¿Tiene el concepto de política de J. Rancière presupuestos marxistas?
Has J. Rancière’s concept of politics Marxist assumptions?
Andrés Felipe Parra Ayala
Universidad de Bonn, Alemania
RESUMEN Este artículo interroga críticamente la pretensión de Jacques Rancière de pensar la política sin referencia a espacios sociales ni a las relaciones de poder que tienen lugar en ellos. En este texto se pretende mostrar que estas descripciones y cartografías de los espacios sociales operan como presupuestos ocultos de la teoría rancieriana, a pesar de ser rechazadas por el mismo filósofo francés como elementos fundamentales de la reflexión sobre la política. El artículo se acerca en la primera parte a las objeciones del pensador francés en contra de las teorías que derivan la naturaleza del conflicto político de la comprensión de los conflictos sociales, como el marxismo. En la segunda parte se muestra que el concepto rancieriano de la política, sin referirse a descripciones sociológicas de la sociedad como las del marxismo, caería en contradicciones internas a la hora de vincular la política con la emancipación, pues la figura de la actualización de la igualdad no basta para definir el carácter emancipatorio la irrupción política.
PALABRAS CLAVE Marx; Rancière; Política; Emancipación; Relaciones de poder.
ABSTRACT This paper examines critically the claim of Jacques Rancière that politics should be thought without reference to social spaces or to the power relationships which take place in themselves. This text seeks to show that those descriptions and cartographies of social spaces work yet as hidden assumptions in the Rancièrian theory despite being refused by the French philosopher himself as crucial rudiments of the reflection about politics. In its first part, the paper approaches Rancière’s objections against the theories which like Marxism derive the nature of political conflict of the understanding of social conflicts. In the second part, it will show that, without referring to sociological descriptions of society like those that Marxism employs, the Rancièrian concept of politics would fall into internal contradictions by fitting politics with emancipation together, as the formal figure of actualization of equality is not enough to define the emancipatory nature of political irruption.
KEYWORDS Marx; Rancière; Politics; Emancipation; Power relationships.
Recibido received 15-11-2016
Aprobado approved 12-05-2017
Publicado published 30-06-2017
En la historia de las ciencias sociales, el análisis de las relaciones de poder en las sociedades ha sido determinante para entender la naturaleza y los actores que intervienen en el conflicto político. Por ejemplo, Marx analizó las relaciones de poder de las sociedades capitalistas bajo el concepto de modo de producción y por esa razón su concepción de la política es la de la lucha de clases. El feminismo, por su parte, toma el concepto del patriarcado y a partir de ello dibuja la escena política como un enfrentamiento de las mujeres —y de los hombres que han decidido apoyarlas— contra los privilegios de las sociedades machistas. En estos casos, el ser y la naturaleza del conflicto político se deriva casi inmediatamente de la forma en como estos movimientos intelectuales retratan la sociedad en que vivimos.
Hay, sin embargo, un modelo contrapuesto a estas explicaciones del conflicto político. Se trata de la propuesta de Jacques Rancière de una política cuyo “qué” y cuyos “quienes” no se derivarían del análisis de la sociedad, sus jerarquías y formas de dominación. Para el filósofo francés esos “ingredientes” de la política son construidos y posibilitados por la acción política misma y no son por ello reductibles a un análisis de la sociedad. Se trataría entonces de una política que se libra de tener que inspirarse en un lugar o en una esfera social específica. Este texto analiza críticamente esa pretensión de Rancière, mostrando que esos análisis sociales (independientemente de su estatus disciplinar) que sospechan de ciertas formas de vida y las denuncian como relaciones jerárquicas y de dominación1 son un presupuesto invisible de la misma teoría rancieriana de la política que debe ser sacado a la luz. El objetivo de este texto es entonces problematizar la pretensión de construir una visión del conflicto político sin referencia a las relaciones de poder que tienen lugar en las sociedades. En efecto, la conclusión de este artículo es que esos análisis de las relaciones sociales que sospechan de estas y de las formas de vida que surgen en su seno son una condición necesaria para la teoría de Rancière, así él mismo afirme lo contrario.
Para mostrar esto, el texto reconstruye las prevenciones críticas que tiene Rancière frente al marxismo. Allí se recogen las reflexiones de textos tempranos y de El desacuerdo (1996), en las que se muestran las consecuencias nefastas a las que según Rancière ha de enfrentarse un análisis de la política basado en las cartografías de los espacios sociales. De esto se encarga la primera parte del texto, que se construye en dirección Rancière-Marx. En la segunda, el texto busca hacer un movimiento opuesto: de Marx hacía Rancière. No para juzgar si Rancière es justo con Marx o con la sociología, sino para mostrar que aquello que el pensador francés critica —basar la teoría de la política en una cartografía social de las relaciones de poder— sigue siendo, a pesar suyo, un presupuesto de su teoría: sin la sospecha sobre nuestras instituciones y formas de vida, el concepto de política en Rancière cae en contradicciones internas que le restan su potencial crítico. Este texto, en fin, solo pone de manifiesto una tensión y un problema en el pensamiento político de ambos paradigmas; no busca la solución o el arreglo de la tensión, sino solo los fundamentos de su exposición crítica.
De Rancière hacia Marx: lugar del conflicto y conflicto por el lugar
El punto central de la crítica de Jacques Rancière al marxismo es que este parte de la descripción sociológica de lo que ocurre en la sociedad (entendida como un todo estructurado a partir de relaciones) para derivar de esa descripción los componentes del conflicto político. Las preguntas de “qué se disputa en el conflicto político”, “quiénes son los protagonistas o sujetos de la disputa política” e incluso “cómo se puede resolver esa pugna política” encuentran respuesta para el marxismo en su análisis de las relaciones de producción en la sociedad capitalista. Las respuestas estándares del marxismo a estos interrogantes son: a) lo que se disputa es la repartición del excedente de la producción; b) los protagonistas son las clases sociales, separadas y distinguibles por la propiedad o ausencia de medios de producción; c) lo que resuelve el conflicto es una socialización y democratización del excedente de la producción para satisfacer y elevar humanamente las necesidades individuales. Un ejemplo de esta teorización simplificada del conflicto político puede encontrarse en el economista marxista Arwan Shaikh (1990, p. 29).
La crítica de Rancière no se concentra, sin embargo, en evidenciar o denunciar que hay otros objetos de disputa en la política que van más allá de la repartición del excedente de la producción (como, por ejemplo, el sentido y el significado que las personas le dan a su actividad en la sociedad2 o la cuestión del dominio del cuerpo de las mujeres3). En una palabra: Rancière no reprocha al marxismo haber hecho un análisis sociológico estrecho para determinar los objetos y los sujetos de la disputa política, sino que le objeta basar la política en un análisis sociológico como tal, sea estrecho o amplio. Así se trata para Rancière de cuestionar la idea, según la cual los objetos (el qué se disputa) y los sujetos (quiénes protagonizan la disputa) del litigio político deban extraerse de un análisis sociológico de las relaciones sociales de poder.
Rancière efectúa esta crítica por dos motivos. El primero porque, naturalmente, esa idea se opone a su propia visión de la política. Para él la política no es más una subregión o un espacio social, sino que es una práctica que instituye su lugar de una forma paradójica: las escenas políticas para Rancière no están en la sociedad (en la fábrica, en el hogar, etc.), pues la escena política es el lugar en donde se disputa si la fábrica o el hogar son o no cuestiones o lugares políticos. Este lugar de la escena política tiene entonces una propia lógica que no se deja comprender a través de un análisis de las relaciones de poder en la sociedad. El segundo motivo se deduce, así, del primero: las teorías que definen a la política como una subregión de la sociedad están necesariamente ligadas al intento de la filosofía por ocultar la existencia de la propia política. La política se oculta y es despojada conceptualmente de su propia naturaleza si la entendemos como la manifestación de algo, de un espacio social que la antecede y de ese modo la determina. Así se lee en el ya conocido texto de Diez tesis sobre la política: “por mucho que lo propio de la filosofía política sea fundar el actuar política en un modo de ser propio, lo propio de la filosofía política es borrar el litigio constitutivo de la política” (Rancière, 2006a, p. 75).
