo traduce por “enajenación total” (Rousseau, 1762/2005, pp. 53-56), la expresión literal utilizada por Jean-Jaques Rousseau es “aliénation totale”.
[48] Hobbes no habla de alienación sino de sumisión total (“Resumen y conclusión”, Leviatán). Cf. Lucien Jaume (1986), de quien tomé prestado numerosos análisis, sin necesariamente compartir la totalidad de las conclusiones que se desprenden. El principal punto de contacto entre Hobbes y Rousseau es evidentemente, como lo insiste Jaume, el hecho de que, en los dos autores, la propiedad privada en el sentido jurídico del término tiene por condición la decisión del soberano de “devolver” a los dueños, en los límites determinados, los bienes de los cuales tiene la sola disposición eminente. Por su lado, Yves-Charles Zarka, en La décision métaphysique de Hobbes (1990, pp. 330-338), distingue la “autorización ilimitada” de la “alienación total”, y ve en la construcción del Leviatán “una crítica a Rousseau adelantada a su época”.
[49] NdT: Las traducciones modernas del Leviatán de Tricaud y de Mairet citadas por Balibar son las más renombradas en francés. En español, por nuestra parte, susodicho capítulo Manuel Sánchez Sarto y Carlos Mellizo lo traducen como “De los sistemas de sujeción”.
[50] En su obra citada, D. Runciman realiza un comentario detallado pero muy diferente del que propongo aquí para ese capítulo.
[51] Así es como podemos reconstruir lo esencial:
Organizaciones regulares |
Organizaciones irregulares |
||||||
Soberanas |
Sujetadas |
¿Lícitas? |
Ilícitas |
||||
Públicas: “infinita variedad” (provincias, colonias, ciudades, Universidades y colegios, Iglesias, compañías mercantiles con privilegios) |
Privadas |
Facciones, conspiraciones |
Tumulto, concentraciones de tamaño “poco habitual” |
||||
Lícitas: asociaciones mercantiles con fin determinado |
Ilícitas: compañías de mendigos, ladrones, bohemios, “partido del extranjero” (= Iglesia católica) |
Políticas (partidos) |
Religiosas (sectas) |
[52] Salvo si tenemos en cuenta eso que Hobbes hace muy raramente, la pluralidad de “Leviatanes”, de Estados soberanos en el espacio internacional.
[53] La diferenciación del estatus de las Iglesias será largamente retomada por Hobbes en la cuarta parte del Leviatán (“Del reino de las tinieblas”), especialmente en el capítulo 47.
[54] En su remarcable obra sobre las “estrategias visuales” de Hobbes (Thomas Hobbes: visuelle Strategien), Horst Bredekamp procedió a un estudio exhaustivo del frontispicio del Leviatán, compuesto por Hobbes en colaboración con su grabador (probablemente Abraham Bosse). Uno de los comentarios más interesantes que propone concierne a la actitud de los homúnculos que Hobbes completó con el tronco y los miembros del gigante real: son visto de espaldas (como manteles y capas), de manera tal que parecen contemplar el rostro del monarca del cual forman parte, simultáneamente, del cuerpo. En los ojos de él, percibimos el miedo respetuoso que sienten, del mismo modo que, por proyección, nos podemos figurar ser insertados entre ellos. Así se encuentra la figura, en un verdadero montaje de óptica política, la operación de representación o el fenómeno de alienación total que instituye la relación de sujeción a la vez colectiva y singular de la multitud con el poder (Bredekamp, 1999, pp. 68, 76).
[55] Extrañamente, la única analogía iconográfica a la cual Bredekamp no parece pensar para esclarecer la composición de la imagen del Leviatán es la de un Cristo en gloria (y así “real”) elevándose por encima de la tierra habitada y atrayendo con él a todos los hombres, mientras que describe, sin embargo, cuidadosamente la evolución de las alegorías del poder desde el frontispicio de De cive, cuya figuración del “Juicio final” constituye la parte superior (Bredekamp, 1999, p. 144).
[56] “Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona […]” (Hobbes, 1651/2010a, 17.13, p. 141).
[57] Estas fórmulas son la de los capítulos 18 y 21 (“De la libertad de los súbditos”) del Leviatán. Es mucho más del lado del absolutismo de la igualdad que de la función residual de la libertad en el estado civil que, creemos, hay que buscar el secreto de la oposición entre la doctrina de Hobbes y los discursos tradicionales de legitimación de la monarquía (así también la razón de la recepción menos que entusiasta de la cual ha sido objeto en los monarquistas). Hobbes desvía en pos de la refundación del Estado un igualitarismo que es propio de sus adversarios revolucionarios, tanto políticos como religiosos. Entre los comentadores modernos, esta interpretación es especialmente la de Raymond Polin, que retomo aquí (“Restituyendo un alma en el cuerpo político, haciendo de él una persona, [Hobbes] retoma, sino al inverso, la teoría de la soberanía y de los derechos del pueblo […]” [1977, p. 228]). Podemos interpretarlo sea de manera puramente teórica, sea también histórica y coyuntural. Los indicios textuales e iconográficos toman entonces una importancia particular. En los manuscritos del joven Hobbes figura una recuperación de la fórmula “equal liberty and free election”, que será característica del discurso de los “Niveladores” (Levellers) en la primera revolución inglesa (Wolf, 1969, p. 150). Por su parte, Bredekamp exhibe un extraordinario documento: una caricatura del período de la guerra civil representando al “monstruo de la realeza” como una figura compuesta donde el Uno del monarca protege bajo su manto e incorpora la multiplicidad de los pequeños hombres representativos de las instituciones de la Realeza (Iglesia, Parlamento, ciudad […]), que parece haber inspirado directamente la imagen del Leviatán (Bredekamp, 1999, pp. 82-83).
[58] En su Teoría de la Constitución, Schmitt da como criterio del ejercicio del poder constituyente del pueblo “la voluntad política cuya fuerza o autoridad es capaz de adoptar la concreta decisión de conjunto sobre modo y forma de la propia existencia política, determinando así la existencia de la unidad política como un todo” (2011, pp. 93-94), lo que es una combinación de su propia definición de la soberanía y de las formulaciones rousseaunianas sobre la Voluntad General. Como en su obra anterior sobre la dictadura, reenvía a formulaciones originales de Sieyès intentando leer el eco de la distinción spinozista entre “naturaleza naturante” y “naturaleza naturada”, pero esta referencia solo connota una noción muy vaga de “fuente vital”, ella no constituye de ninguna manera una inversión de la unidad del pueblo en pos de la autonomía de la multitud, como es el caso hoy en día en A. Negri (2015).
[59] Ese hilo ha sido al contrario cuidadosamente mantenido, apelando a Schmitt (sino el “primero”), por Reinhart Koselleck en los análisis de Kritik und Krise (1953/2007).
[60] Sobre la cuestión del “Estado total” y del “orden concreto” (u orden ético del Estado), véase en particular J.-F. Kervégan (2007) y de O. Beaud (1993, 1997).
[61] Es aquí que la hipótesis documentada por Bredekamp (1999, p. 61) de una profunda influencia del Corpus hermeticum y especialmente de la idea de una “fabricación humana del sobrehumano” sobre la imagen del “Dios mortal” toma todo su interés y llamaría a una discusión particular.
[62] Esta hipótesis es naturalmente clásica: sobre los problemas que plantea una lectura “kelseniana” de Hobbes, en la cual la “norma fundamental” sería representada por el contrato (y así el contrato pensado como una Constitución), cf. el remarcable trabajo de Franck Lessay (1998, p. 178).