¿Pero qué tiene de malo creer que la política es una subregión de la sociedad a parte del hecho de no estar de acuerdo con Rancière? Para el pensador francés la respuesta es clara: quien cree que la política tiene lugar en la sociedad llega a contradicciones y aporías insuperables. Esto se ve en su diagnóstico crítico del marxismo: la concepción de la política de este paradigma termina por servir a la misma dominación que dice denunciar y criticar. Para el marxismo —o para la versión que Rancière lee—, la política es el lugar de la dominación, es la subregión que, siguiendo esa famosa definición de Althusser,4 ayuda a la reproducción de las relaciones sociales de producción a través de los Aparatos Ideológicos del Estado. Tal definición implica, sin embargo, para Rancière un círculo vicioso en términos políticos: los productores, dominados y adoctrinados por la ideología de la clase dominante, no podrían ser los autores intelectuales de su propia emancipación, pues lo que hacen cotidianamente solo refleja su situación de estar dominados, invisible e incomprensible para ellos. Esto significa: nunca podrán emanciparse, sino solo ser emancipados y guiados por el experto que conoce las causas de la dominación; o en otra versión: solo guiados y emancipados por el desarrollo de las circunstancias materiales que posibilitan la emancipación.
Esta objeción no remite en el caso de Rancière únicamente a una crítica de la tesis de la vanguardia y la conciencia que, como diría Lenin (1905/2010, p. 116), viene desde afuera de la espontaneidad de las acciones de la clase obrera. Críticas a la idea de la vanguardia ya se encuentran dentro del marxismo, como en el caso de Rosa Luxemburgo (1918/1975) o de Paul Mattick (1978). El punto de Rancière no es únicamente de carácter estratégico, ni organizativo. Lo que sostiene el pensador francés es que el marxismo cae en ese círculo de la dominación, en esas ideas vanguardistas y en la tesis de la conciencia importada debido a que es una teoría de la política como subregión de la sociedad. El orden del razonamiento debe entonces señalarse: el vanguardismo es la consecuencia política de una teoría de la política como subregión, como extensión de un lugar de la sociedad.
De acuerdo con Rancière, este desplazamiento puede rastrearse en sus orígenes en los trabajos del propio Marx. En ellos pueden hallarse dos tendencias, que se articulan simultáneamente y que se derivan ambas de la idea de la política como un espacio que calca sus coordenadas y particularidades de los espacios de la sociedad en los que tiene lugar la producción de las subsistencias.
La primera tendencia es una lectura automatista del cambio social y de la emancipación como una obra ciega de las fuerzas históricas e impersonales. Si el secreto y la verdad de la política es el terreno económico, aquella se convierte en mayor o menor medida en el reflejo pasivo de la misma. La política es expresión de la economía porque el acto político es expresión del individuo arrojado a unas relaciones sociales de producción: los conflictos, demandas, intereses y sujetos de la política son solo expresiones de conflictos, demandas e intereses en última instancia económicos. La tesis, según la cual la emancipación y el comunismo son fruto del desarrollo automático tiene, de acuerdo con Rancière, anclaje en esta idea de la política como expresión de algo que la antecede. En términos muy generales, la idea de Marx de que el comunismo es un movimiento real de la sociedad y no una loca utopía concebida en la cabeza e imaginación de algunos, implica que aquel (el comunismo) es como una semilla que ya está planteada en el terreno de las contradicciones del capitalismo. Solo falta esperar que crezca. Si los obreros —e incluso los intelectuales— piensan en algo así como el proyecto comunista, es porque las condiciones materiales, sus relaciones de producción, se lo permiten. Así pues, el comunismo, de acuerdo a la crítica al marxismo que se presenta en el texto Comunistas sin comunismo (2010):
Debía ser la plena realización de una forma de universalidad ya en obra [already at work] en la organización capitalista de la producción y en la organización burguesa de las formas de vida. Era la actualización de una racionalidad colectiva ya existente bajo la forma misma de su contrario, la particularidad de los intereses privados. Las fuerzas colectivas de la emancipación ya existían. Faltaba solamente la forma de su reapropiación subjetiva y colectiva. (p. 170).
La segunda tendencia que se encuentra en el pensamiento de Marx es eso que Rancière denomina la “política de los filósofos” (2003, p. 72, 1996, pp. 106-108): la idea de que la pertenencia al espacio social en el que tiene lugar la satisfacción de las necesidades implica vivir en un mundo de ilusiones del cual solo se puede salir con ayuda de la ciencia. Para entender adecuadamente la segunda tendencia, podríamos —siguiendo el espíritu de la interpretación de Rancière— detenernos en el axioma de la primera tendencia, que Marx cultiva para criticar al socialismo utópico: podemos pensar el comunismo porque ya está ahí; nuestras relaciones de producción nos lo permiten. En el libro El filósofo y sus pobres (2003) Rancière realiza parte de lo que según él es una deconstrucción de este supuesto marxiano del análisis social. La idea de que podemos pensar algo (el comunismo, que Dios creó el mundo, que somos individuos libres en el acto de compra, etc.) porque nuestras relaciones de producción nos lo permiten, parece ser opuesta a cualquier culto del intelectual. Este último no sería un iluminado que puede salirse de las relaciones sociales para poder pensar lo que piensa. Al menos en su juventud, en 1973 cuando escribe su famosa Lección de Althusser, Rancière parece reconocer este gesto crítico en Marx: no puede existir un círculo de intelectuales que posea una ciencia y que instruya a la clase obrera porque —retomando una expresión de la tercera Tesis sobre Feuerbach— esta idea olvida que el propio intelectual está sometido a las circunstancias que estudia y que como educador debe ser educado. (cfr. Rancière, 1975, pp. 37-38). Son los hombres afectados por las circunstancias quienes deben transformarlas, pues el Factum de la praxis revolucionaria es entender el cambio de las circunstancias como autotransformación [Selbstveränderung] (cfr. Marx, 1846/2004, p. 402) de quienes están sometidos a ellas.
Sin embargo, el gran “pero” de Rancière a esta idea de Marx es que este gesto contra la supremacía del intelectual estaría cultivado en un terreno poco fértil, que conduciría al filósofo alemán hacia una ambigüedad insalvable, que daría origen a la división ideología/ciencia de Althusser. Todo se centra en la idea de que los individuos pueden pensar únicamente lo que sus condiciones materiales les permiten. Aquí Marx caería en esa vieja manía filosófica que niega la posibilidad misma de la política: la idea de que la capacidad de pensamiento está determinada por la pertenencia a un espacio social:
Si todo es producción y si las personas son productoras de sus ideas a la vez que de su vida material sería inútil asegurar que las fantasmagorías del cerebro humano son el resultado del proceso ‘empíricamente verificable’ de la vida material. Los seres humanos que perciben el proceso son aquellos que ‘aparecen para ellos mismos’ en la fantasmagoría producida por este proceso. (Rancière, 2003, p. 74).
Como hipótesis de la copertenencia entre capacidad de pensamiento y pertenencia a un espacio social, las tesis del materialismo marxista no se alejan entonces demasiado de la metafísica platónica (Cfr. Rancière, 2003, pp. 69 y 81): en República los artesanos no podían gobernar, pues su ser-artesanos determinaba los límites de lo que es pensable para ellos. Ocupados y determinados por la forma en que viven y desarrollan sus actividades, los artesanos (de acuerdo a la interpretación rancieriana de República) no pueden conocer la ley del Uno que gobierna todo lo que es, pues solo tratan con sus apariencias. Marx no superaría entonces la idea platónica de que los artesanos están constreñidos en su capacidad de pensamiento gracias a su existencia material, sino que solo la extendería a la naturaleza del pensamiento en general.
Esto lleva a la eliminación de la distinción entre verdad y opinión (Rancière, 2003, pp. 68-69). Cualquier opinión o ideología, es decir, cualquier descripción fantasmagórica, ilusa o falsa de las relaciones sociales no es resultado de un error subjetivo, sino de las condiciones materiales en donde se desenvuelve el pensamiento. Quien describe ilusamente las relaciones de producción es porque vive en una realidad que lo lleva a efectuar tal descripción ilusa; esa persona dice ciertamente la verdad, pero una verdad limitada por sus circunstancias —dice lo que puede de acuerdo a lo que vive—. Se puede intuir que de esta idea puede derivarse una suerte de fatalismo que paraliza la acción política: de las circunstancias de la dominación solo podrían esperarse acciones y concepciones del mundo que apoyen la dominación, por lo que no habría nunca emancipación. No obstante, según Rancière Marx era ya consciente de este problema, pero su solución es igualmente paradójica a los ojos del pensador francés: al final, para abrir el círculo vicioso, Marx terminará apelando a la idea de la ciencia, del sabio que puede conocer la verdad detrás de las apariencias y poseer así la ciencia para liberar a aquellos que solo pueden pensar lo que pueden. Claro está que esa ciencia y ese mismo sabio están posibilitados por las circunstancias materiales mismas: el retraso de las relaciones de producción en Alemania y el influjo de la Reforma Protestante harían de ese pueblo un pueblo destinado a las cuestiones del pensamiento, lo que explica que haya podido surgir alguien como Marx: “de ahí, la pobreza alemana habría opuesto [al mundo ordinario de las visiones de los trabajadores y los ideólogos] una visión desde el exilio, esto es, su no-lugar” (Rancière, 2003, p. 76). Esto implica que en Marx vuelve y se reproduce la idea platónica de la división entre un filósofo que conoce la verdad y los productores que solo pueden pensar lo que pueden. Al fin y al cabo, cada uno hace lo que le corresponde de acuerdo al desarrollo de las circunstancias materiales.
Esta es entonces la consecuencia de una teoría de la política como una subregión de la sociedad. Cuando se cree que hay un lugar social de la política, que en el marxismo vulgar es la fábrica y en la versión refinada de Marx sería la sociedad y la vida del individuo real como lugares en donde acontece la producción de las subsistencias, la política se convierte en expresión pasiva de un orden que ella misma no puede cuestionar. Incluso cuando se trata de cuestionar el orden del capitalismo, el marxismo sigue ese mismo orden, solo que ahora lo determinaría como algo contradictorio y que tiende a su propia disolución.
Esta razón política lleva entonces a la necesidad teórica de reformular el concepto de la política. La política en Rancière ya no es la expresión de un lugar social. No hay en él un lugar del conflicto identificable en la sociedad, positivizado a través de conceptos como las fuerzas productivas o las clases sociales, que “luego” tiene una “expresión política”. Veamos entonces en qué consiste esta nueva idea de la política que no es expresión de las relaciones sociales. Al respecto puede traerse a colación un pasaje extenso del El desacuerdo:
Hay política cuando la lógica supuestamente natural de la dominación es atravesada por el efecto de esta igualdad. Eso quiere decir que no siempre hay política. Incluso la hay pocas y raras veces. En efecto, lo que por lo común se atribuye a la historia política o a la ciencia de lo político compete la mayor parte de las veces a otras maquinarias que obedecen al ejercicio de la majestad, al vicariato de la divinidad, al mando de los ejércitos o a la gestión de los intereses. Solo hay política cuando esas maquinarias son interrumpidas por el efecto de un supuesto que les es completamente ajeno y sin el cual, sin embargo, en última instancia ninguna de ellas podría funcionar: el supuesto de la igualdad de cualquiera con cualquiera, esto es, en definitiva, la eficacia paradójica de la pura contingencia de todo orden. (Rancière, 1996, pp. 32-33).
Lo que llama la atención de esta afirmación es que la actividad política se asocia exclusivamente a una interrupción específica y peculiar de la dominación, que incluso sucede en raras ocasiones. Lo que dice Rancière no es que la interrupción de las maquinarias jerárquicas sea también un acto político, como lo sería su reproducción y mantenimiento en un orden social, sino que solamente cuando estas jerarquías se interrumpen puede existir la política. En consecuencia, la construcción de los órdenes jerárquicos, las estrategias de su legitimación y reproducción dentro del campo social, no son para Rancière actividades políticas. El pensador francés reserva para ellas otro nombre: policía.
Esta distinción entre política y policía es sin duda polémica, pues choca con una definición tradicional de política que damos por sentada, a saber, que política y poder son palabras prácticamente indisociables, pues aquella se desarrolla donde este está presente. Pero si se comprende la naturaleza de la policía, es decir, de los ordenamientos jerárquicos, es posible profundizar en el sentido de la distinción rancierana y ver que no se trata de una yuxtaposición traída de los cabellos. Sin embargo, no solo hay que atender a la distinción entre política y policía, sino también al modo en que estas se articulan en la teoría de la política en Rancière. Como lo han indicado algunos comentaristas, en Rancière no hay ni una distinción entre ambos términos que los aísla y los presenta como elementos puramente irreductibles, ni tampoco hay una relación dialéctica entre ellos (Cfr. Chambers, 2012, p. 62, 2011 pp. 20-25; Muhle, 2011, p. 315). Para decirlo en otras palabras: Rancière no sigue ni el modelo kantiano de la separación de esferas mutuamente irreductibles, ni el hegeliano de la continuidad relacional entre los conceptos que constituye su racionalidad, sino un modelo de un encuentro paradójico entre los términos heterogéneos. De hecho, la política en Rancière no es otra cosa que el encuentro paradójico entre dos lógicas contrarias que se superponen paradójicamente en las escenas políticas: se trata del encuentro de la lógica de la policía y la lógica de la igualdad. Indicaré, entonces, algunos elementos sobre la naturaleza de la policía en Rancière para, desde ellos, atender a su concepción específica de la política.
La naturaleza de la policía es para Rancière a la vez la naturaleza de las maquinarías y ordenamientos jerárquicos. No solo es cierto, como señala por ejemplo Samuel Chambers, que con el término policía Rancière se refiere a los ordenamientos jerárquicos y a la “organización vertical” de la sociedad (2012, p. 42). También debe señalarse que la policía designa la propia naturaleza conceptual de las jerarquías. La policía es, ante todo, dice Rancière (1996), “una regla de aparición de los cuerpos” (p. 45). Antes que una relación violenta y material entre los cuerpos, la jerarquía, el orden policial, es una relación simbólica y sensible que determina cómo aparecen los cuerpos, cómo son vistos y entendidos en relación con sus funciones y lugares dentro de una comunidad de personas. Un orden policial es aquel que asigna a cada cual una tarea y un rol específicos; da a cada cual su parte y su lugar en la comunidad. La policía es una regla sensible de aparición de los cuerpos, porque en su propia lógica se define que un cuerpo y un conjunto de individuos aparezcan ligados de forma necesaria a una función. Sobre esta regla sensible y simbólica es que es pensable, por ejemplo, la existencia del disciplinamiento y la violencia en sentido físico. Por eso, la naturaleza de la jerarquía es una naturaleza sensible. Todo régimen jerárquico es un régimen de lo que es visible y perceptible.
Pero esta regla que relaciona cuerpos con funciones se basa, por lo tanto, en un reparto de las capacidades. La policía determina quién es capaz de qué cosa dentro de la comunidad. El problema comienza cuando se tienen que repartir las capacidades de gobernar y hacerse cargo de los asuntos comunes: inevitablemente hay reglas que rigen quién y cómo puede hacerse cargo de los asuntos comunes. Al respecto, en toda comunidad humana los cuerpos aparecen como cuerpos inteligentes, capaces de hablar de los asuntos comunes y de gobernar porque tienen logos (lenguaje); o, por el contrario, aparecen como cuerpos incapaces que no tienen logos sino phoné (voz) y por ello son inferiores. La utilización de los términos logos y phoné, que provienen de la Política de Aristóteles, no hace del pensador francés un filósofo neoaristotélico. La distinción aristotélica entre seres con lengua, capaces de hablar de lo justo y de lo injusto y seres con voz, que solo expresan placer y dolor, no es en Rancière el hecho que funda la existencia de la comunidad política, como sí para el estagirita. Es el hecho que funda la policía, el ordenamiento jerárquico.5
Así, podemos arribar a una definición de policía en Rancière: la policía es la actividad que distribuye y reparte la tenencia del logos en ciertos grupos de individuos mientras que excluye a otros de él. Pero en el corazón de la policía se encuentra la posibilidad de la existencia de la política: hay política porque la policía es contingente. Contingencia no significa aquí simplemente el que a la policía le pertenece el-poder-ser-de-otro-modo. La contingencia de la policía se refiere al hecho de que la dominación y las jerarquías son en sí mismas una profunda paradoja.6 Las jerarquías son paradójicas porque son relaciones de desigualdad que se basan necesariamente en el presupuesto de la igualdad.
La distribución de funciones dentro de la sociedad implica repartir el mando y la obediencia. Así, en toda relación jerárquica las órdenes se profieren de aquí para allá y circulan incesantemente. Sin embargo, la paradoja es que una orden presupone una situación de igualdad si quiere ser obedecida: quien obedece debe entender que lo dicho se trata de una orden, entender su contenido y, además, saber que se debe obedecer. Entre quien manda y quien obedece debe haber una relación de igualdad, pues ambos deben tener el mismo lenguaje y la misma inteligencia, para que la orden pueda ser comprendida y llevada a cabo. Si el subordinado comprende la orden de quien la emitió y comprende por qué es de conveniencia suya y de todos obedecerla, es porque es igual al ordenante en tanto ambos tienen la misma inteligencia. En una palabra: la igualdad yace en la base de toda jerarquía y de todo orden social.
Pero esta igualdad, que tiene lugar como presupuesto operativo de toda jerarquía, es la “condición de posibilidad” de la política y no su objetivo (Muhle, 2011, p. 312). La política en Rancière no es entonces la mera aspiración a la igualdad en el proyecto de una sociedad distinta, sino el encuentro polémico y litigioso entre la policía y esa misma igualdad que está a la base de las jerarquías. La política es entonces la actualización de la igualdad. Hay política cuando quienes están condenados únicamente a obedecer argumentan polémicamente que no hay ninguna razón para que ellos sean desiguales, pues la existencia misma de la jerarquía implica una igualdad que no es reconocida. La política es hacer reconocer esa igualdad implícita de las jerarquías contra las mismas jerarquías y su existencia, mostrando su arbitrariedad y su ausencia de fundamento. En El desacuerdo, Rancière ofrece esta definición de la política: “[h]ay política cuando hay lugar y unas formas para el encuentro entre dos procesos heterogéneos. El primero es el proceso policial […] El segundo proceso es el de la igualdad” (Rancière, 1996, p. 46).
Pero para Rancière el encuentro entre heterogéneos, el encuentro entre la lógica policial y la lógica de la igualdad, tiene como efecto la suspensión del reparto de lo sensible que sustenta las jerarquías. Lo suspende porque actualiza la igualdad y todo orden se basa necesariamente en diferencias. Si la policía asigna lenguaje, inteligencia y capacidad a ciertos grupos frente a otros, la política, por su parte, es la actividad por la cual quienes no poseen el logos para mandar y ser los superiores de una colectividad instituyen una relación conflictiva y polémica de igualdad mostrando que, a pesar del reparto de lo sensible que se encuentra vigente y que los excluye de la capacidad política, sí poseen inteligencia, lenguaje y capacidad de hablar sobre los asuntos comunes. Es propio de la política entonces poner en evidencia esa igualdad en la que descansa cualquier ordenamiento social y jerárquico. Al suspender el reparto de lo sensible, la política trastoca e interrumpe los lugares asignados a los cuerpos en las maquinarias jerárquicas:
La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde solo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido. (Rancière, 1996, p. 45).
¿Cómo se produce, entonces, el encuentro entre heterogéneos, sabiendo ya cuál es su efecto? Rancière lo explica de la siguiente manera: cuando toman la palabra quienes, al parecer, no hablan sino que solo emiten ruido y sensaciones pero nunca inteligencia, el punto de vista policial solo verá allí lo que debe verse desde su propia lógica: revuelta, venganza, ignorancia, desajustes sistémicos, etc. La reacción de los apologistas de la desigualdad que defienden la jerarquía policial es, en consecuencia, previsible: quienes han tomado la palabra en verdad no lo han hecho. La actitud del apologista de la desigualdad es la de negar la existencia de una relación política y de un conflicto político en la situación inaugurada por la actualización de la igualdad.
Ahora bien, es por esta razón que el encuentro entre heterogéneos es también para Rancière un encuentro paradójico: es un encuentro en el que lo que se disputa es si esa situación se trata o no de un encuentro político. La política es una situación de habla en la que se discute si se está en medio de una situación de habla. Quien intenta explicar a quienes han tomado la palabra en el sentido o en la forma que no les corresponde de acuerdo a las reglas del reparto sensible que no su habla no es legítima, los está tratando implícitamente como sujetos de habla legítima; como personas que pueden entender sus argumentos. Pero incluso cuando el apólogo de la desigualdad usa la violencia para dirimir la escena política, debe justificar su uso frente a aquellos que quiere reprimir, lo que implica, de nuevo, tratarlos como sujetos legítimos que tienen derecho a hablar en las condiciones que no se corresponden con las del orden de la policía.
Aquí está entonces la diferencia esencial entre el concepto rancieriano y el marxista de la política en torno a la relación lugar/conflicto político: para el marxismo, como veíamos de acuerdo a la propia lectura de Rancière, la política está anclada a un lugar social, que tiene expresiones políticas ulteriores. En Marx hay un mundo, el mundo del individuo vivo y su producción material, que tiene una faceta o un momento político. Para el pensador francés (1996), por el contrario, no hay un mundo, un lugar de la política, ella “no está hecha de relaciones de poder, sino de relaciones de mundos” (p. 60). Como relación entre estos dos mundos, la política no puede ser en Rancière la expresión de un mundo dado de antemano en la sociedad, sino un conflicto que surge por el encuentro polémico entre estos dos mundos, el de la igualdad y el de la policía. Si la política es un encuentro entre mundos que configura una disputa por si hay o no una escena política en ese mismo encuentro, la consecuencia es que no hay ningún objeto, espacio, relación jerárquica, rol social, interés o actor que sea en sí mismo político. No hay pues un lugar social que dé cuenta de la esencia o la naturaleza del conflicto político. Esta idea se diferencia del marxismo para quien el carácter político de las acciones y disputas de los individuos radica en su conexión con el orden económico del trabajo. Es en este sentido que Rancière (1996) asevera que: “[l]o que constituye el carácter político de una acción no es su objeto o el lugar donde se ejerce sino únicamente su forma” (p. 47). En el marxismo habría una concepción de la política que se refiere a su contenido, dado en este caso por las relaciones de producción. En Rancière hay una concepción formal de la política, no en el sentido liberal del término, sino bajo la idea de la forma del encuentro entre heterogéneos.
Esta diferencia entre la idea de un lugar del conflicto político (como la del marxismo y la sociología) y el concepto rancieriano de un lugar en el que se disputa si ese lugar se trata o no de un lugar político, puede describirse de forma muy concreta del siguiente modo. Para el marxismo hay lugares políticos en la sociedad, por ejemplo, la fábrica o el proceso de reproducción vital de los individuos. La objeción de Rancière no consiste en sumarle otros lugares políticos de la sociedad a la lista. El problema no se soluciona diciendo que también el hogar, la escuela, la calle, el transporte público son lugares políticos porque la política está en todas partes. Con ello vuelve y se reproduce la idea de lo político como una subregión de la sociedad. Esta idea, como vimos, trae como consecuencia la separación entre una ciencia de las relaciones de poder y las opiniones o representaciones que tienen los sujetos dominados por aquellas relaciones sobre su propia vida. La respuesta de Rancière frente a este punto es entonces que no hay ningún espacio social que sea en sí mismo político, pero en cualquier espacio social puede acontecer esa actualización de la igualdad que cuestione sus jerarquías implícitas. “ninguna cosa es en sí misma política porque la política existe por un principio que no le es propio, la igualdad” (Rancière, 1996, p. 49).
Esto no quiere decir, sin embargo, que la política esté compartimentada porque a cada espacio de poder le correspondería una lógica posible de actualización de la igualdad. Decir eso sería volver a adjudicarle la tesis a Rancière de que cada espacio social tiene una reivindicación específica para llevar a cabo. Algunas afirmaciones de los comentaristas —por ejemplo, la de que la política tiene lugar en un espacio de la policía (e.g. Chambers, 2012, p. 85)— podrían traer consigo ese malentendido. Esa interrupción de las jerarquías asociada a la política implica el nacimiento y la aparición de una capacidad de intervenir en los asuntos comunes que representa al mismo tiempo la capacidad de cualquiera para gobernar. Como lo señala Rancière en una de sus entrevistas, recogidas en el libro El tiempo de la igualdad (2011b), hay política cuando un grupo de personas representa la capacidad de cualquiera —y no solo de quienes toman la palabra— de intervenir en un asunto común que antes se tenía visto como privado y no-político (pp. 116-117). Esto implica otro desacuerdo con el marxismo: para este, el lugar de la política es solo un lugar para las clases sociales porque son ellas los sujetos del espacio social que se manifiesta posteriormente como espacio político; para Rancière ese lugar en conflicto es un lugar que es, en principio, de cualquiera y para cualquiera.
Desde Marx hacia Rancière: los presupuestos de la política sin presupuestos
Sin embargo, la relación entre Rancière y el marxismo no puede rastrearse únicamente desde sus desacuerdos o diferencias. G. Mecchia (2014, pp. 39-41), por ejemplo, reconoce la influencia de Marx en torno a la crítica de la división del trabajo material e intelectual, e incluso de Antonio Gramsci con la idea de que “todos somos intelectuales” y de que la visión de los subalternos sobre las estructuras de dominación debe ser tomada como conocimiento y no como ideología en el sentido peyorativo del término Igualmente S. Chambers en sus trabajos The Lessons of Rancière y en Bearing Society in Mind ha intentado presentar una visión de Rancière no tan alejada del filósofo de Tréveris. Naturalmente, Chambers reconoce que, como vimos en el apartado anterior, en Rancière hay una crítica de la “idea de la inversión” (2012, p. 132), es decir, de la perspectiva sociológica según la cual hay una verdad detrás de los mecanismos de dominación descubierta por el científico social, que vale como una luz para los dominados que viven en la caverna. Sin embargo, también reconoce que en Rancière puede leerse una preocupación por una teoría de la “formación social” (2014, p. 48) bastante similar a la que tenía Marx a la hora de escribir El capital. Si bajo el rótulo de las contradicciones del capitalismo, Marx intenta mostrar que el capitalismo no es un orden estable, ni fundado en un principio metafísico o natural, Rancière haría lo suyo con su teoría de la policía: el concepto de la partición de lo sensible sería, de acuerdo con esta interpretación, otra teoría de la formación social. Pero se trata de una teoría de la formación social que siempre resalta el hecho de su contingencia y su ausencia de fundamento. Una teoría que, en suma, resaltaría que nuestro ser-juntos no tiene una forma predilecta definitiva que deba expresarse necesariamente en un cierto tipo de ordenamiento social. Si bien no hay un lugar predilecto de la política en la sociedad, la forma de ser de la sociedad como tal, su lógica inmanente, es decir, el hecho de que toda jerarquía y desigualdad se basa en la igualdad de cualquiera con cualquiera, es lo que posibilita la existencia de la política misma. Por ello ambos nodos de la reflexión (la pregunta por la formación social y la de la política) no estarían desligadas del todo.
Desde mi punto de vista, esta lectura de Chambers —independientemente de si es en sí misma correcta— es síntoma de una tensión que, a mi juicio, tiene lugar en el pensamiento de Rancière. Una tensión que quiero ahora hacer evidente a través de Marx y la forma en que él entiende las relaciones conceptuales entre igualdad y desigualdad. Esta tensión se refiere a pesar (señalo aquí el a pesar) de lo que afirma el propio Rancière su teoría sí necesitaría de descripciones sociológicas de las relaciones de poder presentes en la sociedad.
La tensión a la que me refiero fue intuida —aunque deficientemente— por Ernesto Laclau y sus críticas a Rancière contenidas en La razón populista. Él se pregunta el por qué Rancière siempre elige movimientos y manifestaciones políticas de carácter progresista y cuestiona si la permanente simetría que Rancière presenta en El desacuerdo entre política y lucha de clases —también expresada en otros trabajos— no significaría, de hecho, dejar entrar por la puerta de atrás a la sociología.7 Rancière tendría, sin lugar a dudas, una respuesta a las objeciones de Laclau. A la primera de ellas, el mismo Rancière responde: dado que su propia concepción de la política está basada en la actualización de la igualdad, una defensa de la supremacía racial, de la religión o de los valores culturales en contra de las alteridades que amenazan todo ello, no podría ser considerado un acto político desde su propia teoría (Rancière, 2011a, pp. 4-5, 2011b, pp. 107-111). No lo sería porque estos movimientos defienden jerarquías y desigualdades supuestamente basadas en la naturaleza. De ahí que en estos movimientos no tenga lugar una suspensión de las reglas del ordenamiento sensible de la policía, sino solamente una defensa de unas reglas precisas de aparición y organización de los cuerpos que avalan posiciones racistas.
Frente a la segunda de ellas, podría decirse defendiendo a Rancière que la utilización del vocablo lucha de clases no implicaría una puerta de entrada a la sociología, porque la lucha de clases no es un dato social que precede y preexiste a la irrupción de la política, sino que sería su consecuencia; no su causa, sino su realidad actual producida por ella (Rancière, 2011a, p. 5). Para decirlo gruesamente: en el marxismo la lucha de clases es el secreto de la política; el que la política sea de determinada forma en las sociedades capitalistas —el que exista Estado y Derecho, etc.— se debe a la lucha de clases. Pero para Rancière la lucha de clases no es una característica inmanente de la organización social, sino que es un efecto de la política y de la actualización de la igualdad. La lucha de clases (que no se daría entre clases económicas, sino entre los individuos que son reconocidos por el orden policial como individuos con logos y quienes al no tenerlo según el reparto de lo sensible muestran que a pesar de ello sí lo poseen) sería en cierto modo la forma inmanente de toda política:
Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte o un partido de los pobres. No hay política porque simplemente los pobres se opongan a los ricos. Antes bien, hay que decir sin duda que es la política —esto es, la interrupción de los meros efectos de la dominación de los ricos— la que hace existir a los pobres como entidad. (Rancière, 1996, 25).
Rancière diría que dejar entrar a la sociología por la puerta de atrás significaría atribuirles a los pobres la connotación de sujeto político por el hecho de ser pobres. Pero los pobres no son sujetos políticos por su posición en la estructura productiva o en el reparto de los recursos, sino que devienen entidades políticas, se subjetivan, cuando interrumpen la dominación de los ricos.
Esta respuesta —y la cita de Rancière que corresponde a ella—parecen ser en principio impecables. Sin embargo, uno podría preguntarse si allí Rancière no presupone un dato social, una descripción sociológica de relaciones de poder con la idea de que hay algo así como una dominación de los ricos. El uso de la palabra dominación dice en este sentido demasiado y se trata de un enunciado que ciertamente solo podría llegar a corroborarse desde el punto de vista de la sociología o la ciencia política tradicional. Pues con ello no se afirma únicamente que los ricos tienen mucho, lo cual resulta bastante obvio y puede demostrarse estadísticamente, sino que además dominan a quienes no son ricos, lo cual está sometido a debate en las ciencias sociales.
Al respecto podría responderse que el mismo Rancière da una explicación en el Odio a la democracia (2006b) de por qué puede hablar del dominio de los ricos sin dejar entrar demasiado a la sociología. Puede hablarse de dominación porque no hay un fundamento natural, metafísico o religioso para que unos grupos gobiernen sobre otros. Porque incluso si uno acepta la tesis de que hay ciertas diferencias sociales que pueden ser legítimas (por ejemplo, la diferencia entre los padres y los bebés, los sabios y los tontos o incluso los ricos y los pobres), el proyecto de fundamentar el mando político en estas diferencias se enfrenta a dos dificultades. La primera es que gobernar implica siempre mandar sobre individuos que pertenecen a esos grupos que, según la naturaleza, tendrían razón para gobernar. Pensemos, por ejemplo, que, si se declarase que según la naturaleza los ancianos deben gobernar, los ancianos tontos gobernarían a los jóvenes sabios; si los ricos lo hacen, gobernarían a los sabios pobres; si los sabios los hacen, gobernarían a los ricos y viejos tontos, etc. La segunda dificultad es que aquellos que no tendrían ninguna razón para gobernar según la naturaleza son sin embargo iguales en inteligencia a quienes sí. Esto destruye de base el argumento que hace de la riqueza, la sabiduría o cualquier cualidad una razón para ejercer el gobierno per se.
Así pues, Rancière terminaría su razonamiento diciendo que la idea de que los ricos dominan es una afirmación que no se corrobora a través de la sociología, sino a través de la propia irrupción de la política, a través de la actualización de la igualdad y el mundo de cosas pensables que ella abre. Todo eso no se debe a la mente brillante del sociólogo, sino a las acciones dentro del litigio político. Son estas, en efecto, las que muestran que el poder es dominación porque se funda en la división, siempre arbitraria, entre los mejores y los peores.
Me parece, no obstante, que esa posible respuesta de Rancière no constituye una solución plenamente satisfactoria del problema de si su teoría presupone descripciones del mundo y los espacios sociales para tener sentido. Conocer a quién debemos la afirmación hay dominación de los ricos —si al sociólogo, al filósofo o a quienes han irrumpido políticamente o a la cooperación intelectual entre ellos (una opción que arbitrariamente Rancière deja de lado8)—, no implica excluir el hecho de que la teoría rancieriana podría depender lógicamente de ella. El problema es entonces que, en cualquier caso e independientemente de su emisor, la afirmación de que hay dominación de los ricos es en sí misma una descripción de las relaciones de poder en la sociedad que tiene efectos en la teoría rancieriana y define, de hecho, su orientación política. Esta tesis puede enunciarse de un modo, si se quiere, más fuerte: sin este tipo de afirmaciones sociológicas o si se quiere filosóficas, sin esas cartografías que estudian los espacios de la sociedad como lugares del conflicto político, no para explicar causalmente el surgimiento de la resistencia sino para entender quién domina a quién y por qué, la teoría de Rancière podría volverse trivial y perder su propio potencial crítico. La teoría rancieriana corre, en fin, este riesgo porque presupone acríticamente que las operaciones de actualización de la idea de la igualdad de cualquiera con cualquiera siempre tienen efectos en contra de la dominación y los ordenamientos jerárquicos, pero nunca en pro de esa misma dominación. Si lo anterior es el caso, si la actualización de la igualdad no solo tiene efectos emancipatorios, sino que puede ser utilizada para legitimar la dominación, la cartografía del espacio social se hace necesaria e imprescindible.
Precisamente de esta verificación de la igualdad que legitima el orden es plenamente consciente Marx. Este punto se expone con una lucidez envidiable en un texto de Marx titulado Crítica del programa de Gotha (1875/1987). El texto, escrito entre abril y mayo de 1875, cuestiona muchas de las ideas plasmadas en el programa del Partido Alemán de los Trabajadores, construido bajo la influencia de Ferdinand Lasalle. En este programa, blanco de las críticas del pensador de Tréveris, la justa repartición [gerechthe Verteilung] del fruto del trabajo [Arbeitsertrag] aparece como uno de los objetivos fundamentales de la organización partidista. Lo que Marx plantea contra el Programa, o mejor dicho contra Lasalle, es que su concepto de la justa repartición ignora el movimiento dialéctico en el que descansa toda noción de la igualdad. Lo que quiero mostrar en seguida es que esta dialéctica de la igualdad descrita por Marx vale también para la idea rancieriana de la igualdad de las inteligencias y su verificación en el litigio político. Así pues, la descripción de este movimiento dialéctico es esencial para el problema de la verificación de la igualdad y sus consecuencias projerárquicas o antijerárquicas.
Hay algo así como un movimiento dialéctico de la igualdad, porque no se trata de una idea absoluta, sino relativa, es decir, que solo puede ser entendida y definida como tal en una relación íntima con su opuesto, la desigualdad. Esta relación no es accidental, sino definitoria. La copertenencia mutua entre igualdad y desigualdad nace entonces del hecho de que la igualdad se ha entendido como la posibilidad de medir a los seres humanos con la misma vara y con el mismo rasero. Pero a esta idea de igualdad le pertenece esencialmente la desigualdad: en verdad, toda medida y toda medición suponen la posibilidad de que algo mida más o mida menos. Por lo tanto, de que haya diferencias. La posibilidad de establecer diferencias y desigualdades presupone lógicamente un terreno anterior en el que los elementos tienen que ser iguales entre sí y ser reducidos a una cualidad común, para que el acto de medirlos y establecer sus diferencias tenga sentido. Por ejemplo, si los cargos de gobierno se repartieran de acuerdo a la cantidad de dinero y propiedades que tuvieran las personas —y no de acuerdo al número de sufragios obtenidos— la posibilidad de medir a los individuos por su dinero presupone haber declarado que todos son iguales entre sí como propietarios de dinero; hay que reducir a los individuos a esa cualidad y mirarlos solo desde ese punto de vista para que sean medibles con ese rasero. Toda desigualdad se deduce, entonces, de una igualdad del rasero con el que somos medidos. La desigualdad necesita de la igualdad para ser definida y poder ser pensada e instituida, pues los desiguales deben ser iguales en algún aspecto de antemano para poder ser medidos.
En principio, Rancière podría llegar a estar de acuerdo con esta idea: la ausencia de fundamento de las jerarquías es solo la consecuencia necesaria de que toda desigualdad se basa en la igualdad como su condición de posibilidad. Para que algo sea medible, tiene que existir un terreno común al que pertenecen quienes serán medidos. Este terreno común sería para Rancière en última instancia la posibilidad misma de comunicación que es la condición necesaria de la existencia de las órdenes y, por tanto, de las jerarquías. Por esta razón, porque toda jerarquía está basada en su opuesto, en la igualdad de las inteligencias, es que es posible verificar esa misma igualdad y perturbar el orden jerárquico asumido como natural e inmutable mostrando su contingencia. Hasta aquí podría no haber desacuerdo entre Marx y Rancière.
Pero los problemas comienzan si uno se da cuenta que el movimiento también va en sentido contrario: toda igualdad, toda institución de un rasero de medida, de un aspecto en el que todos los individuos son iguales —así ese aspecto sea la inteligencia o la capacidad misma de comunicación—, no solo posibilita, sino fundamenta la institución de una forma de la desigualdad. Es por esta razón que Marx critica a Lasalle y al programa de Gotha: la justa e igual repartición del fruto de trabajo presupone que el rasero de medida de los seres humanos es el trabajo, es decir, que se les mide y se les ve únicamente como trabajadores —y no como seres humanamente vivientes—. En Lasalle, el objetivo del socialismo o de los trabajadores es instituir la igualdad, lo que significa, según la dialéctica de la igualdad, instituir una forma de desigualdad. Así se expresa Marx:
Das Recht kann seiner Natur nach nur in Anwendung von gleichem Maßstab bestehn; aber die ungleichen Individuen (und sie wären nicht verschiedne Individuen, wenn sie nicht ungleiche wären) sind nur an gleichem Maßstab meßbar, soweit man sie unter einen gleichen Gesichtspunkt bringt, sie nur von einer bestimmten Seite faß […]. (Marx, 1875/1987, p. 19).9
Este problema puesto por el pensador de Tréveris es decisivo. Una de las consecuencias de esta dialéctica entre igualdad y desigualdad es, interpretándola en el seno de la teoría rancieriana, que quienes defienden la existencia de la dominación, de las jerarquías y del orden no son necesariamente apólogos de la desigualdad, como tiende a suponer Rancière. Es perfectamente posible pensar en una defensa estratégica de situaciones u órdenes que para un marxista (y para Rancière) son situaciones de desigualdad y dominación (como la dominación de los ricos) basándose en una verificación de la igualdad de cualquiera con cualquiera. En efecto, aquello que Rancière en su libro En los bordes de lo político (2007) llama el “silogismo de la emancipación” (p. 65 ss.) puede ser también el silogismo de la dominación, gracias a que la igualdad y la desigualdad están relacionadas dialécticamente en términos conceptuales.
Con el silogismo de la emancipación Rancière se refiere a un mecanismo de argumentación política, en el que se verifica la igualdad para cuestionar las jerarquías. Rancière dice extraer este concepto de algunos textos y folletos de las huelgas y movimientos obreros de 1830 en Francia. El silogismo de la emancipación se trata de un silogismo porque parte de una premisa mayor que todo el mundo da por sentada y cuyo valor de verdad es presupuesto. En este caso se trata de la premisa: todos los franceses son iguales ante la ley. La premisa menor es que los dueños de las fábricas no tratan a los trabajadores como sus iguales porque se niegan a escuchar sus demandas, lo que lleva a la conclusión de que si es verdad que los franceses son iguales, entonces el empleador debe escuchar a sus obreros. Lo que hacen los obreros es mostrar una situación en la que no se aplica la ley constitucional de la igualdad (por ejemplo, como lo dice el mismo Rancière, que la policía persigue a los sindicatos y no a las organizaciones patronales) y exige su aplicación, quizá en contra de otras leyes en el ordenamiento jurídico. Este exigir su aplicación no es, sin embargo, un mero acto jurídico, como quien tutela un derecho fundamental, sino que es una verificación de carácter político: lo que se verifica es la contradicción en la que descansa la relación jerárquica puesta en cuestión y no solo que hace falta aplicar las leyes. Por ejemplo esa aplicación tramposa de la ley, en la que se persigue a los sindicatos y no a las patronales no expresa que hace falta avanzar en la materialización de los derechos, sino que expresa la contradicción misma que habita en el corazón de las jerarquías.
Ahora bien, uno puede construir un silogismo partiendo de la misma premisa mayor, pero con efectos políticos opuestos al silogismo de la emancipación. El empresario que no escucha a sus trabajadores, siguiendo con el ejemplo de Rancière, bien podría haber argumentado que él también es francés, igual a sus trabajadores desde el punto de vista de la ley y que por esa razón no escucha sus demandas. Al fin y al cabo, lo acordado entre dos personas iguales francesas (el trabajador y el empleador) no puede ser modificado caprichosamente por una de las partes. El silogismo del empresario sería entonces el siguiente: como premisa mayor se tiene la misma idea de que los franceses son iguales ante la ley, como premisa menor que lo acordado entre franceses iguales ante la ley ―como lo es trabajar en ciertas condiciones, un tiempo específico y por un determinado salario― debe ser cumplido y respetado por las partes; la consecuencia es que el empresario no tiene por qué escuchar a sus trabajadores, pues esas acciones de hecho, el querer modificar los contratos por medios extracontractuales ―como la huelga―, violan el principio de la igualdad. El empresario podría decir que sus trabajadores quieren ponerse por encima de la ley y, por lo tanto, por encima de su propia persona y sus propios derechos; quieren dominarlo y explotarlo, arrebatándole lo que es suyo por derecho entre iguales. Debido a que él es igual a sus trabajadores desde el punto de vista de la ley, él no los escucha ni tiene por qué hacerlo.
Si comparamos ambos silogismos (el de la emancipación y el que podría haber elaborado el empleador en su defensa), podemos darnos cuenta que la premisa decisiva no es la mayor, pues ambos la aceptan, sino la premisa menor. Lo que separa la argumentación del trabajador que demanda mejoras y el empleador que no quiere escucharlo no es necesariamente que este último dude de la premisa mayor y sea así un supuesto apólogo de la desigualdad. Lo que separa ambos silogismos es que en uno se cree que ese principio de la igualdad no se está aplicando en una situación específica, en este caso, en la fábrica, mientras que en el otro sí. El contenido mismo de la premisa menor depende de una descripción —si se quiere, sociológica— de los espacios sociales, en la que se muestre que sí hay relaciones jerárquicas entre las partes. En el caso de la argumentación en torno a la fábrica es tan importante la premisa mayor, la idea de que todos somos iguales ante la ley, como la menor, que denuncia la existencia de la explotación y de una situación de desigualdad en la fábrica. Sin la premisa menor, que descansa en una descripción del espacio social que puede hacer el filósofo/sociólogo o los propios trabajadores, la premisa mayor puede verificarse en cualquier sentido y dirección política.
Conclusión
En el libro En los bordes de lo político (2007) Rancière describe que el silogismo de la emancipación, esa forma específica de actualización de la igualdad que tiene lugar en el movimiento social obrero del siglo XIX, se funda en el encuentro entre un social de la desigualdad y un social de la igualdad. El social de la desigualdad es entonces la situación de la fábrica y el social de la igualdad el objeto polémico de la política, según el cual deben aplicarse principios constitucionales en las relaciones económicas privadas. Criticando al marxismo, Rancière señala que los trabajadores no dicen que la igualdad constitucional sea una quimera burguesa, sino que la actualizan en contra del propio orden burgués de la fábrica, configurando lo social como objeto de la disputa y el litigio en política (2007, pp. 66-70, 1996, 114-116). Rancière puede tener razón en que el marxismo ha sido ciego frente al uso político-emancipatorio de las declaraciones de igualdad de las Constituciones y los Derechos del Hombre. Quizá las huelgas no habrían sido posibles si los obreros hubieran echado a la basura, por ser burgués, el derecho a la asociación y reunión que garantizaban y garantizan las constituciones.
Pero en cierta medida, la propuesta teórica de Rancière es vacía sin algunas reflexiones no solo del marxismo, sino de otras corrientes teóricas como el feminismo que buscan demostrar la existencia de relaciones de dominación a través de la descripción de los espacios sociales, mostrando que un grupo realiza su forma de vida y su libertad en contra de la libertad del otro. Sin esa sospecha de nuestras instituciones, sin esa crítica de la sociedad moderna que la caracteriza como una promesa truncada de la realización de la libertad, un pensamiento como el de Rancière, que reserva el concepto de la política a las actualizaciones emancipatorias de la igualdad, puede correr el riesgo de perder su propia fuerza crítica. De hecho, en el propio concepto rancieriano del social de la desigualdad se presupone ya que la situación de la fábrica, que la dependencia económica del trabajador con respecto a su patrón constituye una situación de desigualdad. Es por ello que a la pregunta de si la concepción rancieriana de la política tiene presupuestos marxistas la respuesta sería positiva. Hay que aclarar en este punto que por presupuesto no ha de entenderse una simple influencia intelectual que puede constatarse biográficamente, sino un concepto que es utilizado y aplicado sin dar cuenta de él en la propia aplicación.
Esta crítica de doble vía (de Rancière hacia Marx y viceversa) nos lleva al planteamiento de una pregunta ulterior que no quiero desarrollar aquí, sino solamente dejar enunciada a modo de conclusión derivada de las reflexiones presentadas en este texto: ¿es posible pensar en una coordinación conceptual entre los aportes del marxismo en lo que se refiere a la sospecha de nuestras instituciones y a la descripción de los espacios sociales y las contribuciones de Rancière en relación con la naturaleza del conflicto político? ¿Toda sociología que describa y denuncie la dominación en su operatividad material e histórica cae en la diferencia política entre ideología y ciencia que condena a los dominados a no poder emanciparse? Quizá una puerta de acceso a un tratamiento posterior a estos problemas sea que el mismo Rancière reconoce en varios apartados del Desacuerdo (1996, pp. 113-123), que la sospecha sobre nuestras instituciones (que Rancière denomina a menudo metapolítica) no es únicamente una forma más de la política de los filósofos, propia del marxismo, sino también un componente esencial en la realización del litigio político. Que esa sospecha metapolítica se encuentre en una relación “tirante” con respecto a la política (1996, p. 113), que el movimiento político no haya dejado de “retomar” (1996, p. 117) esas argumentaciones de sospecha en contra de las instituciones liberales y que, además, esa sospecha, sintetizada en la oposición entre democracia formal y real, esté “interiorizada” (1996, p. 122) en la conducta del litigio, pueden dar varias pistas en este sentido. Pero estas pistas solo podrán ser tomadas en su verdadera dimensión problemática yendo más allá de Rancière mismo: aceptando que las descripciones de los espacios sociales y los análisis de las relaciones de dominación que tienen lugar en ellos no solo inspiran —así sea implícitamente, a modo de presupuesto— a los filósofos para teorizar sobre la política (como, espero haberlo mostrado, sería el caso de Rancière), sino que también hacen parte del combate político de las personas ordinarias y sus mecanismos de argumentación.
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Notas Notes
1 Al concepto de dominación le pertenece un campo semántico y una discusión bastante amplia, cuya reconstrucción no es tema de este artículo. Sin embargo, en este tipo de análisis que sospechan de las instituciones de las sociedades modernas, la noción de dominación va aparejada con una reconstrucción crítica del concepto de la libertad que opera en esas mismas instituciones. Este es el caso, por ejemplo, del análisis del joven Marx en textos como Sobre la cuestión judía (1843/2005) o los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 (1844/1966). Allí se analizan las nociones de libertad política y económica de las sociedades modernas mostrando que ellas generan, tanto por su propia definición como por su despliegue histórico, una negación de esa misma libertad como condición de posibilidad de su propia realización. Así, por ejemplo, la libertad del emprendedor solo existe porque él necesita un ejército de no-emprendedores (no-libres en ese mismo sentido) para poder serlo; sin esa no-libertad, la libertad de emprender no podría existir ni ejercerse. Por consiguiente, podría decirse que una situación tal, en la que un concepto y una práctica de la libertad coincide con su negación, es una situación de dominación para este tipo de análisis (sobre todo para Marx y el marxismo). La dominación no es otra cosa que una contradicción y la paradoja interna del concepto de la libertad que está a la base de las relaciones entre los individuos de una sociedad determinada.
2 Para una crítica al marxismo en este sentido ver: Melucci, 1989, pp. 18 ss.
3 Hartmann (1979) o Federici (2010) han sostenido cada una a su modo que el marxismo propone un matrimonio entre con el feminismo en donde aquel ocupa el rol patriarcal del hombre y este el de la mujer, al visibilizar únicamente a la mujer explotada —y no a la mujer en sí— como sujeto de la opresión patriarcal. Por esta razón, el marxismo habría ocultado la provechosa cooperación que tienen el capitalismo y el patriarcado como modos de vida.
4 Cfr. Althusser, 1998. Rancière no se refiere únicamente a este texto de Althusser, sino que tiene en cuenta otros ensayos del propio Althusser que aparecen en la Revolución teórica de Marx (1967) y a algunos textos de su autocrítica. Para los efectos de esta exposición vamos a suponer que las lecturas de Rancière sobre Althusser y Marx son correctas. Aunque el joven Rancière ve diferencias sustanciales entre su maestro (i.e. Althusser) y Marx, mientras avanza su obra va planteando que el propio Marx tiene supuestos, conceptos y procedimientos filosóficos que pueden explicar por qué puede surgir un pensamiento como el de Althusser. Para Rancière la relación entre el pensador de Tréveris y su maestro está atravesada por un continuum complejo posibilitado por las ambigüedades de Marx. Al respecto véase: Tanke, 2011, pp. 17-20 y 27-31; Muhle, 2013, pp. 311-313. Una lectura un poco más “conciliadora” entre Rancière y el proyecto de Marx puede encontrarse en los últimos trabajos de Samuel Chambers (2014). Sobre esta última cuestión y los problemas que suscita volveré más adelante.
5 Respecto a la objeción de si Rancière es un pensador neoaristotélico puede verse con más profundidad la propia respuesta negativa del pensador francés: Rancière, 2011a, pp. 1-3.
6 Esta relación especial entre contingencia y carácter paradójico es ignorada, por ejemplo, en la crítica que el sociólogo austriaco Oliver Machart (2011) ha hecho del pensador francés. Él objeta a Rancière que afirmar la contingencia de la dominación no tiene per se un carácter emancipatorio, ni podría ser la base de una teoría de la política con orientación emancipatoria, pues el poder-ser-de-otra-manera implica también que puedan establecerse o mantenerse las relaciones de dominación. Pero en Rancière contingencia no designa una modalidad del ser en el sentido clásico, sino el tener un fundamento paradójico. Así pues, es este sentido de contingencia como paradoja lo que permite que exista la política, no solo como la lógica de lo que puede ser de otro modo, sino como la lógica que interrumpe y muestra la ausencia de fundamento de los órdenes jerárquicos.
7 “Sin embargo, existe cierra ambigüedad en Rancière que limita parcialmente las importantes consecuencias teóricas que pueden derivarse de su análisis. Después de haber cortado tan claramente cualquier vínculo entre su noción de proletariado y la descripción sociológica de un grupo, parece comenzar a hacer algunas concesiones sociológicas. Así, identifica la institución de la política con la institución de la lucha de clases. Es cierto que inmediatamente modifica esta afirmación […]. Pero esa formulación no es adecuada” (Laclau, 2005, p. 308).
8 Para una crítica a Rancière en esta dirección ver Toscano, 2011.
9 [El derecho de Lasalle] es de ahí, según su contenido, un derecho de la desigualdad como todo derecho. Según su naturaleza el derecho solo puede consistir en la aplicación de un criterio igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales) son solo medibles por el mismo criterio, siempre y cuando que se los ponga bajo un mismo punto de vista y se les mire solamente en un aspecto determinado […].
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Las Torres de Lucca. Revista Internacional de Filosofía Política
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